Por Alejandro Martínez
28/12/2014 Berlín: Staatsoper im Schiller Theater. Wagner: Tristan und Isolde. Waltraud Meier, Peter Seiffert, Rene Pape, Ekaterina Gubanova, Roman Trekel y otros. Daniel Barenboim, dir. musical. Harry Kupfer, dir. de escena.
Por suerte o por desgracia no siempre se termina una función con los ojos encharcados y con un nudo en la garganta. Cuando sin embargo así sucede, algo sin duda singular ha tenido lugar sobre el escenario. Nos costará mucho olvidar esta representación, la de la última Isolde de Waltraud Meier en Berlín y seguramente también su última Isolde con Daniel Barenboim. No hace mucho nos referíamos en estas páginas a la conveniencia de que Meier fuese retirando este papel de su repertorio, habida cuenta de las facturas vocales que el paso del tiempo trae consigo indefectiblemente para alguien con una trayectoria tan larga e intensa como la suya. Seguramente en Salzburgo acusase la fatiga de una gira extensa y la complicada acústica dispuesta no le jugó una buena pasada, porque hay un abismo entre lo escuchado entonces y lo escuchado esta vez en Berlín.
Lo decía Barenboim, tomando la palabra al acabar la representación, tras entregarle Jürgen Flimm a Meier el título que la acredita como miembro de honor de la Staatsoper de Berlín: “Waltraud no interpreta Isolda, no canta Isolda: es Isolda”. Y no, no es una hipérbole. Pocos casos recordaremos de una identificación tan nítida y acabada entre un personaje y su intérprete. No en vano, en su caso, han sido aproximadamente veinticinco años con el papel a sus espaldas, como deja entrever esa capacidad innata para fundir texto y emisión, para expresar con todo el cuerpo, con el gesto lo mismo que que con esa mirada hipnótica, cargada de un magnetismo inimitable. Como si Isolda se hubiese apoderado de su cuerpo y habitase en su voz, en una memorable rendición del Liebestod las palabras de Barenboim antes referidas cobraron más sentido que nunca, con una Meier como transida y ajena a todo, fundida con Isolda, irradiando algo inefable, como llevada por las alas de ese gigantesco ángel caído que presidía la escena de principio a fin. Apostamos a que Meier inundó la sala del Schiller Theater de lágrimas, habida cuenta de la espontánea ovación, con toda la platea en pie, que recibió nada más aparecer ante el telón.
Meier no piensa retirarse tan pronto de los escenarios, porque tiene ciertamente aún un repertorio con el que seguir sentando cátedra, aunque sí ha puesto fecha a su despedida del rol de Isolda, que interpretará por última vez este verano en un par de representación en el Festival de la Bayerische Staatsoper de Múnich. En estas casi tres décadas con el papel, como bien me decía un amigo, Waltraud Meier ha conseguido incluso que amemos sus defectos y limitaciones al lado mismo de sus virtudes. Hoy es ya evidente el desgaste del instrumento, sobre todo en lo referente al agudo, cada vez más duro y limitado. En todo caso, en esta ocasión hizo un esfuerzo absolutamente meritorio y encomiable, arrojándose a tumba abierta a darlo todo, con la certeza de que era su última Isolda para Berlín. Nunca olvidaremos esta representación, sea por por la mezcla de desesperación, ansiedad y dudas que Meier dejaba entrever en el primer acto, sea por su apasionado entendimiento con Seiffert, sea por esa forma de congelar el tiempo al atacar el “er sah mir in die Augen”, en una sintonía fácil y natural con Barenboim.
Si hay una partitura wagneriana con la que Barenboim revele un entendimiento verdaderamente singular es ésta que nos ocupa. Con una dirección cargada de fuego y al mismo tiempo sutilísima, como una pasión que aflora en la piel y que rebasa el intelecto, Barenboim dispone una versión de auténtica referencia, más trágica que transparente, un punto tenebrosa, con una luz amarga y enigmática que se abre paso a través de una dirección plagada de detalles, respaldada su batuta por una Staatskapelle en verdadero estado de gracia en estos momentos, con un sonido propio, desbordante y emotivo.
Como ya dijésemos hace unos meses, al hilo de su interpretación en Viena, Peter Seiffert se ha medido con el papel de Tristan durante más de una década hasta cogerle finalmente el pulso y manejarlo casi a placer, con seguridad y aplomo aunque no sin esfuerzos. A pesar de algunos problemas con el texto en su gran escena del tercer acto, sigue siendo admirable que con su material, en origen más propio para un Tamino, cuaje sin embargo a estas alturas un Tristan de esta entidad, sonoro, vibrante, con arrojo y con poesía.
Rene Pape, cuando se esmera y abandona el piloto automático en el que se deja caer en ocasiones, sigue siendo un rey Marke de referencia, con esa autoridad en la palabra, con ese dolor tan plausible en el acento y con esos detalles vocales tan bien aquilatados, como ese piano en “kinderlos”, en su larga y genial intervención del segundo acto. Pape, por cierto, interpretaba esta función tras haber dado voz a Sarastro el día anterior en una Zauberflöte que también hemos comentado en Codalario.
Ekaterina Gubanova sigue siendo una Brangäne intachable. Con un timbre pleno, carnoso y esmaltado, y un canto medido, detallista y expresivo, no sería descabellado en su caso plantear ya una primera tentativa con el rol de Isolda, como nos dio a entender en su entrevista para Codalario que quería abordar más tarde o más temprano.
Se reponía una vez más, y ya van siendo demasiadas, la producción de Harry Kupfer, que precisamente Waltraud Meier estrenase en el año 2000 también con Barenboim. Con una escenografía que dispone únicamente un gigantesco ángel caído en el centro del escenario, la dirección de Kupfer resulta morosa, reiterativa y tediosa, falta por completo de imaginación y hoy por hoy ayuna de cualquier poesía. La escenografía en cuestión es por cierto incomodísima para los solistas: llegamos a temer por la integridad física de Peter Seiffert en más de un momento, subiendo y bajando por las alas de ese ángel caído.
Fotos: Monika Rittershaus
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