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CRÍTICA: 'FIDELIO' EN LA STAATSOPER DE VIENA CON WELSER-MÖST AL FRENTE. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
9 de enero de 2014
Foto: Staatsoper Wien
ENTRE LO AÑEJO Y LO RANCIO

Fidelio (Beethoven). Wiener Staatsoper. 29/12/2013

   Lo clásico tiene su sentido y su vigencia, siempre y cuando tienda más bien a consagrarse como un vino añejo que como un vino rancio. De cómo se cuide el producto, musical en este caso, dependerá la deriva hacia una u otra tendencia. El Fidelio que nos ocupa, con la reposición de la propuesta escénica de Otto Schenk, se sitúa justamente en esa disyuntiva. Lo cierto es que la escena resulta ejemplar en su estilo, el de un realismo meramente decorativo y ciertamente periclitado, en el que la escenografía y el vestuario pretenden decirlo todo, con suma evidencia y sin semánticas que valgan más allá de la pura verosimilitud, aquí erguida como única y principal aspiración. Mucho ha llovido, es cierto, desde que Otto Schenk firmase sus propuestas para los principales teatros de ópera, y sin embargo en varios de ellos se siguen reponiendo. No es que retengan una vigencia inusitada, sino más bien un valor de archivo, casi arqueológico. A día de hoy, lo cierto es que junto a ese valor museístico es innegable subrayar su rancio realismo, que lejos de decirlo todo de un modo evidente, llega por momentos a no decir nada. A modo de curiosidad, pueden ustedes conocer esta producción a través de un DVD editado por Deutsche Grammophon, con Leonard Bernstein a la batuta de una función en la Staatsoper con Janowitz y Kollo como pareja protagonista.

   Lo de Welser-Möst en el foso de la Staatsoper va camino de no tener remedio. Y es que ni siquiera en el repertorio a priori más ajustado a sus facultades logra presentar algo realmente memorable. ¿Cómo puede hacerse un Beethoven tan brusco y tan anodino con la materia prima de ese foso? Así fue todo el primer acto, generalmente brusco, casi bruckneriano, sin esa ligereza apolínea tan genuinamente beethoveniana. Un primer acto con un sonido apresurado y de brocha gorda, en lugar de nítido, transparente y arquitectónico. Todo mejoró por fortuna en el segundo acto, donde sí hubo momentos memorables, como la introducción orquestal a la escena de Florestan o, sobre todo, una espectacular recreación de la obertura Leonore no.3, intercalada antes del último cuadro. Eso sí fue realmente memorable, con una orquesta en estado de gracia y con un Welser-Möst que por momentos pareció reivindicar su valía en ese foso. Espectaculares de verdad esos casi quince minutos de música. No en vano todo cuanto siguió a la citada obertura tuvo un vigor y una belleza de las que quedan en el recuerdo. Memorable, ahora sí, todo el final, con una intervención brillantísima del coro.

   Peter Seiffert volvió a hacer gala de un oficio que le permite salir airoso de casi cualquier faena, incluso cuando su instrumento no pasa por un momento de excesivo frescor. El rol de Florestan reclama, desde luego, una voz menos dramática, menos 'helden' y más lírica, en suma. De ahí que Seiffert se mostrase más cómodo con esta parte que con algunos anteriores compromisos wagnerianos, como su Tristan aquí comentado, en el que era evidente cierto sobreesfuerzo. Su Florestan brilló desde luego en su principal escena, al comienzo del segundo acto, e hizo gala de un arrojo y de una implicación incuestionables tanto en el dúo con Leonora como en el concertante final.

   Ricarda Merbeth es una soprano que va ganando protagonismo en la agenda de los grandes teatros. Veníamos de comentar su paso por París con El caso Makropulos y con Elektra (Chrysothemis) y esta vez encarnaba a Leonore/Fidelio en la Staatsoper vienesa. Su instrumento no es enteramente el de una dramática y lo cierto es que tanto el centro como el grave se antojan algo opacos y huecos. Lo mejor de su voz es el tercio agudo, desahogado y brillante. La línea de canto es generalmente limpia y ortodoxa, aunque no pareció cómoda con las muy puntuales florituras que Beethoven escribiese en su partitura. No es una soprano de las que hacen época, pero es segura, solvente y consigue estar a la altura de las circunstancias, que no es poco.
   Matti Salminen fue un Rocco de lujo, incluso fatigado y con limitaciones evidentes en la emisión, pero reteniendo aún esa presencia y ese decir que lo compensan casi todo. No conseguimos entender qué ha visto la Staatsoper vienesa en Tomasz Konieczny, aquí Don Pizarro, para asignarle partes en casi todas sus producciones. Es una voz emitida contra todos los cánones, con sonidos guturales por doquier, vociferante y con excesos de muy mal gusto. Ildiko Raimondi ofreció una Marzelline voluntariosa pero de sonido casi insignificante. Boaz Daniel se limitó a cumplir sin pena ni gloria como Don Fernando, y Sebastian Kohlhepp encarnó a un Jaquino muy poco inspirado.
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