Por Raúl Chamorro Mena.
17 y 18 / 02 / 14. Madrid. Auditorio Nacional. Ciclo Fundación Ibermúsica. Obras de Brahms, Sibelius, Schumann y Strauss. Lorenz Nasturica (violín). Daniel Müller-Schott (violonchelo). Münchner Philarmoniker. Director: Lorin Maazel.
La Orquesta Filarmónica de Munich es una excelsa agrupación, una de las mejores de Alemania que es como decir de Europa y el Mundo. En ella dejó su huella el mitico Sergiu Celibidache, titular durante 17 años. Pensar que en la gran capital Bávara coexiste con la Sinfónica de la Radio de Baviera y la de la Opera Estatal nos da una idea del nivel musical de dicha ciudad, parejo efectivamente, al de otras ciudades alemanas, Su actual titular, Lorin Maazel es uno de los directores vivos de mayor talento, prestigio y trayectoria. A sus casi 84 años el maestro francoamericano demostró una vez más su inmensa técnica de batuta, su gesto preciso, amplio, a la par que elegante y su gran sabiduría en dos conciertos de grandísimo nivel.
El primero de ellos, día 17, comenzó con una versión luminosa y refinada de las variaciones sobre un tema de Haydn de Brahms, que dió pasó una obra magnífica pero que se interpreta muy poco, el Doble concierto para violín, violonchelo y orquesta opus 102 del mismo compositor. La orquesta ofreció ya un sonido claramente romántico y arropó al violín de Lorenz Nasturica (concertino de la orquesta desde los tiempos de Celibidache) y al chelista Daniel Müller-Schott que ofrecieron una apreciable prestación con buena química y empaste entre ellos. Cierto es que al chelo le pudo faltar brillo y mordiente en algunos momentos, así como algo de punta y dimensión al violín, pero junto a la sabia construcción de la batuta, siempre elegante y experta, desgranaron una notable interpretación de esta magnífica pieza. Ambos ofrecieroncomo propina la Passacaglia de Johann Halfvorsen.
La cumbre del concierto y de muchos conciertos, llegó en la segunda parte con la memorable interpretación que ofrecieron la orquesta y Lorin Maazel de la Segunda sinfonía de Jean Sibelius. En una inexorable y perfectamente cimentada progresión, llena de infinitos detalles, maestría en el rubato, sentido del balance, constrastes dinámicos, gesto diáfano y exacto, el Maestro llevó la tensión hasta un clímax casi insoportable en el último movimiento. La coda final desbordó la emoción en la sala y provocó el clamor en el público, que prorrumpió en una tumultuosa ovación. Deslumbrante la prestación de la orquesta con una cuerda empastada, brillante, tersa, unas maderas de gran calidad (magníficas flauta y el oboe, así como los fagotes en el comienzo del segundo movimiento) y un metal brillantísimo, afinado y siempre empastado con el resto de la agrupación. Una interpretación inolvidable, de esas que se dan muy de cuando en cuando. Será difícil volver a escuchar la genialmúsica de Sibelius con este mismo nivel.
El segundo concierto, día 18, prosiguió, en su comienzo, con música del compositor finlandés, del que se interpretó el breve, pero bellísimo, Vals triste. Una ejecución limpia, bella y delicada, pero algo fría y morosa, al que le faltó magia y emoción. Subió mucho el nivel, sin embargo, con la interpretación de la Sinfonía nº 4 en re menor opus 20 de Robert Schumann con un estupendo segundo movimiento en el que destacó la magnífica prestación de los solistas de la orquesta (oboe, violonchelo, violín) y el último, con unas irresistibles y flamígeras oleadas de la cuerda, coronado por una fastuosa coda. Al igual que sucedió el día anterior, lo mejor llegó en la segunda parte. Como ya decíamos en una anterior recensión, a veces las programaciones nos deparan la interpretación consecutiva de ciertas obras. Volvió a ocurrir con la Sinfonía Alpina opus 64 de Richard Strauss escuchada hace muy poco en el Auditorio Nacional en una apreciable interpretación por la Orquesta Nacional dirigida por Juanjo Mena. Estamos ante una obra colosal, de orquestación suntuosa y genial, un monumento a la música programática, que pone a prueba a cualquier orquesta. La obra necesita más de 130 músicos sobre el escenario además de banda interna y tiene sus momentos de gran aparato orquestal, de indudable grandiosidad, pero muchos más de sutilidad, de refinamiento, de luminosidad. Strauss no quería interpretaciones pesantes, ni estruendosas, muy al contrario, pretendía que su música sonara transparente, radiante, clara con todos sus matices y detalles. En esa línea se mostró la interpretación de Lorin Maazel al frente de una orquesta esplendorosa que hizo plena justicia a la composición y con la intervención del órgano del Auditorio Nacional, como sucediera en la interpretación referida a cargo de la ONE. El veterano Maestro hizo una lectura reposada, analítica, basada en su sabio y perfectamente calibrado sentido de la construcción y en la que se recreó en exponer y desbrozar las maravillas de la partitura. Si hubo músculo orquestal, sonoridad plena y potente con unos metales que rayaron a gran altura con un sonido poderoso, brillantísimo, siempre afinado y de gran penetración tímbrica, también primorosos pianísimos y gradaciones dinámicas que llegaron hasta el susurro, momentos de carácter cuasicamerístico que constrastaron con estallidos deslumbrantes. Paradigmática fue la preparación y perfecta progresión que nos llevó al gran clímax de la tormenta, absolutamente inolvidable.
Gran éxito con ovaciones clamorosas a la Orquesta Filarmónica de Munich y a Lorin Maazel, que han ofrecido dos memorables conciertos que, sin duda, se sitúan y allí permanecerán, en la cúspide del año musical de la capital.
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