El músico holandés pone un broche de bronce a esta primera temporada del ciclo que lleva la integral de la música para órgano del Kantor a la catedral leonesa y el Auditorio Nacional, en un recital en el que se mostró errático, desubicado y se diría que hasta apático.
Por Mario Guada
28-V-2015 | 20:30. León, S.I. Catedral de Santa María. Bach en la Catedral. Entrada gratuita. Obras de Johann Sebastian Bach. Ton Koopman.
Hay personalidades en el mundo de la música que son capaces de alterar el conocimiento que se tiene de un compositor y que marcan una época por lo referencial de sus interpretaciones. Sin duda, el clavecinista, organista y director holandés Ton Koopman es una de ellas. Sus versiones de la música del genio de Eisenach han sido para muchos el mejor testigo de la huella de Johann Sebastian Bach [1685-1750] en pleno siglo XX y XXI. Por sus manos han pasado prácticamente la totalidad de las obras del Kantor, puesto que Koopman ha interpretado tanto su música para teclado, como dirigido la integral de sus cantatas –sacra y profanas– y sus grandes obras vocales y orquestales. Es por eso que se esperaba con muchas ganas este concierto de clausura del ciclo Bach en la Catedral, que el Centro Nacional de Difusión Musical ha tenido a bien programar en la catedral leonesa –conmemorando la inauguración en 2013 del nuevo órgano del templo– y también en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, bajo el nombre de Bach vermut. Hay que celebrar, sin duda, tal acontecimiento, puesto que tener la oportunidad de escuchar en España la integral del corpus organístico de Bach de la mano de algunos de los mejores organistas del mundo entre la presente temporada, que ahora concluye, y la que vendrá a partir de septiembre, es todo un hito.
Poniendo el broche final, esperado de oro por la sola presencia del artista holandés, la larga fila que recorría la fachada del templo leonés se extendía durante decenas de metros. Lamentablemente, de nuevo la gratuidad de estas actividades supone un reclamo desproporcionado desde cualquier punto de vista. Así, qué duda cabe que muchos de los presentes acudirían conocedores del ciclo, de la música para órgano de Bach y de la figura de Koopman, pero temo que lamentablemente la gran parte del público lo hace como quien va a pasar un rato al centro comercial o como quien pasea por la calle en una agradable tarde primaveral. Las consecuencias son claras: una especie de espectáculo circense que no favorece, en nada, al desarrollo de las interpretaciones ni al disfrute acústico del público respetuoso e interesado. Dicho lo cual, y deseando –una vez más– que se ponga remedio a este bochornoso acto de pseudopopulismo cultural, vamos a los que nos atañe, que no es otra cosa que el recital que llevó a cabo el organista holandés, y que al menos al que firma le dejó una clara sensación de decepción.
El programa presentado era un reclamo maravilloso: una combinación perfecta de obras de claro contenido virtuosístico, repletas de complejidad técnica y un gran despliegue de recursos idiomáticos de primer orden; con obras de gran hondura expresiva, que parecen buscar más la emoción directa a través de una aparente sencillez y una búsqueda de la belleza sonora. Entre las primeras se encuentra la Fantasia BWV 572, pieza en Sol mayor conocida como Pièce d’orgue. Se trata sin duda de unas de las obras más curiosas e interesantes de Bach en cuanto a su escritura. Compuesta en torno a 1712, tanto el título de la misma como las indicaciones de carácter se encuentran en francés, sin duda una referencia clara a la relación estrecha de la pieza con el lenguaje organístico del país galo. En la sección central de la obra se encuentra la principal referencia al modelo que pudo inspirar a Bach: el Premier Livre d’Orgue [1689], una colección de Jacques Boyvin que parece fue copiada por el alumno de Bach Johann Caspar Vogler hacia 1710-1715. La afinidad entre ambas piezas difícilmente puede pasarse por alto: compás alla breve, notación blanca, prolongada textura en cinco partes y una rica armonía contrapuntística, con un recurrente uso recurso de acordes de 7.ª y 9.ª y manejo del movimiento contrario. Del mismo modo, la obra se construye, en su sección central alla breve, en torno al hexacordo de Sol, con una escala ascendente al Mi en el bajo, lo que además de su conexión francesa muestra una evidente herencia de las fantasías sobre el hexacordo de los siglos XVI y XVII en Alemania e Inglaterra.
También en el primer grupo de piezas virtuosísticas encontramos su Preludium und Fuge BWV 549 en Do mayor, la Fuge BWV 578 en Sol menor y especialmente su Passacaglia BWV 582, una monumental obra construida en Do menor que procede de su época de Ohrdruf y que probablemente se compuso entre 1700 y 1705. Estamos sin duda ante una clara muestra de la genialidad bachiana, que supera con creces, en el género de la variación, a todo lo que Bach pudo haber escuchado en sus años de juventud. El ostinato del bajo se compone de ocho compases, en lugar de los habituales cuatro, y la obra consta de veinte variaciones, en lugar de los habituales cinco o seis. Además, la línea de bajo se divide y es tratada, tras el comienzo, como dos temas separados que, acompañado de un tercer tema, forman el material para una fuga ingeniosa y fascinante. Hay muchas incógnitas en torno a su creación. La copia más antigua de la Passacaglia data de entre 1706 y 1713, realizada por el hermano mayor de Bach, Johann Christoph. En 1705, Bach realizó una visita prolongada a Buxtehude, quien sin duda tuvo la mayor influencia en su concepto de la variación, por lo que sería lógico concluir que Bach compuso la Passacaglia poco después de regresar de su viaje. Sin embargo, ciertos errores de copia notables sugieren que el manuscrito original de Bach fue escrito en tablatura de órgano, una notación simplificada comúnmente utiliza en el norte de Alemania por la generación de organistas que precedieron a Bach y que fue también el método de notación que había usado para copiar música mientras estudiaba con Johann Christoph, con el que vivió entre 1695 y 1700.
El otro gran grupo de obras, esas repletas de bellas y sencillas melodías, son las compuestas en el género del choral, sin duda el más expresivo y hermoso de cuantos Bach tratase. Varios de los aquí interpretados provienen de su colección Leipziger-Choräle, una serie de 18 arreglos que Bach reunió y completó en los diez últimos años de su vida, planificando presumiblemente una publicación de los mismos, que recogía una selección de composiciones anteriores, cuando trabajaba como organista en Weimar, Arnstadt y Mühlhausen. Aquí se interpretaron algunos de ellos: An Wasserflüssen Babylon BWV 653, Schmücke dich, o liebe Seele y Nun komm, der Heiden Heiland BWV 659.
El primero de ellos describe la desesperada situación de los hijos de Israel en el exilio. Muchos compositores del siglo XVII compusieron sobre el mismo, destacando el monumental arreglo compuesto por Adam Reincken, una inmensa fantasia choral basada de casi veinte minutos de duración, obra que por su parte Bach conocía bien, pues había copiado y estudiado con quince años. Sin embargo, su arreglo opta por una visión más compacta, breve y sombría, que en su estancia en Weimar revisó en dos ocasiones. [BWV 563a y 563b]. Su última versión fue claramente la favorita de Bach, añadiendo más ornamentación en la melodía y acentuando aún más el ritmo interminable en una lenta sarabande, enfatizando así la desesperación pueblo israelí que clama el texto.
Sin duda uno de los más bellos arreglos sobre un choral escrito por Bach es su trilogía sobre Num komm, der Heiden Heiland BWV 659-661. El primer de ellos [BWV 659] data de 1711-1713. Este choral está lleno de expectación mística, que aunque parece tomar prestada de la forma tratada por Buxtehude, en su escritura este BWV 659 no estaría muy alejado del movimiento central de un concierto en el estilo italiano, con todos sus elementos presentes: un bajo caminante, un dúo de voces intermedias y una voz superior que conduce la melodía. En la disposición de la melodía en la voz superior Bach va mucho más lejos que sus predecesores, pues cada frase surge del choral con una maravillosa coloratura. Al final de la tercera línea del verso el asombro del mundo se ve reforzado por una pausa armónica y una desaceleración abrupta de los graves –como si todo el universo contuviese la respiración–, un recurso a menudo utilizado por Bach al escribir sobre el nacimiento de Jesús.
Otro de los más bellos chorale compuestos por Bach es el Wachet auf, ruft uns die Stimme BWV 645, que forma parte de los Sechs Chorale von verschiedener Art o Schüblerschen Choräle, una colección de seis chorale editados en 1748 y que tienen su correspondencia en algunas de las cantatas compuestas en Leipzig, este concretamente en la homónima BWV 140. Una de las más bellas melodías concebidas por Bach se eleva sostenida un teclado y el pedal, mientras que la voz superior trasciende en ciertos momentos con el otro teclado.
Con estos mimbres se planteaba un concierto de lujo. Nada podía fallar a priori: música hermosa, un marco magnífico y un intérprete de primer nivel. Pues bien, falló el holandés. Y es que extrañamente Koopman se mostró muy errático, incómodo con el órgano –me consta que no le gusta este nuevo instrumento de la catedral leonesa–, y especialmente perdido con la registración, tardando en exceso entre obra y obra –e incluso entre pasajes– y confundiéndose en la elección de los registros en más de una ocasión, con el consiguiente descalabro sonoro. Si bien se mostró más solvente en las obras que técnicamente exigen más del intérprete –bastante bien en la Passacaglia y en la Pièce d’orgue–, el mayor problema provino, en mi opinión, de los chorale. Hace pocos días escuchaba bromear al clavecinista y director italiano Fabio Bonizzoni con que si ocurriese un cataclismo en el mundo y se perdiesen todas las obras de obras de Bach a excepción de sus chorale –se refería a los vocales, pero entiendo que se puede hacer extensible a los organísticos–, la tragedia sería relativa. Es una exageración, pero entiendo lo que dice. Soy de lo que piensa que es en estos breves movimientos donde está la esencia y la verdadera genialidad del Kantor. En sus chorale está todo, la mayor profundidad, emoción y belleza que pueda concebirse, y precisamente por ello necesitan de unas lecturas hondas y que rebusquen más en el alma de la música que en la mera condición técnica de la interpretación. Koopman estuvo frío, pasó por encima de esa sublime música y se mostró absolutamente plano, carente fluidez, y escogiendo unos tempi excesivamente rápidos que no permitieron disfrutar en absoluto de la música.
Una absoluta lástima, porque un ciclo como este se merecía un cierre digno de la altura de la música, del lugar donde se interpreta y de la figura del propio intérprete, al que el público, no obstante, respondió con una gran ovación, quizá más dirigida a la figura en sí que al resultado del concierto. Un broche que se prometía dorado y quedó en bronce, pero que aun así no desmerece la altísima calidad del ciclo, que en la próxima temporada nos deparará, a buen seguro, grandes alegrías.
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