CRÍTICA: JOAQUÍN ACHÚCARRO Y ARI RASILAINEN JUNTO A LA ORQUESTA NACIONAL DE ESPAÑA. Por Gonzalo Lahoz
CRÍTICA: JOAQUÍN ACHÚCARRO Y ARI RASILAINEN JUNTO A LA ORQUESTA NACIONAL DE ESPAÑA. Por Gonzalo Lahoz
SEPTENTRIONALISMO MERIDIONAL... O VICEVERSA
24/01/14. Madrid. Auditorio Nacional. Obras de Shchedrin/Albéniz, Grieg, Sibelius y Jurado. Joaquín Achúcarro, pianista. James Laing, contratenor. Orquesta y Coro Nacional de España. Ari Rasilainen, director.
Resulta llamativo como la música puede cambiar y diferir tanto ya no sólo dependiendo del lugar de su concepción, sino del lugar de su interpretación, de la mentalidad y las formas de sentir de aquellos que se le acercan. Rodion Shcherdrin, compositor ruso que desde sus inicios embebió sus partituras del folklore más localista, sintió también desde un principio una fuerte atracción por aquellas notas que desprenden aroma español. Ahí está su conocida Suite de la ópera Carmen, de Bizet, o sus acercamientos a la obra de Isaac Albéniz, transformados en varios títulos: En el estilo de Albéniz y los dos tangos que pudimos escuchar el pasado fin de semana en el Auditorio Nacional: Dos tangos de Albéniz, para orquesta; interpretados por vez primera por la Orquesta Nacional.
A la orquestación de Shchedrin, que tanta fantasía imprime al instrumentar ambas manos en el piano, faltó sacarle un punto más de luminosidad por parte de Orquesta y director, el finlandés Ari Rasilainen, quienes acertados en construir los dos tiempos lentos, quedaron algo aletargados en el color.
Mucho más brillo y color se escucharon en Finlandia, de Jean Sibelius. Quizá fuera por aquello del nacionalismo, del idiomatismo o que como bien puede suponerse, es una obra que Rasilainen siempre lleva en el baúl de viaje, o siempre le piden. Sea como fuere, el resultado fue prácticamente impecable, templados los metales, que en otras ocasiones no lo están tanto y centelleante e incisiva la cuerda, sin ralentizaciones al comienzo ni estruendos al llegar el himno, en el que aprovechando que el Coro debía cantar a continuación, se incluyó la letra creada por Koskenniemi y que ha llevado a muchos a pretender instaurarlo como himno oficial de Finlandia. No deja de resultar revelador sobre el sentir generalizado de lugares tan diferentes, como la obra más conocida de un compositor al que aquí muchos tienen por triste, melancólico, depresivo, rebose tanta calurosa y fulgurante emotividad.
La inclusión del estreno absoluto de la Suite de La página en blanco, de Pilar Jurado daba como resultado un programa de lo más ecléctico, provocando la deserción de abonados y melómanos. Filas de asientos sin ocupar desde el patio de butacas a los anfiteatros ya desde el inicio de la tarde y abandonos al llegar el descanso y durante la ejecución de la partitura.
Vaya por delante que la composición de Jurado posee su atractivo, con delineada estructura y narración, con reiteración de algunos elementos y recursos, siguiendo el desarrollo clásico de una suite de una obra mayor, como es el caso, y supongo con significativas reminiscencias de la misma, salpicada de atractivos momentos, como Potestatem magna, con una estupenda utilización del coro y aprovechando todos los medios que una orquesta parece permitir, junto con otros que, como la ópera en sí, pronto habrán caído en el olvido. La cuestión es: ¿Por qué una suite de una obra que apenas contó con simpatías entre el público cuando se estrenó? El Teatro Real sufrió uno de los mayores abandonos de público en su historia reciente con la ópera de Jurado y ahora era el turno del Auditorio Nacional. Aún menos sentido el unirlo a un concierto con Joaquín Achúcarro. Da la impresión de que se ha querido arrastrar al público del bilbaíno hacia la obra de la compositora, pero parece que nadie ha tenido en cuenta el carácter del público madrileño, sucediendo justo lo contrario, que los somnolientos recuerdos sobre la música de La página en blanco fueron los que empujaron al público a no llenar la Sala Sinfónica del Auditorio. Una apuesta que, en ese aspecto, por esta vez no fue acertada, por mucho que al público en ocasiones haya que obligarlo a descubrir.
Escuchar a Joaquín Achúcarro frente al Concierto en la menor de Edvard Grieg supuso, como no podía ser de otra manera en sus manos, una revelación. Busca nuestro pianista más internacional dotar de sentido a cada nota y a cada silencio en todo momento y eso, en un concierto cuyo primer movimiento ya supone una verdadera oda a la narración, es simplemente un regalo para nuestros oídos y, voy más allá, para nuestro sentir.
Todo conduce a todo en el testimonio de Achúcarro; articulación, fraseo... de este modo pudo dibujar un discurso prodigioso que alcanzó su máxima expresión al comienzo del Adagio y durante todo el movimiento - emotiva la forma de acariciar esas dos corcheas finales tras sendos trinos - y el manejo de las dinámicas, ritardando su parte en la conversación con la orquesta, con magistral juego de acentuación y staccati al llegar el tercer movimiento. Una orquesta no siempre acertada en cuanto al volumen empleado en las maderas y algún traspié puntual de los metales, pero que se mostró en todo momento como digna compañera de viaje. Puede resultar sorprendente saber que pianista y compositor comparten árbol genealógico, como así es; no tanto desde luego cada vez que uno escucha la interpretación que el pianista realiza del noruego, de quién también regaló un Nocturno en la propina, la cual dedicó de forma muy sentida al recién desaparecido Claudio Abbado.
Me decía Joaquín el día antes del concierto que este mundo necesita soñadores. Creo que lo que el mundo necesita es gente como Joaquín, para que todos podamos seguir soñando.
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