El Mahler de Riccardo Chailly ha evolucionado desde su paso como titular de la Concertgebouw de Amsterdam hasta el atril de la Gewandhausorchester Leipzig en una búsqueda personal de un sonido que le sea propio. Ciertamente, lo ha conseguido. El director italiano se erigió el pasado miércoles como efectista amanuense frente a la Titán mahleriana. Amanuense en cuanto a una intención de transcripción límpida, nítidísima, ligerísima y todos los -ísimos que se quieran en pro de una lectura brillante en el sonido y clara en la exposición. Efectista en cuanto a que, entre lo uno y lo otro, Chailly obvió lo otro. No es que se olvidara de ello, no es que no fuese capaz de ir más allá, es que a Chailly simplemente no le interesó adentrarse en luchas internas mahlerianas, en sus diatribas moralistas como desde un principio lo hicieran las grandes batutas que sí consiguieron aunar lo uno y lo otro. Así pues, Chailly no es Klemperer, no es Walter, no es... Bueno, ¿quién parece acordarse hoy en día de esa gente? Tampoco pretende serlo y con ello logra una construcción ya digo, presurosa en tiempos y formas, con una cuerda realmente espectacular y unas maderas, en cierto sentido sobre-expuestas, magníficas. En esta búsqueda del hedonismo, mientras que se regaló un comienzo soberbio en el plano sonoro, (hubiera sido colosal si no llega a ser por una mala labor de las trompas) se desdibujó la narración del Langsam inicial. Mucho en Mahler lo hacen los contrastes, los cambios de dinámicas en particular y la progresión global que se le quiera aplicar a determinado movimiento o a la sinfonía en general. Chailly dilata de tal manera la progresión inicial, la diluye de tal manera, que el sentido mahleriano acaba por perderse un tanto entre tanta orgía de luces. Todo brilla tanto que no hay cabida para la égloga. Todo está hilvanado en pro de la ligereza que las maderas terminan pues por sobre-exponerse, de nuevo en la búsqueda del sonido, sin parecer pequeños detalles de la naturaleza sino más bien llamadas enclavadas en un efectismo que resulta necesario para crear contrastes que, ahora, no son los de Mahler.
Del mismo modo en que este sentido pseudobeethoviano de abordar el primer movimiento no ayuda, tampoco lo hace una visión a lo Shostakovich del tercer movimiento. Mahler es Mahler y así debe ser interpretado, porque si no, también ocurrió aquí, toda la carga que encierra el espeluznante y sarcástico Frère Jacques, ese desasosegante canon, pierde su eficacia. El balance aquí ha de ser minucioso, pero Chailly seguía más preocupado por la clarividencia.
Que este ha sido un Mahler brillante, desde luego; que Mahler es más que eso, también.