MON VIEUX CAMARADE
Madrid. Teatro Real. 02/06/13. Recital de piano a cargo de Maurizio Pollini. Obras de Chopin y Debussy.
Siempre con ese gesto tan característico suyo antes de ejecutar cualquier pieza, levantando la barbilla y elevando la mirada al cielo, como esperando un rayo de luz que le inspire, como dejándose en manos de algo más grande y omnipresente que le guie... cómo si lo necesitara! Y es entonces cuando Maurizio Pollini (Milán, 1942) uno de los más grandes pianistas de las últimas generaciones comienza a tocar; en esta ocasión, abriendo el recital con un conjunto de obras chopinianas, habituales ya en los programas de sus recitales.
El suyo es un Chopin de un romanticismo despojado de amaneramientos, de sonidos almibarados, aunque con el paso de los años haya ganado algo de ensanchada sonoridad a base de pedal; no es tanto una lectura de lo más lírica e intimista a la manera de Pires, la gran representante chopiniana de su generación. Este Chopin no se canta, más bien se recita, se declama, lo cual se estima harto complicado pero que, cuando se consigue con la finura de Pollini, construyéndolo a base de sumar frase tras frase, es cuando entonces sí se erige incólume y disfruta ese gran monstruo romántico que es el piano. Un monstruo al que, tras cada pieza, el maestro Pollini mira de tú a tú por unos segundos, aquellos en los que perdura la última nota sostenida en el aire. Puede ser una mirada fugaz o una larga mirada contemplativa al colega, al viejo camarada que durante tantos y tantos años le ha sido fiel a través de una simbiosis única que pocas veces se consigue sobre un escenario entre pianista y piano; tal vez Joaquín Achúcarro sea el otro único pianista en activo que consigue crear esa sensación en la que pareciera que ese teclado y no otro sea el que lleve tocando toda la vida.
Sensación que se acrecentó durante toda la segunda parte de la noche, con un programa dedicado a Claude Debussy y centrado en el Premier Livre de sus Préludes pour piano, título que por cierto Debussy tomó como homenaje a los Preludios de Chopin y que recoge una de las obras cumbre del impresionismo musical en su máxima expresión, un dechado de colores y sonoridades horizontales donde recrear nuestra imaginación y nuestros sentidos de la mano (o manos) de Pollini, que consiguió a través de una ponderada y analítica interpretación lo que se ha de lograr con Debussy, recibirlo a través de todos nuestros sentidos, pues el compositor francés no sólo se escucha, también se saborea, se toca, se mira y evidentemente se huele.
Se debería acudir a escuchar los Preludes de Debussy sin conocerlos, recibiéndolos como si fuera la primera vez, sin ni siquiera conocer sus nombres. Así lo concibió su autor y así lo quería para los pianistas que los interpretaran, escribiendo los títulos de las piezas al final de las mismas y no antes, sin influencias, sin subjetividades, sin dejar que el intérprete busque una sonoridad predeterminada, y es así como lo recrea exactamente el maestro italiano, desde las rápidas y turbadoras agilidades de Ce qu'a vu le vent d'ouest hasta la serenidad y calma de La cathédrale engloutie en la que uno pudo sentir hasta las frías aguas donde resonaban las campanas a través de las armonías paralelas que iluminan la melodía tal y como lo hacía los rayos de sol con el mar de la Isla de Ys en la leyenda en que Debussy se inspiró para dar a luz a esta obra, la cual supuso el momento álgido de la noche.
Pero no todo acabó aquí. La cerrada ovación que el público madrileño dedicó al pianista italiano durante más de cuarenta minutos fue interrumpida por cuatro magistrales propinas que Pollini dedicó de nuevo a Chopin: Estudio revolucionario, Balada Op.23, Preludio 24 y Berceuse cerraron una noche que por nosotros no hubiese terminado nunca. Grande Pollini.
Foto: Pietro Cinotti