Por Alejandro Martínez
Salzburgo. 07/08/2015. Festival de Salzburgo. Beethoven: Fidelio. Adrianne Pieczonka (Leonore), Jonas Kaufmann (Florestan), Hans-Peter König (Rocco), Tomasz Konieczny (Don Pizarro), Olga Bezsmertna (Marzelline), Norbert Ernst (Jaquino), Sebastian Holecek (Don Fernando), Paul Lorenger (Sombra de Pizarro), Nadia Kichler (Sombra de Leonore). Filarmónica de Viena. Coro de la Staatsoper de Viena. Dirección musical: Franz Welser-Möst. Dirección de escena: Claus Guth.
En ocasiones una pequeña decisión puede desencadenar un proceso subsiguiente de implicaciones, hasta el punto de arruinar todo un proyecto. Es el consabido efecto mariposa. En este Fidelio de Salzburgo la decisión del director de escena Claus Guth de suprimir por completo los diálogos arruinó por completo la representación. Y no ya sólo por el hecho en sí sino por la sucesión de efectos que lleva aparejada. No podemos olvidar que Fidelio es un singspiel y asimismo una de las llamadas óperas de salvación. Y no cabe cambiarla en estos términos sin arruinar de un modo u otro su naturaleza. En el programa de mano se da cuenta de un intercambio epistolar entre Weber y Beethoven en el que éste le autoriza a cambiar y cortar los diálogos cuanto quiera para unas representaciones de Fidelio. Por supuesto que caben intervenciones en este sentido, pero a nuestro juicio nunca algo tan drástico como suprimir por completo los diálogos, en los que hace pie toda la transición entre escenas. Y es que sin diálogos no hay acción propiamente dicha sino una sucesión de números cerrados, que Guth pretende resolver con la alternativa de una instalación sonora a cargo de Torsten Ottersberg, de modo que entre número y número, al tiempo que gira el voluminoso monolito central negro que articula la escenografía, escuchamos una sucesión de sonidos de ultratumba, ora siniestros, ora inquietantes, ora tan sólo impertinentes.
Guth quiere evitar premeditadamente el relato más tradicional de Fidelio como una ópera de salvación y reinterpreta la celda del personaje como una prisión interior, en clave psicoanalítica. Todos somos de algún modo, al parecer de Guth, prisioneros de nosotros mismos: proyectamos nuestras sombras, dialogamos con nuestros propios dobles y mantenemos un perverso juego de huida y acercamiento respecto de nuestros miedos y pasiones. De acuerdo, pero mucho me temo que el Fidelio de Beethoven no va por ahí. Y toda la dramaturgia de Guth se superpone sin pena ni gloria sobre un libreto fragmentado que pierde cualquier atisbo de narratividad y que queda disuelto casi como un penoso CD de highlights.
La escenografía de Christian Schmidt, se nos indica en el programa de mano, es una recreación espacial de la idea freudiana del “salón del insconciente”. Así, nos encontramos con un gran espacio de paredes blancas y suelo de madera (yo juraría, por cierto, que el mismo suelo que luego se utiliza para la producción de Il Trovatore, por aquello de ahorrar, que parece que hasta en Salzburgo ha llegado la hora de renunciar a atar los perros con longanizas). Un marco nihilista para un Fidelio que rehuye todo realismo en pos de un relato interior cargado de pesimismo y en el que no cabe un final feliz para Florestan, que termina la función abatido en el suelo al tiempo que las luces se apagan como en un cortocircuito. La gloriosa intervención del coro en el último número se realiza con los coristas ocultos en los laterales del escenario, como si todo fuese una alucinacion de Florestan, que escucha voces que le confunden y le perturban. El trabajo de Guth recibió abucheos palmarios y en buena medida merecidos, porque su enfoque avanza en una dirección netamente opuesta a la naturaleza de la obra que se trae entre manos.
La dirección musical de Franz Welser-Möst fue el otro gran inconveniente de la noche. Gruesa, voluminosa en exceso y como llevada por el lema de cuanto más fuerte y más rápido, mejor. Tedioso y plano, el suyo fue un Fidelio sin contrastes, sin ligereza, impulsado con más vigor que intensidad y muy superficial. De un vigor hueco, poco ambiciosa y conformista, la suya fue una versión musical construida sobre las potentes cuerdas de la Filarmónica de Viena, descuidando por completo el dibujo de maderas y metales. Estos últimos, por cierto, sonaron desusadamente agrios y destemplados. Welser-Möst llegó incluso a tapar en no pocas ocaciones a los solistas, concertando de manera brusca y banal. Apenas una brillante aunque efectista interpretación de la obertura Leonora III tras el dúo entre Fidelio y Leonora consiguió matizar un tanto el amargo sabor de boca que nos dejó su batuta en esta ocasión.
Así las cosas, el naufragio de la producción es tal que la incuestionable actuación de Jonas Kaufmann como Florestan queda por desgracia en un segundo plano. Aunque ya le habíamos escuchado interpretar este papel anteriormente, lo cierto es que no deja de impactar su personalísimo y logrado ataque del “Gott! Welch' Dunkel hier”, cogiendo la nota en un sonido casi inaudible que va creciendo hasta el fortissimo, y lo mismo su facilidad para resolver los implacables si bemol en el “zur Freiheit ins himmlische Reich”. Es curioso, por cierto, que el Festival de Salzburgo haya vendido esta producción en torno a la fama del tenor alemán, cuando en realidad sólo canta en la segunda parte de la ópera y la verdadera protagonista no es otra que Fidelio, o sea Leonora, en este caso la soprano Adrianne Pieczonka. De ésta poco cabe decir después de su actuación con este mismo rol en el Teatro Real. Si bien es una intérprete ideal para la parte, la encontramos demasiado contenida e inexpresiva, falta de verdadera brillantez y entusiasmo. Un discreto aunque solvente equipo de secundarios (Hans-Peter Kónig, Tomasz Konieczny, Olga Bezsmertna, Norbert Ernst y Sebastian Holecek) ahondó el tono gris de la representación, ciertamente decepcionante de principio a fin.
El Festival de Salzburgo confirma con este Fidelio, supuestamente su gran producción de este año, a la postre convertida en naufragio, que atraviesa una indudable crisis tras el paso de Alexander Pereira por su dirección artística. Ojalá la llegada de Markus Hinterhäuser a dicho cargo en 2016 ponga un nuevo rumbo al festival, que parece hoy desnortado y falto de personalidad.
Fotos: Monika Rittershaus
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