Seguramente sea una cuestión meramente personal, pero cada vez que veo una película y leo la agorera palabra "remake", se me tuerce el gesto. Salvando quizá Scarface, siempre en toda la historia del cine el nuevo producto ha revelado una evidente merma de calidad e innecesarias vueltas de tuerca para de algún modo diferenciarse del original cuando, en realidad, si este ya era bueno en sí y contenía esa esencia que le hacía único... ¿Qué necesidad había de revisarlo? Pues algo parecido ocurre con las transcripciones de Liszt. ¿Realmente necesitamos llevar al piano Ernani o Lucia di Lammermoor? Quiero decir, ¿Hay alguien que recién escuchada una Novena de Beethoven por Furtwängler, Abbado, Haitink o Frühbeck de Burgos por ejemplo, se haya dicho: "esto esta bien sí, pero como la transcripción de Liszt no hay nada"? Entonces, si se pretendía que este fuera "un concierto para la historia", ¿por qué traer el Schubert revisionado en vez del original?
La grandeza de la Fantasia Wanderer original radica en que, precisamente con todos esos acordes en fortissimo, esos sforzando, ese maravilloso "fuoco" que impelen al intérprete a jugar con una expresividad, lirismo y virtuosismo ténico requeridos por igual, se consigue crear una textura, un sonido, digamos que efectivamente orquestal. Si desproveemos al piano de parte de ello y se lo encomendamos precisamente a una orquesta, ya no es lo mismo, no tiene gracia y ya no escuchamos a Schubert sino a Liszt haciendo de las suyas.
Si a ello sumamos la interpretación de Christopher Park, de lectura ciertamente impersonal aunque correcta, blanda en acentos (Liszt tiene parte de culpa) y con un pedal un tanto cuestionable, el resultado final muestra las claras evidencias de por qué desmerece tanto del original.
En la segunda parte, una obra como la Quinta Sinfonía de Tchaikovsky, todo un clásico ya de la programación madrileña. En los oídos del público que más se prodigue por el Auditorio Nacional aún resonarán las interpretaciones que hace tan sólo un año tuvieron lugar en él: Temirkanov, Gergiev o Mehta. Eschenbach no puede superar junto a la ONE algunas de estas y su visión tchaikovskiana no quedará por encima de tantas otras versiones históricas, pero con él podemos disfrutar de un buen Tchaikovsky. Su clara concepción, su fraseo, su visión de la obra como concepto y el contraste de tempi dan buena cuenta de ello. No obstante, no encontramos aquí un abandono ante la Divina Providencia, el destino no alcanza al oyente, y digamos que la lectura del alemán no va más allá, algo que se esperaba y que dejó en parte con una fría sensación. Quizá se requería más de su paso por el podio de la ONE o tal vez el público no supo tampoco entrar en su juego de dinámicas, ocupándose por su parte de destrozar cada intento de Eschenbach por crear una pausa, una suspensión del sonido, por pequeña que fuera, con toses de todos los colores e incluso aplausos cuando no correspondían. De esta manera, escuchamos una lectura donde los momentos más pausados quedaron diluidos en contraste con los rápidos, verdaderamente marcados, quedándonos como decía con la impresión de que el destino no nos alcanza, nos traspasa y continuamos nuestro camino, como entiendo que ha de ser la sensación tras una Quinta de Tchaikovsky, sino que por esta vez nos arrolló. El destino es lo que tiene, a veces aunque nos guste, no es lo esperado.