Por Alejandro Martínez
04/02/2015 Milán: Teatro alla Scala. Zimmermann: Die Soldaten. Laura Aikin, Alfred Muff, Okka von der Damerau, Daniel Brenna, Thomas E. Bauer, Gabriela Beňačková y otros. Ingo Metzmacher, dir. musical. Alvis Hermanis, dir. de escena.
Del mismo modo que en el Teatro Real vimos algunas propuestas que sólo se explican por el afán y la singular personalidad de Gerard Mortier, como Die Eroberung von Mexico de Rhim, sólo la presencia de Alexander Pereira en Milán explica la presencia de Die Soldaten en un cartel de la Scala, donde por cierto se estrenaba esta partitura con esta tanda de representaciones. Cabe recordar además que esta reposición en Milán se enmarca dentro de la polémica suscitada por el paquete de producciones procedentes de Salzburgo que Pereira de algún modo se alquiló a sí mismo al llegar como intendente a la Scala, haciendo caja aquí y allá, si lo vemos con malos ojos, o intentando cuadrar presupuestos ajustados de aquí y de allá, haciendo de la necesidad virtud, si lo miramos con voluntarismo. Por otro lado, no es en modo alguno irrelevante considerar la reacción del público en esta ocasión, más bien tibio, nada entusiasta y un tanto escéptico, con abundantes huecos en la sala, aún más apreciables si cabe tras el descanso. Lo cierto, incluso a su pesar, es que poco a poco Die Soldaten de Zimmermann se va ganando el reconocimiento que merece, formando parte con relativa frecuencia de la programación de no pocos teatros, contando ya en su haber con hasta tres producciones recientes: la de Hermanis para Salzburgo que nos ocupa, la de Kriegenburg para Múnich y la de Bieito para Zúrich y Berlín (Kömische Oper). Joan Matabosch mismo ha manifestado ya su intención de ponerla en escena en el Teatro Real en los próximos años bajo la batuta de Pablo Heras-Casado.
Confesamos, por cierto, que de haber conocido la obra a través de esta producción y no a través de la vista en Múnich con Petrenko y Kriegenburg, nuestra apreciación por la partitura como tal y su fuerza escénica habría sido distinta y no tan entusiasta. No estamos en modo alguno ante un trabajo indigno o mediocre, ni por parte de Hermanis ni por parte de Metzmacher, pero ciertamente el afortunado binomio de Múnich ha situado el listón tan alto que la comparación es tan inevitable como seguramente injusta. Por eso quizá el mayor problema del trabajo de Hermanis no esté en su mano y tenga que ver de hecho con la circunstancia de que otros trabajos han mostrado que con esta misma obra se puede llegar más lejos
Esta producción de Alvis Hermannis, originalmente estrenada en la Grossesfestspielhaus de Salzburgo, pierde buena parte si no todo su interés al trasladarse al espacio escénico de la Scala, donde la referencia a la Felschenreitschule que preside la escenografía deja de tener sentido. Asimismo, la producción transmuta su eje escenográfico, originalmente pensada como un extenso fresco en horizontal ocupando la gran escena de Salzburgo, para satisfacer ese requerimiento de escenas simultáneas en distintos espacios y tiempos. Al contrario, el trabajo se muestra aquí en vertical, organizada la escenografía en dos alturas, perdiendo con ello casi toda su fuerza visual, al quedar asimismo la percusión dispuesta, y oculta, a lo largo de los palcos de proscenio, en lugar ser visible en continuidad con la escena, como sí sucedía en Salzburgo. El resultado es una producción a todas luces venida a menos desde su estreno en Salzburgo, con una escenografía un tanto desaprovechada, que ha perdido su espectacularidad y con una representación que no epata ni sobrecoge, por mucho que tenga momentos puntales de fuerza. El trabajo de Hermanis es así de algún modo menos potente que la propia obra, quedando como un enfoque un tanto conformista y taimado, anclado en una literalidad que no termina de levantar el vuelo y deja en el espectador una cierta sensación de frialdad, cuando en la naturaleza de la obra está más bien el espíritu de conducir al espectador hacia territorios extremos, hacia experiencias y sensaciones lindantes esa difusa línea roja en la que se enmarca lo que somos capaces de soportar en un teatro.
Laura Aikin no es desde luego un animal escénico parangonable a Barbara Hannigan, pero tiene acaso un material más idóneo y resuelto para esta parte, que canta de modo apreciable aunque sin impacto. Alfred Muff ha sido siempre un cantante tosco y rudimentario, aunque su hacer cuadra mejor de lo esperado a la parte de Wesener. El Stolzius de Thomas E. Bauer no pasó de discreto, mientras que Daniel Brenna volvía a encarnar la parte de Desportes, como ya hiciera en las recientes funciones de Múnich. Conoce la imposible parte al dedillo, hasta el punto de sacarla adelante casi sin esfuerzo. Encontramos francamente gritona y vocalmente ajada Condesa de la ya muy veterana Gabriela Beňačková, una vieja gloria que nos tememos que ya no está para muchos trotes. Por último, Okka von der Damerau volvió a bordar su cometido como Charlotte.
La batuta de Ingo Metzmacher se acerca a la partitura de Zimmermann desde una cierta distancia, como más preocupado por sostener en pie esa compleja arquitectura que con la genuina pretensión de dejar su impronta sobre ella con un enfoque personal y decidido. A decir verdad, la partitura es tan exigente que conseguir sostenerla en pie sin titubeos ya es un logro meritorio en sí mismo, más si cabe para una orquesta, la de la Scala, muy capaz pero por lo general ajena a estos repertorios y con un color y una personalidad tímbrica no demasiado afines a esta música. El resultado es en todo caso meritorio y loable, y cabe celebrar el impactante trabajo de Metzmacher con toda la percusión dispuesta en torno al amplio espacio de la Scala, pero a nuestro parecer peca la suya de ser una dirección más expositiva que incisiva, a menudo falta de tensión.
Fotos: Teatro alla Scala
Compartir
Sólo los usuarios registrados pueden insertar comentarios. Identifíquese.