Por Alejandro Martínez
Múnich. Marzo de 2015. Bayerische Staatsoper. Wagner: Der Ring des Nibelungen. Dirección musical: Kirill Petrenko. Dirección de escena: Andreas Kriegenburg
Cuando un gran teatro como la Ópera de Múnich se embarca en el proyecto de escenificar un nuevo Anillo wagneriano se entiende que se asume el reto con la expectativa de que la producción en cuestión adquiera una vigencia que permita su reposición más o menos regular. La presente producción firmada por Andreas Kriegenburg, a quien recordamos un magnífico Wozzeck, unos sobresalientes Die Soldaten y un flojo Otello, se estrenó allá por 2012 bajo la batuta de Kent Nagano, que fue asimismo el responsable de su reposición al año siguiente. Con la llegada de Kill Petrenko (a la sazón responsable del Anillo en Bayreuth durante los dos últimos años y también en la presente edición del año en curso) a la titularidad de la Bayerische Staatsoper en 2013, el teatro ha estimado oportuno volver a programar este Anillo una vez más.
Y no en vano a batuta de Petrenko fue el máximo atractivo de estas funciones. La pregunta que yace sobre la mesa no es menor: ¿estamos ante un Wagner filológico o ante un Wagner iconoclasta? Y es que Petrenko cuenta con entusiastas defensores, entre los que me cuento, y no pocos detractores, que emparentan su enfoque con la propuesta más intelectual que teatral, y un tanto abúlica, del cuestionado Pierre Boulez. No creo tampoco que dicho parentesco sea tan exacto, como tampoco creo por cierto que el Anillo que proponía Boulez fuera un completo desastre. Lo cierto es que Petrenko ofrece una dirección severa y nítida, nada edulcorada, sin impostaciones, ajena a un romanticismo exacerbado, hecho de grandes líneas y arrebatos premeditados. Al contrario, no encontramos aquí rallentandi acentuados ni dinámicas exageradas. El suyo es un Wagner que crece desde la contención, que brilla desde un énfasis medido, nada ampuloso, siempre compacto, incluso un punto seco, pero irresistible, de una fuerza apabullante. Su poesía es fuerza bajo control. Un poco al estilo de Carlos Kleiber, aunque sin la fantasía de aquel para el fraseo, todo hay que decirlo. Petrenko no es amigo de tiempos extravagantes y mide con precisión casi prusiana su Anillo, que camina ligero, sin un ápice de tedio, con una tensión constante y sostenida, muy pegado al desarrollo de la acción teatral. Se trata, sin duda, de un Wagner revelador e iconoclasta a notable distancia, casi en las antípodas, del que platean hoy los grandes paladines de la dirección wagneriana, ya sea Barenboim, ya sea Thielemann. Petrenko demuestra con ello que le guía siempre un mismo concepto, casi diría un mismo ideal, cada vez que empuña la batuta, ya que su Donizetti, su Strauss y su Zimmermann, cada uno con sus particularidades, participan todos por igual de esa misma sonoridad. Eso no significa que a Petrenko toda partitura le suene igual, ni mucho menos, pero sí revela una misma comunicación con la música desde el foso, llevada siempre su batuta por un equilibrio analítico entre claridad, fuerza y control. El resultado, como ya sucediera en Bayreuth, es un Wagner de una nitidez sobresaliente, hasta el punto de desvelar al oyente líneas melódicas, motivos y estructuras que hasta entonces parecían ocultas. Por supuesto, no es posible un enfoque semejante al que glosamos sin contar con una orquesta tan soberana y capaz como la que reina en el foso de la Bayerische Staatsoper, que brinda el color exacto y la textura idónea, con un sonido de brillo conciso y intenso, nunca superficial. No hablamos tan sólo de una ejecución primorosa, desde un punto de vista técnico, sino de una capacidad admirable de plegarse a las indicaciones de Petrenko y comulgar con su concepto, que requiere un sonido contrastado pero contenido, más seco, nítido y compactó que ampuloso.
La complejidad principal de escenificar el Anillo radica sobre todo en conjugar una propuesta en la que mantengan su coherencia las historias menores y más concretas de cada una de las jornadas al lado de un concepto más general e integrador que las abarque al mismo tiempo a todas ellas. La sólida propuesta de Kriegenburg, aunque no tenga un eje tan memorable como el que articula sus Soldaten, sí aporta un enfoque personal y apreciable, al mostrarnos de algún modo cómo la codicia por poseer el Anillo va destruyendo a cuantos aspiran a poseerlo, jornada a jornada. Y ante esos desmanes, en última instancia, expone Kriegenburg que sólo cabe el consuelo de la compasión en el encuentro con el otro. Es un mensaje humanista, si ustedes quieren, mitad pesimista y mitad esperanzado, en la medida en que Kriegenburg nos da a entender que más allá de dioses y héroes están los hombres de carne y hueso, cuyas cuitas no buscan al final otra cosa que un hombro donde consolar sus miserias. El Anillo es pues, para Kriegenburg, una gran alegoría de la deshumanización contemporánea en la que los medios han sustituido a los fines y en la que el otro se ha diluido en poco más que un objeto, cosificadas nuestras relaciones sociales hasta el punto de dejar de serlo. El capitalismo, por supuesto, es el régimen último en el que esta lógica se ha terminado por consumar de un modo más acabado, y no en vano el Ocaso nos presenta un escenario absolutamente contemporáneo, con una arquitectura muy semejante a la que hoy preside las nuevas edificaciones que se levantan en las grandes capitales alemanas. Esas grandes urbes hechas de oficinas anónimas y no menos impersonales centros comerciales son el ocaso mismo de nuestra civilización tal y como la entendíamos, parece proponer Kriegenburg, como dando a entender que hemos renunciado a cualquier encuentro con el otro que no pase por la mediación de esos escenarios y sus lógicas perversas, que no buscan otra cosa que un irreal e inquietante beneficio que, como el propio Anillo, al mismo tiempo lo es todo y lo es nada para quienes lo codician. Kriegenburg nos propone así subvertir la lógica de ese anillo alegórico que destroza a todos los que pugnan por pretenderlo, aspirando a reemplazar la codicia por la compasión. Visualmente el trabajo de Kriegenburg tiene conexiones evidentes con las performances de Spencer Tunick, con granades masas de cuerpos desnudos coloreados, que ocuparon no en vano el Festival de Múnich en 2012, poniendo casi siempre en escena una masa más o menos amplia y activa de figurantes, que lo mismo escenifican todo el mecanismo de la fragua de Siegfried que acuden a consolar a Gutrune con un gran abrazo al final del Ocaso. Esa masa de figurantes representa lo que precisamente no está como tal en el Anillo wagneriano, esto es, la vida de las personas de carne y hueso, la realidad humana como tal que escapa al lenguaje mitológico que vertebra la Tetralogía. Kriegenburg intenta con ello democratizar el Anillo, si me permiten tal expresión, pero sin banalizar ese ideal democrático, aquí tomado casi en su literal etimología.
La suma del enfoque de Petrenko y la propuesta de Kriegenburg quizá redunde en un Anillo poco espectacular desde un prisma embebido de romanticismo, pero abunda sin embargo en un Wagner cargado de realismo, directo, sin requiebros ni dilaciones, bien mirado mucho más puro que otros, muy auténtico aunque a su manera. Irresistible, si tenemos que definirlo con una palabra, porque posee una coherencia interna irrebatible y porque, al tiempo que es reverencia para con las demandas de la partitura wagneriana, sabe asimismo encontrar un tono y un concepto propios.
A continuación la crítica pormenorizada de cada una de las jornadas de la tetralogía
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