Por Alejandro Martínez
Berlín. 31/03/2015 Staatsoper. Festtage. Wagner: Parsifal. Andreas Schager (Parsifal), Michaela Schuster (Kundry), René Pape (Gurnemanz), Wolfgang Koch (Amfortas), Tomas Tómasson (Klingsor), Matthias Hölle (Titurel) y otros. Dirección musical: Daniel Barenboim. Dirección de escena: Dmitri Tcherniakov.
Últimamente Dmitri Tcherniakov nos deja un regusto agridulce. Ante algunos trabajos suyos anteriores, como La Traviata para la Scala o Don Giovanni y Macbeth, por citar dos casos que vimos en el Teatro Real de Madrid, cabía posicionarse más a favor o bien en una abierta discrepancia, pero había por su parte una propuesta clara, firme e incluso arriesgada, valiente. Tal cosa no sucedía por ninguna parte con su Príncipe Igor visto en el Met de Nueva York, ni tampoco con su aclamada Leyenda de la ciudad invisible de Kitezh, de una literalidad muy convencional. Lo mismo, con leves matices, ha vuelto a suceder con esta esperada nueva producción de Parsifal en la Staatsoper de Berlín, bajo al batuta de Daniel Barenboim. Y es que Tcherniakov, aunque con una realización impecable por cuanto hace a escenografía, vestuario, iluminación y director de actores, presenta un trabajo generalmente ayuno de dramaturgia. Dicho de otra manera: al margen de un par de insinuaciones, no nos cuenta nada que no supiéramos ya. Para este viaje no hacían falta alforjas.
En los últimos instantes de la representación, Tcherniakov decide que Kundry se funda en un largo beso con Amfortas, recuperado ya éste al recibir la lanza de manos de Parsifal. Y acto seguido Kundry cae abatida por Gurnemanz, se diría que rechazando el nuevo rumbo que toman los acontecimientos y abundando Tcherniakov con ello en una idea ya expuesta parcialmente en los actos anteriores, en torno a la noción de la venganza como contraposición necesaria al ideal de la redención. Básicamente Tcherniakov nos da a entender que el protagonista no busca con todo esto redimir a Amfortas, ni al alegórico cisne, sino expirar la culpa por la muerte de su madre, de la que se sabe y se siente responsable, albergando a pesar de todo un ansia de venganza que nada puede redimir ni contener. Estamos pues ante una lectura ciertamente ajena al mito y a su magia y en cierto modo contraria al espíritu original de la obra, a pesar de esa apariencia tan convencional. Sin embargo, todo el final está resuelto con demasiada celeridad y alboroto, rematado además por la presencia del coro extasiado, como bajo los efectos de una droga, desaliñados y barbudos, como náufragos, un poco al estilo del coro de los marinos que acompañan al holandés errante en el último acto de esa ópera. Tcherniakov dispara a demasiadas dianas y no termina de acertar en ninguna, aunque haya intuiciones interesantes e intenciones contrastadas.
Entre sus aciertos cabe mencionar la caracterización de Amfortas, que comparece caracterizado no tanto como un moribundo sino como un ser decrépito que recela del ritual que una y otra vez acude a la herida de su costado en busca de la sangre que, mezclada con agua, todos toman en la ceremonia. Asimismo, aunque no sea un hallazgo, acierta Tcherniakov con la caracterización de Klingsor como una suerte de hombre maduro y rijoso, rodeado por un inquietante harén de colegialas de falda estampada y calcetines blancos, conformando una estampa un tanto kitsch y desgradable. Kundry es una más de esas niñas y adolescentes, la más mayor y seguramente la que más tiempo a subsistido junto a él. Tcherniakov introduce una pantomima durante el intento de seducción de Parsifal por parte de Kundry, en el que un figurante que hace las veces del protagonista busca una primera experiencia sexual con una joven, siendo descubierto por su madre, a la que Parsifal termina golpeando. La escenografía para los actos primero y tercero es una atinada reminiscencia, casi una reconstrucción, del original templo del grial en el que se escenificó la obra por vez primera en 1882. Vemos en el segundo acto es misma escenografía, en un blanco inquietante sobre el que aún resaltan más si cabe los vestidos estampados de las colegialas que rodean a Klingsor. Así las cosas, a Tcherniakov le falta concisión y un punto más de elaboración de su propuesta, que parece rematada con celeridad y cierta indecisión.
El anterior Parsifal que le escuché a Daniel Barenboim tuvo lugar allá por 2009, todavía en la sede de Unter den Linden, en la producción de Bernd Eichinger que ahora se reemplaza y con un reparto encabezado nada menos que por Waltraud Meier y Plácido Domingo, en una de las últimas ocasiones en que interpretó en escena el papel. En esta ocasión, tras un primer acto sublime, de una carga emocional sobresaliente y muy medida, Barenboim pasó más de puntillas sobre el segundo, con momentos más contemplativos donde la tensión decae, volviendo finalmente a una senda de gran intensidad y trascendencia ya en el tercer acto. No hablaría de un Parsifal sublime ni memorable, pero sí desde luego de una versión de consumado oficio, con destellos de genialidad, aunque también con una dosis de talentosa rutina. Sobresaliente, eso sí, la rendición de la Staatskapelle (¡qué cuerdas!) y fantástico el trabajo del coro titular, como era de esperar. Por iniciativa de Barenboim, por cierto, el presente Festtage está dedicado a la figura ade Pierre Boulez, en su 90 cumpleaños, y del que se interpretan varias obras en los diversos conciertos previstos durante el festival. No en vano pues es Parsifal la obra que centra esta edición del Festtage. Y es que Boulez dirigió esta obra en Bayreuth en varias ocasiones, siempre con controvertido impacto en público y crítica.
Andreas Schager era el encargado aquí de la parte titular, que se anuncia que cantará también en Bayreuth en 2017/2018. Y acabamos escuchado a Schager en alguna ocasión anteriormente, como el Rienzi en versión en concierto del Teatro Real o el Apolo del a Daphne de Toulouse. Nuestra impresión se mantiene, por lo general, inmutable: instrumento privilegiado, sonoro aunque tosco, en manos de un intérprete envarado, de canto muy muscular y generalmente tenso, más preocupado por el volumen que por el matiz y el texto. Así las cosas, apenas cabe rescatar como valiosas algunas inflexiones más logradas, en un remedo de media voz, a lo largo del tercer acto. Como actor tampoco sale apenas de una perpetua sobreactuación, quizá sugerida o demandada en buena parte por Tcherniakov, pero que el solista maneja sin medida.
En reemplazo de la prevista Angela Kampe actuaba aquí como Kundry la mezzosoprano Michaela Schuster. Es una solista honesta pero limitada, con un tercio agudo agrio y tirante, muy destemplado, lo que que fue especialmente evidente en el segundo acto, constantemente peleada con la tesitura de la parte de Kundry. Así las cosas, Schuster hizo lo que pudo, que no fue mucho aunque lo estimamos meritorio, porque tuvo que trabajar las indicaciones de Tcherniakov para la puesta en escena en el lapso de apenas 48 horas, y tampoco sería fácil acoplarse a los tiempos de Barenboim de la noche a la mañana.
Como era de esperar René Pape fue un Gurnemanz pluscuamperfecto, ideal a todas luces. Seguro, firme, con un material en plena forma y con una atención al texto teatralísima, deslumbrante pues de principio a fin. Wolfgang Koch es un cantante como la copa de un pino, si me permiten tan popular expresión. Su Amfortas tuvo un empaque y una intensidad fuera de serie. La parte de Klingsor recaía aquí en el Tómas Tómasson, vocalmente muy solvente, de acento más bien burlón y libidinoso, muy ajustado a la caracterización de Tcherniakov.
Fotos: Ruth Walz
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