Por Alejandro Martínez
Múnich. 23/10/2015. Bayerische Staatsoper. R. Strauss: Ariadne auf Naxos. Amber Wagner (Ariadne), Peter Seiffert (Baco), Brenda Rae (Zerbinetta), Alice Coote (Compositor), Markus Eiche (Maestro de música), Elliot Madore (Harlekin) y otros. Dirección musical: Kirill Petrenko. Dirección de escena: Robert Carsen.
No todas las representaciones pueden ser extraordinarias en el día a día de un teatro de repertorio con función casi diaria como la Bayerische Staatsoper. Tampoco cabe exigir de un talento como Petrenko que deslumbre día sí, día también al personal con una genialidad. La noticia pues en este caso es el altísimo nivel de una reposición como la que nos ocupa, con muchos menos ensayos de los que hubiera requerido una nueva producción. Una Ariadne de tantos quilates en esta condiciones sólo es posible en un teatro con tan alto nivel de excelencia en lo ordinario como el que muestra la Bayerische Staatsoper de Múnich.
En el foso Kirill Petrenko se muestra, como es costumbre en él, analítico, ágil y minucioso, ristretto en suma, casi obsesivo con los tempi y su medida, sin contemplaciones a la voluptuosidad que a menudo reboza algunas interpretaciones de las partituras de Strauss. En las antípodas del clasicismo sublime de un Thielemann, el de Petrenko es un preciosismo muy recatado. Ese enfoque aporta claridad, nitidez y transparencia y de esta manera, desde luego, la obra gana unidad y cohesión, antojándose más compacta y uniforme. Aunque muy atento a la palabra, a la teatralidad propiamente dicha del espectáculo, no es menos cierto que su fraseo es tan marcado y constreñido, tan falto de vuelo que en ocasiones a la música le falta una dosis mayor de magia y suntuosidad. Su Strauss mira mucho más al siglo XX que al XIX. Construye Petrenko, en todo caso, un impresionante crescendo que estalla con brillantez en el dúo final entre Ariadne y Baco. Petrenko hizo gala de su habitual firmeza, tan seguro como si hubiera meditado el fundamento de cada nota de la partitura. Adopta además una suerte de segundo plano durante la representación, con un concepto muy poco ampuloso y desde luego nada avasallador de su acompañamiento musical a esta pieza donde la teatralidad y la palabra ocupan un rol protagónico.
En estas funciones estaba previsto que Anja Harteros debutase como Ariadne, pero hace apenas algunas semanas se desentendía del reto, quién sabe si por no estimarlo finalmente acorde a sus condiciones vocales. Sea como fuere, en su lugar escuchamos a Amber Wagner, soprano norteamericana que ya fuese Ariadne hace algunos años en una versión en concierto en el Palau de Les Arts de Valencia. Dueña de un material dramático sumamente dotado (grande, timbrado y extenso) aunque algo anónimo en su coloración, Wagner resuelve con pasmosa facilidad una partitura breve pero exigente. Su enorme figura, cierto es, resta quizá algún ápice de expresividad a su Ariadne, pero la resolución vocal es intachable, con un instrumento homogéneo, firme y resistente. Para Peter Seiffert los años no pasan en balde, pero el que tuvo retuvo. Aunque tenso en el tercio agudo, su fraseo sigue atesorando una clase indudable, y su breve intervención como Baco no hizo sino recordarnos lo grande que ha sido este tenor alemán, que encara ya probablemente el último tramo de su ya larga y admirable trayectoria. La Zerbinetta de Brenda Rae, aunque ciertamente brillante, estuvo quizá un punto menos apabullante que el año pasado en este mismo teatro o hace unos meses en Berlín. La voz de Alice Coote no es tampoco la más indicada, sobre todo por su color y escasa suntuosidad, para servir a la parte del Compositor. Un nutrido y muy solvente equipo de comprimarios, habituales de la casa (Markus Eiche, Okka von der Damerau, etc), completaba el extenso reaprto.
La producción de Robert Carsen, ya comentada aquí el año pasado, volvió a demostrar que es uno de sus trabajos más redondos e imperecederos. Haciendo gala de una concepción bien medida del teatro dentro del teatro, construye un espectáculo ágil, que transita con admirable naturalidad desde el código cómico al trágico, desde el enredo ingenioso hasta la pureza absoluta con que resuelve el dúo final, con un escenario literalmente en blanco, con el perfil recortado de los protagonistas a contraluz.
Fotos: Wilfried Hösl
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