Por Alejandro Martínez
30/01/2015 Berlín: Staatsoper. Weber: Der Freischütz. Burkhard Fritz, Dorothea Röschmann, Anna Prohaska, Falk Struckmann, Victor von Halem, Roman Trekel y otros. Sebastian Weigle, dir. musical. Michael Thalheimer, dir. de escena.
Partamos de una constatación: no es fácil escenificar Der Freischütz de Weber. El lenguaje onírico y fabulador de su música, tan innovadora, y la naturaleza ciertamente fantasiosa de su libreto hacen incluso que un enfoque literal, meramente narrativo, sea ya un reto en sí mismo y una opción que no garantiza ninguna solvencia. La opción escogida en estas representaciones de Berlín dota a la obra de una mayor agilidad e intensidad, puesto que se reduce su duración a poco más de dos horas, sin intermedios, interpretándose sus tres actos sin solución de continuidad y con los diálogos originales reducidos a su mínima expresión. Quizá sea un planteamiento poco filológico, si ustedes quieren, pero es coherente y pone en valor una obra, lo queramos o no, que no goza de la popularidad que merece. Hablamos de Der Freischütz, por cierto una obra ya por costumbre traducida bajo la inexacta y equívoca fórmula de “El cazador furtivo”, cundo en realidad su título responde más bien a la idea de “el que dispara las balas encantadas” algo así como “el tirador libre” o el “francotirador mágico”, forzando mucho las costuras, en referencia a las Freikugeln o “balas encantadas o embrujadas” que articulan la resolución de la trama. Y es que o hay aquí nada de caza furtiva en el sentido netamente actual del término. Estamos, en cualquier caso, ante la obra que probablemente represente, junto con el Fidelio de Beethoven, la culminación del Singspiel como un género con personalidad propia.
La nueva producción firmada por Michael Thalheimer parte de una escenografía única, a cargo de Olaf Altmann, con la forma de una gruta por la que penetra una luz de variable intensidad y de tonalidad cambiante. Acierta a la hora de recrear el ambiente tenebroso, con esa mezcla de niebla espesa y oscuridad, muy en línea por cierto con el carácter por lo general descriptivo y efectista de la música de Weber aquí. En todo caso, Thalheimer no es un hombre demasiado bregado con la ópera sino más bien en el teatro, como su lenguaje deja traslucir constantemente. Este Freischütz era de hecho su tercer acercamiento a un título operístico, tras haber escenificado El rapto en el serrallo y La forza del destino. Lo cierto es que a pesar de puntuales aciertos, y reconociendo la fuerza general del discurso, éste termina sin embargo por no conducir a ninguna parte una vez concluida la representación, como si redoblase la confusión en lugar de encauzar el lenguaje fabuloso del libreto bajo algún código claro. Quizá su trabajo con el personaje de Samiel, tan fundamental para el desarrollo de la trama, sea lo que mejor ejemplifica esta especie de quiero y no puedo. Samiel es aquí un figurante, como está prescrito, caracterizado y dirigido de forma inquietante, que interviene esporádicamente en los recitativos y que se pronuncia de tanto en tanto durante la representación con gritos, gruñidos y sonidos varios, a modo de espíritu maligno que mueve todo cuanto sucede en escena. Es un recurso efectista, coherente con la producción y con la obra, pero no termina de resolver y definir su contribución a la representación. Por otro lado, es sobre la caracterización de los dos personajes femeninos y el coro en quienes recae la parte más estimulante e imaginativa de la producción, con vestuario de Katrin Lea Tag. A la producción, en suma, no faltándole atractivo sí le falta coherencia, consistencia, claridad y definición. Pareciera que el carácter tan poco traducible del título mismo impregnase de algún modo la posibilidad como tal de traducir la obra propiamente dicha.
Sebastian Weigle, quien ya dirigiera la obra en 2011 en el Liceo con la producción de Peter Konwitschny, supo plantear una versión musical de muchos quilates, partiendo de una orquesta, la Staatskapelle, que aporta un sonido con el color y la textura idóneos para este repertorio. Su dirección fue un trabajo matizadísimo, de gran lirismo pero también con hondura a la hora de subrayar los pasajes más tremebundos y sombríos de la partitura. Cabe destacar sobre todo el gran juego de intensidades que supo subrayar en la cuerda, tan genialmente requerida aquí por la partitura de Weber. Weigle comprendió asimismo, en todo momento, el lenguaje pre-wagneriano de este Singspiel, que de algún modo nos permite conectar cuanto se condensa La flauta mágica y Fidelio con la concepción wagneriana del drama operístico, sea en Lohengrin, sea en Tannhäuser, sea en Parsifal. El cometido del coro es aquí ciertamente importante, con ese aire engañosamente popular y cantable de sus melodías, rozando a veces casi con un costumbrismo folclórico. Como decimos, engañosa apariencia, pues no es una parte fácil de resolver en absoluto, por más que el coro titular de la Staatsoper consiguiera enmascarar el reto con su probada solvencia.
En el apartado vocal, nos sorprendió para bien el trabajo de Burkhard Fritz, un tenor al que nunca hemos tenido en singular estima, pero dotado ciertamente, a pesar del tinte oscuro del timbre, de los medios ideales para esta parte, escrita para un Jugendlicher-Heldentenor y que de algún modo es un eslabón entre Tamino y la escritura vocal de tantos papeles wagnerianos, de Rienzi a Parsifal pasando por Lohengrin o Tannhäuser. No en vano Fritz fue el protagonista de las últimas reposiciones en Bayreuth del Parsifal de Herheim. Si bien el material tiene densidad en el centro y presencia en el grave, no es menos cierto que aprieta y tensa el sonido conforme asciende hacia un agudo desigual y no siempre desahogado. En todo caso, frasea con intensidad y resulta más o menos plausible en escena. Fue así un Max generalmente intachable, aunque no arrebatador. La sombra de Peter Seiffert, por cierto, es también alargada en el caso de este papel, una parte, como la de Oberon, que Jonas Kaufmann no debiera pasar por alto para su agenda.
Dorothea Röschmann es una cantante en la que sea aúnan la bella sencillez del instrumento y la franqueza de su entonación. El resultado, encarnando la parte de Agathe, es una composición de gran naturalidad e indudable musicalidad. Su recreación del “Leise, leise, fromme Weise”, de un canto luminoso y cristalino, primoroso en su arrebato, nos recordó por cierto al de la gran soprano zaragozana Pilar Lorengar, cantante estable en la Deutsche Oper de Berlín durante tantos años. Lo mismo cabe decir de su segunda aria, el “Und ob die Wolke sie verhülle”, bellamente acompañada por un solo de violonchelo. A su recreación del papel apenas cabe reprocharle un tercio agudo un tanto tirante y esforzado.
Anna Prohaska, cantante habitual en Berlín (nos referíamos no hace mucho a su Pamina en esta misma Staatsoper) es una suerte de Röschmann en potencia, sin un material tan rico como el de aquella, ciertamente, pero capaz de un canto que subyuga por su belleza y musicalidad. Es además una actriz implicada y esmerada, muy desenvuelta y comprometida con la dirección de escena. Su Ännchen fue intachable de principio a fin. Como intachable encontramos también a Falk Struckmann en la parte Kaspar, muy teatral y convincente, sacando adelante el papel con la fuerza y vigor requeridos. Del resto del reparto cabe mencionar, en la parte de Kund, la todavía aún hoy espectacular voz de ultratumba del veteranísimo Victor von Halem, nacido en 1940 y quien fuera, entre otras cosas, un Titurel de referencia en ese Parsifal que Karajan grabase en estudio allá por 1980.
Fotos: © KATRIN RIBBE
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