Roma. Accadmia Nazionale di Santa Ceclia. "Un ballo in maschera", de G. Verdi. Francesco Meli (Riccardo), Liudmyla Monastyrska (Amelia), Dmitri Hvorostovsky (Renato), Laura Giordano (Oscar), Dolora Zajick (Ulrica), entre otros. Antonio Pappano, director. Orchestra e Coro dell'Accademia Nazionale di Santa Cecilia.
Al hilo de la acuciante crisis que padecen los teatros y auditorios de toda Europa, se ha extendido un debate del todo interesante, acerca de la consistencia o no de las representaciones operísticas en versión concierto. Ciertamente, ésta será siempre una segunda opción, un recambio más o menos sostenible, porque la ópera es tanto música como teatro y cuesta desentenderse del lenguaje escénico que lleva aparejado. Pero tan cierto es lo dicho como que determinados músicos pueden convertir una representación en concierto en un espectáculo casi tan vivo y teatral como sucede en una ópera escenificada. Ese fue el caso, precisamente, del Ballo in maschera que nos ocupa, que tuvo lugar en el Auditorio Parco de la Musica de Roma, sede habitual de los conciertos de la Accademia Nazionale di Santa Cecilia. Y los músicos responsables del éxito fueron tanto los excelsos miembros de la orquesta de la citada Academia como la pareja protagonista compuesta por F. Meli y L. Monastyrska, comandados todos por la batuta sensacional e inspiradísima de Pappano.
Estamos ya, desde luego, ante un maestro consumado, digno de codearse con los grandes nombres todavía en activo como Abbado, Muti, Mehta, Maazel o Levine. Pappano es sobre todo un director de una teatralidad sobresaliente, sin excesos, siempre narrativo, detallista al máximo, y transmite con su pulso la impresión de disfrutar haciendo música como si fuese la primera vez que se sube a un podio. Su trabajo con la fascinante e imaginativa partitura de Un ballo in maschera bien puede calificarse de excelente. Pocas veces se escuchan unos crescendi tan deslumbrantes y naturales. Pocas veces se recrea con tanto acierto el fraseo melódico y casi bailable de esta partitura, y su continuo contraste de atmósferas entre la tragedia y el desenfado. Obtuvo de la orquesta y del coro una sonoridad plena, brillante,riquísima en dinámicas y ritmos, de acentos siempre teatrales. Todo un espectáculo verle dirigir esta partitura, que Pappano confiesa amar desde niño, cuando se la escuchaba tararear a su padre. Un conocido tenor nos confesaba que no había en el mundo, a su juicio,una orquesta como la de la Accademia cuando suena a las órdenes de Pappano. Puede sonar exagerado, pero lo cierto esque no le faltaba razón para afirmarlo, vista la extraordinaria conjunción entre ambos.
El otro gran atractivo delreparto era el debut de Monastyrska como Amelia, un rol que retomará en un par de temporadas en el Covent Garden, según se anunciaba en el programade mano. Ya dimos cuenta del derroche de medios y técnica de Monastyrska con motivo del Nabucco londinense con Plácido Domingo. Con su magnífica recreación de Roma, Monastyrska devuelve definitivamente el rol de Amelia a su natural escritura como un papel para soprano dramática. Por entendernos, es un rol más afín a las vocalidades de L. Price o A. Millo que a las de K. Ricciarelli o M. Caballé. Su partitura demanda a un tiempo acentos temperamentales, frases de gran melodrama, conjugadas coninstantes de lirismo a raudales.
Monastyrska posee los medios ideales para sacarlo adelante: un instrumento único, un verdadero cañón, siempre domeñado y sostenido por una técnica infalible, al servicio de una intérprete talentosa, tan teatral y dramática en los acentos como imaginativa en el fraseo. Se le podría achacar una colocación a veces gutural, pero la proyección del instrumento y la implicación e imaginación que demuestra en el fraseo bien lo compensan. Resuelve así con pavorosa facilidad los pasajes de sbalzo, con saltos interválicos que suenan vertiginosos en su garganta, dada la impresionante solvencia tímbricaen los extremos. No es simplemente una cuestión de derroche de voz y técnica, sino que hay una implicación dramática a la que sirve todo ello con inquebrantable seguridad. Nos quedamos, seguramente, amén del impresionante y vivísimo dúo con Riccardo ('Teco io sto'), con su escalofriante 'Ecco l'orrido campo', de un fraseo lacerante, y con los sonidos en pianissimo y a media voz con que cerró su 'Morrò, ma prima in grazia'. Bárbara, una de las mejores voces e intérpretes surgidas en las últimas décadas en una cuerda, la de soprano dramática, donde siempre escasean.
Veníamos de escuchar a Hvorostovsky como Onegin en Viena hace unas semanas y en aquel caso la familiaridad con la legua rusa, su natural prosodia con el texto, enmascaraban en buena medida una emisión trucada y tensa, hecha de efectismos puntuales antes que de una línea limpia y belcantista. Su Renato fue teatralmente envarado, generalmente tonante, y a menudo marcado por acentos plebeyos, lejos desde luego del lirismo paradigmático que anida en la escritura vocal de este rol, ejemplo sin igual de lo que a menudo caracterizamos como barítono verdiano. Hvorostovsky es efectista, sí, y pudiera dar una primera impresión convincente, por puro derroche de medios y por su canto siempre arrojado y decidido, pero un mínimo análisis de su planteamiento deja en evidencia su general inadecuación para acometer partituras verdianas, por mucho que éstas ocupen la práctica totalidad de su agenda. Le faltan ductilidad, brillo, nobleza, dignidad, lirismo... Todo lo que agradecemos encontrar en un intérprete verdiano.
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