Por Alejandro Martínez
París. 16/04/2015. Ópera de París (Bastille). Dvorak: Rusalka. Kristine Opolais (Rusalka), Pavel Cernoch (Príncipe), Alisa Kolosova (Princesa extranjera), Larissa Diadkova (Jezibaba), Dimitry Ivashchenko (Espíritos del aguas). Dirección musical: Jakub Hrusa. Dirección de escena: Robert Carsen.
Sin pena ni gloria, ni frío ni calor… expresiones varias, eufemismos incluso, que sirven para describir una representación, como la que nos ocupa, en la que todo discurre con una tibia corrección. La soprano letona Kristine Opolais hacía con esta función su debut en la Ópera de París, con un rol que le deparó notables críticas cuando lo interpretó en Múnich, bajo la dirección escénica de Martin Kusej. En esta ocasión se reponía en París la producción de Robert Carsen, estrenada allí mismo en 2002, con Renee Fleming como protagonista. En esta ocasión Opolais llegaba a París como recambio de la inicialmente prevista Olga Guryakova.
A decir verdad, el gran escenario de Bastilla se antoja un tanto excesivo para los medios de Kristine Opolais, que aunque capaces no son deslumbrantes, a franca distancia del derroche opulento de una Netrebko o de ese diamante en bruto que es todavía hoy Yoncheva. En el caso de Opolais estamos ante una gran artista, muy entregada, y sobre todo ante una esmerada actriz que consigue llegar con su actuación allá donde su voz no alcanza. Su canto es irreprochable, pero ni el caudal ni la proyección le permiten ir más allá en su interpretación de Rusalka, que se sostiene, ya decimos, por su esmerada actuación y por la medida intencionalidad de su fraseo. Seguramente en un teatro de menores dimensiones y con una batuta más comunicativa, Opolais redondee una Rusalka de más quilates que la ofrecida en París, que no estuvo nada mal, pero que no dejó tampoco alicientes para el entusiasmo.
Pavel Cernoch no es un tenor excepcional, pero brindó lo mejor de sí a la parte del Príncipe, que resolvió con esmero y entrega, de nuevo con una intachable corrección, aquí no tan tibia, pues es un intérprete ardoroso, pero limitada por la relativa modestia de sus medios y por lo envarado de su fraseo. Dimitry Ivashchenko convenció sobradamente en la parte del Espíritu de las aguas. Es un profesional intachable, con unos medios bien timbrados, amplios, aunque un tanto anónimos, lo mismo que su fraseo, por momentos no tan elaborado como debiera. La veterana Larissa Diadkova, aquí como Jezibaba, no está ya para muchos trotes, con un tercio agudo completamente desguarnecido y agrio. En la parte de la princesa extranjera, tampoco Alisa Kolosova dio muestras de dominar su instrumento, grande y bien timbrado, aunque en menos de una emisión tosca y tensa.
Carsen aporta un trabajo de gran limpieza y elegancia, poético y con una faceta visual muy mimada, pero no es menos cierto que la obra se le escapa entre las manos por momentos, más preocupado de brindar un espectáculo estéticamente acabado que por rematar su enfoque con la dramaturgia. Parte todo de un escenario duplicado, como en un reflejo sobre las aguas. Vemos el dormitorio del príncipe reflejado y más tarde lo veremos divido en el segundo acto, como en espejo, acudiendo Carsen aquí a un ingenioso y hasta brillante juego de dobles, con la confusión entre Rusalka y la Princesa extranjera en su diálogo con el Príncipe. Y sin embargo, una de cal y otra de arena, y es que varias escenas se resuelven con la caja en negro, sin más, con los cantantes actuando al borde del escenario, en una propuesta muy poco estimulante y un tanto conformista. Nos quedamos en todo caso con una propuesta que acierta al alejar la historia de Rusalka de la estética de cuento de hadas que venía presidiendo su escenificación durante estas últimas décadas. Carsen reedita aquí, mutatis mutandi, el código plástico de su Onegin, con una impecable realización estética, con un par de guiños más geniales pero también con momentos más conformistas. La coreografía de de Philippe Giraudeau para el ballet nos pareció brillante y perfectamente ensamblada con la representación.
La batuta de Jakob Hrusa no tuvo el brillo deseado; moroso y falto de tensión por lo general, la función fue de menos a más aunque sin la intensidad y el arrebato que la partitura demandan. En suma, una dirección un tanto gris. Por cierto, que como sucedía con la voz de Opolais, a la propia obra le caen algo grandes las hechuras de la gran sala de Bastilla, como si la música de Dvorak pidiera otro intimísimo, otro balance entre foso y voces sobre todo.
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