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CRÍTICA: MARC MINKOWSKI DECEPCIONA EN EL PALAU DE LA MÚSICA CATALANA CON SU VERSIÓN DE 'EL HOLANDÉS ERRANTE' DE WAGNER. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
5 de junio de 2013
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Foto: Marco Borggreve
ERRANTE, DEMASIADO ERRANTE.

      El interés de la última propuesta de Minkowski era evidente. Vinculado desde hace casi treinta años a su grupo Les Musiciens du Louvre Grenoble, con un repertorio clásico, incluso ligado a la música antigua, y en claro vínculo con criterios historicistas, cabía preguntarse con curiosidad por la incursión de tal batuta en un terreno a menudo vedado, como el wagneriano. Ya la temporada pasada Minkowski se atrevió con la partitura verdiana de Il Trovatore en La Monnaie de Bruselas, con irregulares resultados. La gira wagneriana que nos ocupa llegaba a Barcelona un tanto descafeinada. En otros escenarios donde se llevó traía consigo el aliciente de interpretar, a modo de díptico comparado, la partitura de Wagner y asimismo 'Le vaisseau fantôme' del francés Pierre-Louis Dietsch.
      La obra de Dietsch se estrenó en 1842, sólo un año antes del estreno de la partitura wagneriana en Dresde, y un año después de la primera tentativa de Wagner para poner en escena su trabajo. La historia tiene su miga: a mediados de 1941 Wagner había ultimado ya el libreto bajo el título de Das Geisterschiff (El buque fantasma), pero las penalidades económicas que atravesaba obligaron al compositor alemán a vender en julio de ese mismo año su libreto a Léon Pillet, el director de la Opera de París, que encargó entonces la transformación del libreto al francés, a cargo de Paul Foucher, y la música al citado Dietsch. Wagner no consiguió convencer al intendente de la ópera de París de la valía e interés de su propia partitura, de ahí que nos encontremos finalmente con dos óperas basadas en última instancia en un mismo libreto.
      Lo cierto es que la composición de Dietsch cayó en el olvido, todo lo contrario que la inmortal partitura de Wagner. La primera versión de la ópera de Wagner estaba lista a finales del verano de 1841, con algunas peculiaridades respecto a la que sería la versión final de 1843. Por un lado, la acción se desarrolla en las costas de Escocia, no en Noruega, y algunos personajes cambian su nombre (Erik es Georg y Daland es Donald). Y por otro, formalmente, asistimos a una versión sin descansos, sin solución de continuidad, con los tres actos concatenados. Esta es la llamada versión de París, precisamente la que se representaba en el Palau.
      La labor de Minkowski al frente de esta representación en concierto cabe ser calificada como decepcionante. Sobre todo porque para este viaje no hacían falta esas alforjas. No encontramos nada que delatase su batuta al frente de esta dirección. Nos ofreció una dirección de tintes románticos clásicos, llevada con buen pulso y variedad dinámica, sí, pero poco más. Bastante convencional y desde luego lejos de cualquier tentativa historicista digna de ser así llamada, como el Parsifal experimental que ofreció Hengelbrock en el Teatro Real de Madrid, con instrumentos originales, etc. Aquí Minkowski ofreció un Holandés ajeno por completo a las señas de identidad que han marcado su propia trayectoria. Su batuta, además, fue ciertamente irregular en su labor, con tiempos ciertamente errantes y a menudo extremos (demasiado dilatados, como el encuentro entre Senta y el Holandés, o demasiado virulentos, como todo el tercer acto). Semejantes extremos devinieron en una representación ayuna en tensión, siempre remarcada en demasía su elección desde el podio. Para nuestra sorpresa Minkowski incurrió también a menudo en una concertación un tanto alborotada. Así las cosas, su labor quedo lejos de la fascinación y singularidad que cabía esperar. La formación de Les Musiciens du Louvre respondió con sobrada solvencia, aunque no faltaron los titubeos en los metales y las maderas, quedando su ejecución, en términos generales, lejos de la excelencia y virtuosismo que se atribuyen al conjunto.
      Lo mismo cabe decir del protagonista Vicent Le Texier, insuficiente a todas luces, sustituyendo al previamente anunciado E. Nikitin. El instrumento de Le Texier es siempre leñoso, de sonoridades duras y ásperas, y está llevado por una emisión dificultosa, incapaz de la media voz y con colocación oscilante. Sumado todo ello a una dicción incompleta en alemán y a una teatralidad demasiado básica, el resultado final fue un protagonista muy por debajo de lo requerido por esta partitura, falto además de personalidad y decisión, poco convencido y poco conveniente. A menudo dio la sensación de enfrentarse poco menos que a una primera lectura del rol. Así las cosas, tenía fácil triunfo Ingela Brimberg como Senta. Seguramente fue la cantante más estimable de la noche, pero no comportimos los atronadores bravos que recibió al saludar al cierre del concierto. Consiguió, y seguramente sea su mayor mérito, componer una Senta lírica y sin excesos, lo que nunca es fácil acometiendo una partitura tan indolente y expuesta. Pero tampoco faltaron las oscilaciones en el agudo, a veces timbrado y expansivo, a veces abierto y caído de afinación. Convenció en suma por su seguridad y por el sentimiento, de una sentida distancia, que imprimió a toda su interpretación, aunque quedo lejos de ser una Senta tan extraordinaria como tradujo la final reacción del público.
      Eric Cutler es un cantante de complicada valoración. Hace unos años fue un deficiente Arturo en I Puritani, en el Met, con Netrebko, y sólo dos años después ofreció un más que estimable Raoul de Nangis en Los Hugonotes que precisamente Minkowski dirigió en La Monnaie de Bruselas. El timbre tiene su potencial, y la emisión, aunque a veces algo tosca, da juego al intérprete. Como Erik/Georg, sin embargo, se nos antojó en todo momento cauteloso, como si no terminase de dominar su parte, siempre pegado a la partitura y en general un tanto inexpresivo.
      Seguramente las mejores sorpresas vocales de la noche, curiosamente, vinieron de la mano del espléndido Donald/Daland del bajo finlandés Mika Karès. Una voz fresca, timbrada, de emisión limpia, homogénea en los extremos, y un actor solvente. Una voz a seguir, sin duda. Lo mismo cabe decir del Steuerman de Bernard Richter, un tenor del que ya habíamos tenido alguna favorable referencia, a resultas de su labor en el reciente Béatrice et Bénédict de Berlioz en el Theater an der Wien. Digamos que es una vocalidad semejante a la de K. F. Vogt, pero con la emisión mucho más ortodoxa y también con menos magia en el timbre. De nuevo, en todo caso, un cantante a seguir. Profesional en todas sus intervenciones la Mary de Helene Schneiderman.
      El Estonian Philharmonic Chamber Choir completaba el cartel de esta representación. Su labor fue irregular, siendo muy notable el trabajo de la sección masculina, y francamente mejorable el de la femenina, falto de empaque y brillo. Se echó de menos un conjunto más nutrido para dar forma a la consabida escena coral del tercer acto. En todo caso, una labor esmerada y suficiente para un espacio de acústica tan gratificante como el Palau.
 
Foto: Marco Borggreve 
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