Por José Amador Morales
Bilbao. Palacio Euskalduna. 19 de Enero de 2019. Giuseppe Verdi: I lombardi alla prima crociata. Ekaterina Metlova (Giselda), Roberto Tagliavini (Pagano), José Bros (Oronte), Sergio Escobar (Arvino), Jessica Stavros (Viclinda/Sofía), David Sánchez (Acciano), Rubén Amoretti (Pirro), Josep Fadó (Un prior de Milán. Coro de Ópera de Bilbao. Orquesta Sinfónica de Euskadi. Riccardo Frizza, dirección musical. Lamberto Puggelli/Grazia Pulvirenti Puggelli, dirección escénica. Producción del Teatro Regio di Parma.
Con I lombardi alla prima crociata, Giuseppe Verdi aprovecha el empujón del éxito descomunal de su Nabucco para iniciar su etapa compositiva por él mismo denominada como «años de galeras» y que culminaría con la conocida como «trilogía popular» de Rigoletto, Il trovatore y La traviata. El compositor de Busseto pidió por I lombardi una remuneración algo más elevada que Bellini por su Norma, sabiamente aconsejado por Giuseppina Strepponi, a la sazón primera Abigaille, llamada a liberar otras ataduras sentimentales del compositor, más allá de las meramente pecuniarias. Si bien su contenido religioso, patriótico y político engancha directamente con Nabucco, es evidente que Verdi se lanza aquí a poner en práctica ideas y fórmulas novedosas que, tanto a nivel estructural como musical, plasmó en esa fascinante irregularidad que caracteriza I lombardi alla prima crociata. Así pues, la acertada introspección psicológica del personaje de Pagano, el curioso orden de determinadas arias y cabalette (especialmente significativo en el caso de las protagonizadas por Giselda), la falta de obertura y la inclusión de un intermezzo, etc., son algunos de las particularidades de esta ópera que, por otra parte, obtuvo un éxito inmenso en su estreno.
La oportunidad que ha brindado la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera [ABAO] de poder disfrutar de este título verdiano era realmente única por su escasez de puestas en escena así como por la dificultad de las mismas. De hecho, no se ofrecía en la capital vasca desde hacía cuarenta y tres años, es decir, desde su estreno en la ciudad. En esta ocasión se ha llevado a cabo dentro del proyecto Tutto Verdi, consistente en la representación de todas las óperas de Verdi (incluso en sus distintas versiones oficiales), y para cuya culminación sólo restan las representaciones de Jerusalem (precisamente la revisión francesa de I lombardi alla prima crociata) y Alzira.
Lamentablemente, estos I lombardi bilbaínos han estado lastrados por una puesta en escena deficiente y la mala fortuna en cuanto al estado vocal de varios de sus protagonistas. Fue el caso de Roberto Tagliavini y Josep Bros, cuyas presuntas afecciones vocales eran anunciadas por megafonía unos segundos antes del comienzo de la representación, pidiendo la comprensión del público como se suele hacer en estos casos. Pero si el bajo italiano pudo poner en pie su personaje con cierto aseo aún sin estar al cien por cien de su capacidad, el tenor catalán salió con apenas un hilo de voz que se quebraba al mínimo esfuerzo, abusando de la media voz y del falsete y, en definitiva, haciendo sufrir lo suyo a un público que no daba crédito a lo que sucedía. Ciertamente su parte no es cuantitativamente importante (apenas un aria –la hermosa «La mia letizia infondere»–, un dúo y un terceto) pero atesora gran parte de los momentos más bellos de la partitura.
De todas formas Tagliavini no pudo con un papel de Pagano que le vino grande por varios frentes. A nivel vocal careció de rotundidad y presencia vocal, mostrando sólo en su registro central cierta nobleza e idiomatismo en el fraseo. Y a nivel interpretativo, ofreció una caracterización poco convincente, con una excesiva distancia expresiva especialmente en las arias y falta de intensidad en las cabalette. Aún así, su actuación creció y ganó en cierta solvencia conforme avanzó la representación.
Ante el panorama ofrecido por los protagonistas masculinos, Ekaterina Metlova se reveló como la gran triunfadora de la noche y ello pese a su dicción borrosa, sus agudos a menudo metálicos y estridentes, que revelan su origen de mezzo, y unas agilidades no siempre ejecutadas con limpieza. Pero ofreció una bellísima plegaria en el primero, adelgazando la voz y con filados de gran factura, sorteó con arrojo el endiablado finale del segundo acto, con frases de gran empaque dramático, al igual que su gran escena del cuarto («Qual prodigio!»). Sergio Escobar compuso un interesante Arvino con una voz dotada de cierto squillo y proyección, muy apropiada para este primer Verdi en el que se le vio cómodo y muy sobrado. Algún espectador comentaba, medio en serio, medio en broma, que no habría estado nada mal que Escobar hubiese podido asumir la parte de Oronte. El resto del reparto se reveló muy solvente, destacando el Pirro de Rubén Amoretti, de timbre algo ingrato pero con presencia y una conveniente identificación con el personaje
Riccaro Frizza dio una de cal y otra de arena en una dirección sumamente irregular que, si de una parte acompañó con corrección y ofreció limpieza en el sonido, de otra careció de tensión y en no pocas ocasiones pareció confundir intensidad con ruido y efectos agógicos. La Sinfónica de Euskadi estuvo a la altura de las circunstancias, ofreciendo una actuación estimable, al igual que el Coro de Ópera de Bilbao, más comprometido en su vasto cometido aunque consiguió rematar la velada con un precioso «O Signore dal tetto natio».
La producción low cost del Teatro Regio di Parma ofrece un omnipresente muro de las lamentaciones sobre el que se proyectan fotografías que, aunque en algún momento presentan una evidente belleza estética, acaban por saturar en su monotonía y sobre todo por resultar incomprensibles en su inusitado esnobismo (caso de la proyección del Guernica de Picasso ante las llamadas a la cruzada guerrera). Con una luminotecnia de escasa eficacia (numerosos cuadros con dificultad de visión cuando no directamente sobre un vacío negro) y una dirección de actores cuya ausencia acusó demasiado estatismo y falta de ideas en una obra de considerable duración y cambio de escenas, sólo el lucido vestuario de Santuzza Cali logró llamar la atención.
Fotografía: E. Moreno Esquibel.
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