Por Alejandro Martínez
Milán. 23/07/2015. Teatro alla Scala. Donizetti: escenas de Maria Stuarda, Anna Bolena y Roberto Devereux. Edita Gruberova (soprano) y otros solistas. Coro y Orquesta del Teatro alla Scala. Dirección musical: Marco Armiliato.
Con casi setenta años de edad y con casi cinco décadas de trayectoria a sus espaldas, la soprano eslovaca Edita Gruberova regresaba a la Scala de Milán para un concierto único con las tres escenas finales de las reinas de Donizetti. Hablamos de un teatro en el que no había interpretado ópera desde abril de 1998, para unas funciones de Linda de Chamounix. Entre entonces y ahora Gruberova tan sólo había regresado a Milán en tres ocasiones (1999, 2008 y 2012) para sendos recitales de lied. La expectativa era grande, sin duda, tanto por comprobar qué le queda ya a la soprano de los resortes que la han convertido en leyenda como por constatar la reacción del siempre difícil, incómodo e incomprensible público de la Scala, cuyos loggionisti parecen empeñados en abuchear a diestro y siniestro. Sólo cabe quitarse el sombrero ante quien, sin la necesidad de demostrar ya nada, decide encerrarse en semejante plaza para torear a tres Miuras de la talla de Maria Stuarda, Anna Bolena y la Elisabetta de Roberto Devereux. Nunca hemos sido fieles seguidores del hacer de Gruberova, pero al César lo que es del César: lo cierto es que, con la lógica decadencia que acumula su instrumento, aún fascinan y sorprenden algunos sonidos; sería injusto negarlo.
Como ya dijésemos al hilo de su Lucrezia Borgia del año pasado en Múnich, esta reina impura que es Gruberova sostiene todavía hoy una increíble firmeza en los trinos, un descollante control de la respiración para acometer no una sino numerosas messa di voce, crescendi, reguladores varios y no pocos sonidos de los que ponen la piel de gallina, amén de una acentuación de mayúscula teatralidad. Pero todo ello se ve aderezado de tanto en tanto con respiraciones fuera de lugar, notas de afinación dudosa, muecas sin fin e histrionismos varios, hasta un punto en el que lo grotesco y amanerado de su canto, entre la caricatura y la extravagancia, casi ponen en duda la genialidad de su fenómeno vocal propiamente dicho. Y es que si bien nadie puede poner en duda su increíble trayectoria de juventud con las partituras de Strauss y Mozart, no es menos cierto que su reinvención como reina del belcanto en las últimas dos décadas ha estado marcada por una heterodoxia constante. Por otro lado, de alguna manera ha perdido Gruberova la hipotética batalla por la longevidad que tácitamente sostiene con Mariella Devia, quien a día de hoy se muestra mucho más resuelta, pulcra y ortodoxa. No en vano, Devia mismo hizo lo propio con estas tres reinas de Donizetti ya en 2011, en un memorable concierto en Florencia. Sea como fuere, del presente concierto en la Scala, nos quedamos con la valentía y el oficio de la soprano, que dejaron sonidos y acentos memorables sobre todo en “Al doce guidami” de Anna Bolena y en toda la escena final de Roberto Devereux. El trabajo de Armiliato a la batuta dejo bastante que desear en los fragmentos orquestales, gruesos y casi burdos, si bien supo entender a Gruberova a la perfección, respirando con ella a placer. Muy solvente el desempeño de los jovenes cantantes de la Academia de la Scala que cubrían los papeles secundarios de cada escena, destacando por su timbre y por su entrega el tenor Sehon Moon.
Al cabo de la función, quince minutos de aplausos, platea en pie, y tan sólo un lejano y ridículo abucheo llegando desde las alturas del loggione. A nuestro entender, una reacción algo exagerada, no exenta de cierto tono circense, pero emotiva, qué duda cabe, sobre todo entendida como testimonio de agradecimiento a una cantante mítica en su hacer. Un triunfo pues exagerado para nuestro gusto, pero amalgamado con la emotiva sensación de tratarse de una despedida afectuosa en la Scala para una trabajadora infatigable, en quien sin duda el oficio supera al divismo por mucho que sus groupies se afanen en apuntalar su imagen aureolada. El aforo de la sala, por cierto, no estaba ni mucho menos repleto y eso que el teatro había regalado numerosas localidades a personal de coro y orquesta, así como a los jóvenes alumnos de la Academia de la Scala.
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