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CRÍTICA: 'L'ELISIR D'AMORE' EN EL TEATRO REAL CON ALBELO, MACHAIDZE, SCHROTT Y CAPITANUCCI. Por Raúl Chamorro

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Autor: Raúl Chamorro Mena
10 de diciembre de 2013
Foto: Javier del Real
INSÍPIDO ELISIR

L'ELISIR D'AMORE (Gaetano Donizetti) Madrid, Teatro Real, 4-12-2013. Celso Albelo (Nemorino), Nino Machaidze (Adina), Fabio Capitanucci (Belcore), Erwin Schrott (Dulcamara), Ruth Rosique (Gianetta). Dirección musical: Marc Piollet. Dirección de escena: Damiano Michieletto.

   Curiosamente y en pleno período de Gerard Mortier, el compositor con mas títulos programados en este año 2013 en el Teatro Real, es el bergamasco Gaetano Donizetti uno de los pilares del postbelcantismo y del melodrama romántico italiano. Después del Roberto Devereux con Gruberova y el Don Pasquale con Muti, llegaba por tercera vez en la historia reciente del Real "L'elisir d'amore". Una obra maestra indiscutible, pero cuya nueva comparecencia en el Real (teatro de temporada, no de repertorio, no lo olvidemos), si tenemos en cuenta la ausencia de años de otros magníficos títulos del catalógo donizettiano, debería estar respaldada por la presencia de artistas, de alicientes del nivel, por ejemplo, de los citados Gruberova y Muti. Al parecer, esta nueva repropuesta venía avalada por la producción (en colaboración con Les Arts de Valencia) de Damiano Michieletto uno de los jóvenes directores de escena actualmente más reputados, aunque cuenta con algún patinazo sonado como su Bohème de Salzburgo o el muy protestado Un Ballo in Maschera de La Scala de Milán.

Pues bien, la producción sitúa la acción en una atestada playa mediterránea en verano, se dice y se escribe que es Benidorm. La escenografía en principio vistosa y original, termina por lastrar, estrangular, el desarrollo de la propuesta escénica y por esclerotizarla según avanza la obra, privándola de la más mínima agilidad y vivacidad. Efectivamente a la derecha del escenario nos encontramos con un chiringuito playero con un enorme luminoso "BAR ADINA" que ocupa prácticamente la mitad del espacio escénico. En el centro la torre del socorrista, también de generosas proporciones y en el sitio que resta, las tumbonas, hamacas y sombrillas de la pobladísima playa. Por si fuera poco, en el acto segundo se mantienen chringo y torre apareciendo una enorme atracción hinchable, de ésas que hacen las delicias de los infantes en las ferias, centros comerciales y parques de atracciones. Todo ello deja un escasísimo espacio para que los artistas se desenvuelvan, dejando una sensación de embarullamiento y paralización escénica, cuya única consecuencia positiva es que los intérpretes han de cantar siempre en el proscenio. Si alguién acusaba a alguno de los grandes registas del siglo XX de "orror vacui" que se den un paseo por el Real.
   En cuanto a la caracterización de los personajes la propuesta no desnaturaliza los mismos, especialmente en cuanto a Adina y Nemorino. Mucho más discutible la de Dulcamara, un charalatán embaucador, pero simpático y que termina la ópera adorado por los sencillos habitantes del pueblo, pero aquí caracterizado como un macarrilla de arrabal que se dedica también al tráfico de estupefacientes y que no provoca empatía alguna ni en el paese, ni en el público. Muy desdibujado también el tratamiento del coro. No tenemos aquí el pueblo simple, ingenuo y auténtico que diseñan Donizetti y Romani, sino una extraña amalgama de personajes playeros que poco tienen que ver con la atmósfera de este monumento a la sencillez, a la candidez, a la simpleza, a la sinceridad y pureza de los sentimientos, que es esta ópera.

   Como decía, la pretendida originalidad/curiosidad de la propuesta, que tampoco encierra filosóficos Konzep todo hay que decirlo, y atractivo visual de la escenografía se van diluyendo entre el habitual "los artistas, coro y figurantes siempre tienen que estar haciendo algo" (justificado o no, resulte molesto o no) el ruido escénico, el embarullamiento y torpe movimiento de las masas y el agotamiento de la idea inicial cual manantial que se va secando inexorablemente. Este "manantial" llega exhausto al acto segundo (donde la idea más "genial" es un cañón de espuma donde retozan las chicas que persiguen a Nemorino porque acaba de heredar una fortuna o bien sacar a Celso Albelo en calzones), en el que la reiteración y cansancio presiden la acción escénica y provoca que el prodigioso mecanismo músico-teatral de la pareja Donizetti-Romani quede totalmente anquilosado, gripado y engullido entre unos elementos escénicos opresivos y un agotamiento de la idea principal que no da para más, o bien el regista es incapaz de un mayor desarrollo de la misma con inteligencia y sentido teatral.

   No ayudó mucho tampoco la dirección musical de Marc Piollet. Aseada, con los papeles en regla musicalmente hablando, pero de una falta de fantasía y de chispa alarmante. Desvaído el pulso, sin contrastes, sin ligereza, sin colaboración con los cantantes, enmedio de la grisura, discurríó plúmbea y anodina la labor del director parisino. Correcta la orquesta y cumplidor el coro, lejos de sus más brillantes prestaciones de últimamente, mucho más preocupado por "hacer cosas" en escena, poder ubicarse en el escaso espacio de la misma y no tropezarse con los abundantes y desmesurados elementos escénicos.
   En el reparto nos encontramos a la georgiana Nino Machaidze como sopranino stridulino con agudos abiertos, legato de segunda división y coloratura de tercera. Apenas algunas notas de cierta calidad no pueden compensar una Adina incapaz de regular un sonido, de realizar un filado, en definitiva de cantar sul fiato y realizar la más mínima gradación dinámica. Además, muy medida y reservona desde el comienzo. En el aspecto interpretativo se limitó a contonearse por el escenario resaltando exclusivamente la parte coqueta y frívola de su personaje dejando de lado el esencial fondo de ternura que atesora, resultando en definitiva, antipática y sin el mínimo encanto.
   Asimismo, muy escasa química tuvo con su Nemorino, Celso Albelo. El tenor canario tampoco tiene la voz bien apoyada sul fiato, ni colocada en la máscara, ni hay la debida cobertura en el pasaje. En lugar de esa sensación de proyección, de "separación" y expansión del sonido más allá del cuerpo que lo produce y el escenario, aquél parece quedarse en la cara, resultando pobretón, de muy limitada resonancia y escaso metal. Un sonido deshilachado, descompactado, falto del grano y mínima redondez que ha de tener un tenor protagónico. De vez en cuando surge algún sonido bien colocado, pero es incapaz de permitirse una emisión regular y homogénea, abundando los sonidos caídos, áfonos y sin brillo. No se le pueden negar las buenas intenciones al tenor y su constante intento de imitación al Maestro Alfredo Kraus con todos sus ataques e inflexiones, a pesar de resultar el mejor modelo posible y denotar que conoce el estilo y el camino verdadero, termina resultando contraproducente por rozar lo obsesivo y situarse su arte de canto y técnica tan alejados del modelo. Ni que decir tiene que se fue al sobreagudo no escrito que el eximio Kraus prodigaba (provocando con ello alborotos en los teatros) en la frase "Dulcamara volo tosto a ricercaaaaar", aunque la nota se quedó en el escenario, escasa de punta y penetración tímbrica y no provocó ni un aplauso. Los mejores momentos de Albelo los encontramos cuando luce su naturalidad y buen gustos innatos, así en el dúo con Adina del acto primero y algún pasaje del sublime "Adina credimi". Sin embargo su gran momento "Una furtiva lagrima", una de las arias más populares de la historia, a pesar de un comienzo estimable con alguna frase bien planteada, terminó resultando trivial, si bien resultó ser la única pieza aplaudida a lo largo de la función.
   La voz más resonante de la noche fue la de Erwin Schrott, lástima que la misma sea manejada por un cantante tan burdo, descuidado y grosero. Es un señor que va a su aire, introduce las morcillas en el texto que le da la gana y desconoce el más mínimo estilo belcantista. Su gran aria de salida ("Udite! O rustici!") un monumento del repertorio bufo, fue esta vez un paradigma del trazo grueso, rudeza y desconocimiento del canto sillabato. Una suma de sonidos duros, desiguales y deslabazados difícilmente encuadrables en el concepto canto. El cantante se encargó a base de sal gorda de acentuar el carácter macarra y granuja que reservaba el montaje para su personaje. Hay que decir que fue el más aplaudido por el público del Teatro Real.
   Parece ser que Fabio Capitanucci arrastraba problemas de salud, así debe ser, dado el Belcore tan apagado, desangelado y plano que ofreció. Sus habituales problemas en el pasaje al agudo se mostraron acentuados, pero otras veces, con sus limitaciones, se le ha escuchado en mejor estado vocal. Un público frío y desmotivado asistió a la representación sin ningún entusiasmo, no aplaudió prácticamente durante la misma y ofreció al final unas tibias ovaciones, especialmente a Schrott.
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