Por Raúl Chamorro Mena
25-6-2014. Madrid, Teatro Real. “A mi España” Obras de Verdi, Bizet, Mozart, Penella, Granados, Chabrier, Soutullo-Vert, Luna, Moreno Torroba, Sorozábal, Chapí, Obradors y Lara. Plácido Domingo y Ana María Martínez (soprano). Orquesta titular del Teatro Real. Director: Alejo Pérez.
Por encima de gustos, afinidades personales, análisis, debates, adhesiones y discrepancias más o menos críticas, es indiscutible, no solo para los que hemos podido disfrutar de un buen puñado de grandes noches de ópera de su mano, que Plácido Domingo es hoy día un mito viviente de la ópera. Un caso insólito el suyo, al poder permitirse, después de una trayectoria como tenor, una especie de segunda carrera en la cuerda de barítono con la capacidad de imponerla en todos, sí todos, los teatros, incluidos los más pretigiosos. Alguién que ha conseguido el status de poder permitirse el lujo de “hacer lo que quiere” en cualquier recinto del orbe y, además, continuar agotando localidades y consiguiendo éxitos rotundos.
Volvía Domingo a “su Madrid”, después de su cancelación del pasado año en “Il postino” por enfermedad, con un concierto dedicado a “a su España” formado por arias y duos de óperas que transcurren en nuestro país y un segundo bloque dedicado a la zarzuela. Fue recibido por una larga y muy efusiva ovación del público, pero desde el primer momento se notó que el veterano divo transmitía incomodidad y cansancio, como si tuviera algún problema respiratorio, alergia o resfríado. Si a ello le unimos, que el fiato es cada vez más escaso, no parecen los fragmentos más adecuados la escena de la muerte de Posa de Don Carlo (“Per me giunto… Io morrò”) y no digamos, “Il balen” de Il trovatore, un cantabile con larguísimas frases legato, que exige un aliento y control respiratorio tremendos. Ahí quedan, cómo no, el carisma y personalidad del artista, suficientes para obtener las ovaciones del público, pero lo cierto es que siempre con el apoyo de las partituras, no pudo sostener una línea de canto digna de tal nombre, las frases quedaban sin terminar y aunque algún sonido suelto tuvo calidad, la sensación de esfuerzo era perceptible. La soprano Ana María Martínez, que ya acompañara a Domingo en un recital anterior del Teatro Real, lució una voz de lírica justa con un timbre sano, pero nada bello ni singular, así como un canto decoroso. Sin embargo, resulta complicado encontrar una cantante más aburrida, con un fraseo más inerte y sin vida. Ni su Carmen tuvo sensualidad, ni su Zerlina picardía y ni rastro de intensidad ni acentos, las heroínas verdianas que abordó (Elvira de Ernani y Leonora de Il trovatore). No se entiende tampoco que se pueda cantar un repertorio tan dispar y que le va tan enorme, cuando no existe franja grave y los acentos son tan mortecinos. Hubo más vehemencia e intensidad en los acentos de Domingo del recitativo previo al dúo del último acto de Il trovatore que los que demostró la soprano en toda la noche.
La interpretación del Dúo y pasodoble de “El gato Montés”, caballo de batalla del artista madrileño, como broche de la primera parte, ya preludiaba el segundo bloque dedicado a la zarzuela. Un género donde las fronteras de la vocalidad baritonal son más difusas, por cuanto la mayoría de papeles para dicha cuerda poseen unas tesituras agudísimas, casi tenoriles. Asimismo, sabido es que Domingo lleva en la sangre y sus genes la impronta de nuestro género lírico, que ha paseado como nadie por el mundo con un entusiasmo y entrega desbordantes. Desgraciadamente, esto último es lo que salvó la prestación de Domingo durante la segunda parte del concierto junto al pundonor y esa fuerza de la naturaleza que le ha caracterizado durante toda su trayectoria, ya que el fuelle y la pujanza vocal fueron cada vez a menos. De esta manera, romanzas como la hermosísima de Germán, “Ya mis horas felices” de La del soto del parral” y “Amor, vida de mi vida” de Maravilla, de las que ha ofrecido por todo el planeta interpretaciones memorables, fueron meros retazos a base de frases entrecortadas, pasajes declamados, ora calantes, ora caídos y faltos de apoyo, timbre y color, junto con algún momento vibrante, bien es verdad y algunos sonidos sueltos de calidad propios de su categoría e identificables con su timbre único y que aún se mantiene en buen estado, cuando la musculatura y la columna de aire pueden sostenerlo.
En fin, otro de sus emblemas “No puede ser” de La tabernera del Puerto ofrecido como primera propina e interpretado bajo de tono, se convirtió en una especie de “rezo” casi inaudible para llegar a un final en el que el artista echó el resto y arrancó las ovaciones de un público muy entregado. Difícil imaginar unas interpretaciones zarzueleras con menos chispa, con menos garbo y salero que las ofrecidas por Ana María Martínez, con una dicción borrosísima consecuencia de una emisión sin liberar y con la consabida “patata en la boca”. La soprano desgranó de manera inane “De España vengo” (que en su interpretación bien podría cambiarse por “De Finlandia vengo”) de El niño Judío y la petenera de “La Marchenera” de Moreno Torroba, así como el dúo de Luisa Fernanda y el pasodoble de La del manojo de rosas, donde ni siquiera el afán de Domingo le pudo contagiar algo de entusiasmo y salero.
La escasez de ensayos y fata de preparación del concierto fue palpable en todo momento y la dirección de Alejo Pérez fue aseada pero anodina y caracterizada por una asepsia plúmbea, a una orquesta sorprendentemente poblada y que cada vez más, se apunta a un sonido grueso y voluminoso. De los fragmentos orquestales escuchados, apenas destacar el preludio de “El tambor de granaderos” de Chapí que tuvo algo de vida.
A la ya citada romanza de Leandro de La tabernera del puerto se añadieron como propinas unas “esaborías” carceleras de “Las hijas del Zebedeo” interpretadas por Martínez, una extraña versión a dúo de la bellísima “Del cabello más sutil” de Obradors, Granada de Lara y la repitición del “Torero quiero ser” del dúo de El gato montés, en el que Domingo dibujó nuevas verónicas toreras, mientras la soprano realizaba al compás del pasodoble, un ridículo movimiento de hombros con escasísima gracia.
El divo madrileño besó el escenario del teatro de su ciudad natal en agradecimiento a los vítores y muestras de cariño de un público muy entregado.
Fotografía: Javier del Real
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