Por Diego Civilotti
Barcelona. 19/02/15. Palau de la Música Catalana. Ciclo Intèrprets catalans. Obras de Brahms, Chopin, Scriabin, Debussy y Pärt. Laia Masramon, piano.
La pianista Laia Masramon volvía al Palau de la Música donde debutó como solista. La significación del lugar presagiaba una noche señalada para ella y para el Palau. Y así fue. El concierto empezó con algunos minutos de retraso, con deferencia hacia el aluvión de público que hasta pocos minutos antes hacía cola todavía para conseguir una entrada. De hecho, al haber completado el aforo la organización decidió añadir asientos en el escenario que se ocuparon casi por completo. Mientras en la Sala de Conciertos se ofrecía un concierto escenificado de Carmen, sumergirse a 11 metros de profundidad donde se sitúa el Petit Palau y retirarse de la esfera habitual que rodea la sala barcelonesa, era otro de los indicios de la condición y el carácter que tendría el recital.
Desde el principio tuvimos la sensación de que el programa, que desde el romanticismo en la primera parte (Brahms y Chopin) se precipitaba hacia obras que abrían ventanas al siglo XX (Debussy y Scriabin) en la segunda, se correspondía perfectamente con el espíritu de la solista. El piano de Masramon, que nos sorprendió gratamente, sabe navegar con brillantez técnica y vehemencia expresiva entre lo narrativo y lo elíptico. Y lo hace siempre lejos del simple virtuosismo, trascendiendo el discurso pianístico con fuerza plástica. Como lo consigue el simbolismo de luces y sombras en William Blake, o el secreto que se esconde tras la belleza luminosa en la pintura de Caravaggio o Vermeer. Esa sensibilidad subyace también a las Variaciones sobre un tema de Schumann de Brahms con las que comenzó el concierto. No es necesario recordar la dificultad que supone su interpretación, entre la que destaca la heterogeneidad de sensibilidades que se entrelazan y se yuxtaponen. Por no mencionar la profundidad dramática que exige, a la que la pianista respondió con convicción y sin aspavientos. La fragilidad cristalina en ciertos pasajes de la obra, mantenida con equilibrio en las manos de Masramon, fue interrumpida lamentablemente en alguna ocasión por ruido ajeno a la sala que no logramos saber de dónde procedía. Con Chopin la pianista fue de menos a más, con gran pericia en la conducción de los distintos planos del Nocturno póstumo en Do sostenido menor e inteligente dosificación de las dinámicas en el op. 27 núm. 1 que culminó en el Scherzo núm. 1 en si menor, op. 20, en el que no dudó arriesgar hasta orillar límites. Elocuente en los pasajes lentos, expresiva y brillante en el agitato, fue muy aplaudida.
La segunda parte se abrió con una Für Alina de Pärt cuya inclusión y repetición al final del concierto no logramos comprender del todo hasta entonces. Sin detenerse, la solista abordó una lectura de Debussy en la que se intercalaban piezas de Scriabin. Habrá aspectos interpretativos que se podrán discutir, pero su comprensión de este último es admirable. El carácter que desplegó Masramon en una versión enfática del Preludio op. 11 núm. 11 y el Estudio op. 8 núm. 2 supo plasmar sus tensiones y asimetrías. Sensacional también en el rubato embriagador del primero de los dos poemas para piano op. 32 de Scriabin. Especialmente interesante nos resultó la narración que tejió entre el Preludio op. 59, núm. 2 de Scriabin –Sauvage y belliqueux, anunciando el carácter sombrío que tendrá tanto su Poema nocturno op. 60 como la sexta sonata op. 62– y La puerta del vino de Debussy. Con esta inició su interpretación de una selección de su segundo libro de preludios (junto a la anterior, Ondine y Feuilles mortes), una de las cimas de la literatura pianística debussyiniana junto a la espléndida L’isle joyeuse. La complejidad tímbrica, el juego de resonancias y la riqueza de contrastes de las limaduras brillantes y agudas que caen sobre la lobreguez tímbrica de los bajos: la pianista bagenca no se dejó nada, y fue capaz de tramar con ingenio la secreta vinculación subterránea entre Debussy y Scriabin.
Con delicadeza en los detalles y paciencia de orfebre, Masramon construye su espacio sonoro y lo pone a salvo de la audición superficial. Parece que sienta y sufra como los románticos la rueda del tiempo, esa maquinación vacía de las ciudades modernas que despoja el arte de su potencia simbólica y lo deja en manos del filisteísmo cultural. Cuando uno escucha a esta joven pianista, siente como si hubiera llegado de otra época y con naturalidad se sentara frente al piano. Su individualidad se diluye y se pone al servicio de obras que cuida y respeta con una devoción extraordinaria, poco frecuente en la actualidad. Como si guardara un secreto musical centenario consigue que aquellas nos interpelen, que dejen de ser un susurro inocuo y simplemente confortable, insuflando de vida el espíritu que las vio nacer: una mirada de extrañeza frente al mundo que hemos perdido. Una concepción que comprende la música y el arte como símbolo y revelación: símbolo, porque hay una dimensión siempre oculta; revelación, en un gesto de velar y desvelar al mismo tiempo. Todo lo contrario a la sobreexposición actual. Esto que podría parecer mera literatura, tuvo una fiel traducción musical en la magistral interpretación de las cinco piezas de Scriabin de distintas etapas creativas y en L’isle joyeuse de Debussy, para la que Masramon reservó una escrupulosidad donde el manejo de la tensión melódica y tímbrica alimentaba con sabiduría una atmósfera de expresión trágica y vitalista al mismo tiempo. Su madurez e inquietud nos hacen pensar que no nos equivocamos si aventuramos en ella una carrera destacada.
Ovacionada por un público encandilado, se detuvo sólo unos instantes para ofrecer Für Alina de nuevo, y a las reiteradas ovaciones y bravos respondió con tres bises, de Chopin (Mazurka op. 30 núm. 2 y Estudio op. 25 núm. 6) y Scriabin (Feuillet d’album op. 45 núm. 1) volviendo sobre sus pasos. La falta de intensidad semiótica que personalmente lamentamos en la obra del compositor estonio fue suplida por la pianista, que le otorgó un sentido nuevo dotándola de vida propia. Cerró la puerta que antes había abierto, de nuevo con la misma pieza de Pärt, no sin haber dejado en la sala las arrebatadoras esculturas sonoras de Debusy y Scriabin. Y esta vez sonó diferente. Prueba de que su travesía por el concierto no pasó por ella sin dejar huella, como tampoco ella lo hizo sin dejarla en nosotros. Prueba también de que Masramon se sienta al piano como lo haría un escriba de la antigüedad frente a sus textos: con la misma exigencia, humildad y entrega.
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