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Crítica: La Orquesta Barroca de Sevilla y Giuliano Carmignola celebran el bicentenario del Museo Nacional del Prado

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Autor: Mario Guada
21 de noviembre de 2019

Oficio y beneficio

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 18-XI-2019. Auditorio del Museo Nacional del Prado. Circa 1819. Obras de Felix Mendelssohn. Giuliano Carmignola • Orquesta Barroca de Sevilla.

Las palabras […] me parece tan ambiguas, tan imprecisas, tan fácilmente malinterpretadas en comparación con la auténtica música, que llena el alma de mil cosas mejores que las palabras. Los pensamientos que me expresan por la música que me gusta no son demasiado indefinidos para expresarse con palabras, sino por el contrario, demasiados definidos.

Felix Mendelssohn.

   El pasado 19 de noviembre se celebró una de las efemérides culturales de mayor importancia en las que se ha visto inmerso nuestro país en todo este 2019; los 200 años del nacimiento del Museo Nacional del Prado, por entonces llamado Real Museo de Pintura y Escultura, creado para albergar una modesta colección de 311 pinturas de la Colección Real. Pues bien, tan solo un día antes de dicha conmemoración, El Prado programó –dentro de los fastos de este bicentenario que lleva meses celebrando– un concierto conmemorativo para tal efecto, bajo el título Circa 1819. Protagonizado por la que es probablemente la mejor orquesta historicista nacional, la Orquesta Barroca de Sevilla [OBS], se ofreció un concierto que tenía como figura central la de un adolescente Felix Mendelssohn (1809-1847), interpretando tres composiciones de las que apenas suelen escucharse sobre un escenario, que el germano compuso contando tan solo 13 y 14 años respectivamente.

   Dejando a un lado la idoneidad o el interés estrictamente musical de estas composiciones –un debate que sin duda queda abierto–, lo cierto es que la posibilidad de escuchar en directo un Mendelssohn tan poco habitual es per se un motivo de celebración. Que no es la OBS una agrupación muy acostumbrada a repertorios tan tardíos no es un secreto, aunque no ello no es óbice para que puedan acomodarse con notables garantías en este repertorio, ofreciendo siempre una visión historicista alternativa a las lecturas convencionales que podrían escuchar de mano de orquestas modernas. A pesar de la brevedad vital del compositor alemán, es sin duda uno de los más prolíficos creadores de todo el Romanticismo europeo, con un corpus compositivo en el que se incluyen centenares de obras sinfónicas, concertísticas, corales, camerísticas y vocales. Las trece sinfonías que compuso en su período de juventud –madurez temprana para algunos musicólogos, como R. Larry Todd– son poco menos que una rareza que en muy pocas ocasiones pueden escucharse en directo. Para esta ocasión se escogieron las n.os 9 y 10, en do mayor y si menor respectivamente, ambas de 1823. Se obras prescritas para orquesta de cuerda –al igual que el resto de sinfonías temporanas– en las que la forma tiene todavía un peso muy evidente, con una remarcada atención en el contrapunto –probablemente se compuso como un ejercicio para su maestro Carl Zelter– y en la que la genialidad de sus sinfonías para orquesta posteriores –las más conocidas: Lobegesang, Escocesa, Italiana y Reforma– apenas se atisba, más allá de algunos destellos puntuales. De ambas composiciones destacó especialmente la n.º 9, interpretada para cerrar el programa. Se trata quizá de la sinfonía más conocida de estas trece sinfonías para cuerda, a la que los editores dieron el sobrenombre de «Sinfonía suiza». Dado que para Zelter los grandes maestros de la composición eran Johann Sebastian Bach, Woflgang Amadeus Mozart y Franz Joseph Haydn, sin duda fueron estos tres los que sirvieron de un magisterio más claro para el Mendelsson juvenil. Cuando este escribía una fuga, el modelo estaba claramente en Bach, como se observa en el maravilloso Andante de esta sinfonía –sin duda el momento sinfónico más exquisito del concierto–, pura música de cámara que se enraiza en el monumental Die Kunst der Fuge «bachiano», y que esconde en su escritura para 4 violines, 2 violas, violonchelo y contrabajo –que contrapone además por bloques: líneas agudas vs. líneas graves– un singular destello de la genialidad de Mendelssohn.

   Se tiene constancia de que estas obras fueron concebidas por el alemán para ser tocadas en veladas musicales de corte doméstico, por lo que la formación con la que acudió la OBS [5/5/2/2/1] a esta cita resultó bastante ajustada, incluso por encima de los efectivos requeridos por Mendelssohn. En ciertos momentos, a pesar del excepcional trabajo de José Manuel Navarro y Kepa Artetxe a las violas, la escritura con divisi para esa sección quedó un tanto ahogada en la poderosa sonoridad de los diez violines. Sensacional el trabajo, por lo demás, de estos, comandados a la perfección por Andoni Mercero y Mauro Lopes, especialmente por el primero, que en sus labores de concertino se echó la orquesta a la espalda ante la ausencia de una dirección real por parte del invitado para este proyecto. Asombroso el hermanamiento entre los violonchelos de Mercede Ruiz y Ester Domingo, que lograron momentos sublimes de un sonido redondeado y sin aristas, con un empaste y una afinación realmente pulidos, a las que acompaño con notable precisión y una profunda densidad sonora Xisco Aguiló al contrabajo.

   La obra central, el apenas conocido Concierto para violín en re menor, fue compuesto por un Mendelssohn de tan solo trece años, quien lo dedicado a su amigo e instructor en el instrumento, Eduard Rietz. Consta de tres movimientos sobre un acompañamiento estrictamente para cuerda. En él parecen revelarse dos influencias más o menos claras: por un lado, la de la escuela francesa de violín de Viotti y sus seguidores parisinos, entre ellos Pierre Rode, Pierre Baillot y Rodolphe Kreutzer; por otro, la de C.P.E. Bach y la escuela de sinfonistas del norte de Alemania, con ciertas resonancias al Empfindsamer Stil [estilo de la sensibilidad]. El movimiento lento llega a recordar por momentos a un Mozart sereno, con un evidente cuidado por el equilibrio formal, mientras que el movimiento conclusivo es quizá el más puramente «mendelssohniano», con resonancias del estilo popular y el virtuososismo de la época. Giuliano Carmignola, encargado de liderar este proyecto, acometió la interpretación pertrechado con su Pietro Guarneri de 1733 y un arco clásico-romántico, para demostrar que continúa todavía en plena forma y que está muy capacitado para darle vida con notable eficacia a los pasajes de mayor exigencia técnica. No sin ciertos problemas en algunos de los más intrincados, el violinista italiano demostró una capacidad de emisión poderosa, un discurso fluido y una visión poderosamente vital, aunque en algunos momentos la estructura perdió cierto sentido en aras de un virtuosismo un tanto desaforado, aunque rara vez fuera de su control. Estuvo excepcionalmente acompañado por la OBS, con un trabajo contundente en el cuidado sonoro –rara vez es posible escuchar con tanta nitidez y afinación a una sección de cuerda en un auditorio cuya acústica es muy poco agradecida–, adaptándose muy bien en lo estilístico a un compositor con el no guardan una cercanía habitual e incluso mostrando una capacidad expresiva considerable en muchos momentos.

   En el aspecto de la dirección no pueden aportarse muchos halagos a un Carmignola cuya presencia aportó más desconcierto que un liderazgo evidente. Habría que considerar eliminar las funciones sobre el escenario de estos instrumentistas que no son directores, los cuales probablemente son capaces de aportar buenas ideas en los días de trabajo previo –más aun tratándose de un intérprete de cuerda, aunque no se trata de un profundo conocedor de un compositor y un repertorio a los que no se acerca con profusión–, pero parecen estorbar más que aportar cuando se trata del directo. Afortunadamente, y así se demostró a lo largo de toda la velada, el liderazgo de Mercero fue lo suficientemente potente, a la par que sutil, para mantener a la OBS focalizada en su versión, prestando entre poca y ninguna atención a los gestos deslavazados, tardíos y gestualmente confusos del italiano. El propio Carmignola, aparentemente consciente de dicha situación, y en un alarde poco habitual de modestia artística, se empeñó en alabar la labor de Mercero como líder del conjunto en esta ocasión; un gesto que le honra y sin duda hay que aplaudir.

   En definitiva, unas lecturas equilibradas, de cuidado sonido, estilísticamente solventes, quizá sin muchas sutilezas pero sí con una energía y una viveza contagiosas. Como regalo a los asistentes se ofreció el último movimiento de L’estate, segundo de los conciertos que conforman las célebres Le quattro stragioni de Antonio Vivaldi (1678-1741), con un Carmignola absolutamente desaforado, que se preocupó más en ofrecer una muestra de su virtuosismo que en colocar todas las notas en su sitio, acompañado por una OBS increíblemente luminosa y de una energía descomunal. Un cambio de tercio que sin duda demostró la amplitud de repertorio que esta agrupación es capaz de ofrecer con garantías. Una celebración notable para un bicentenario de relumbrón.

Fotografía: Museo Nacional del Prado.

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