Boris Godunov (Mussorgsky). Bayerische Staatsoper, 30/07/2013
Paradójicamente, Bieito también puede pecar de convencional. El enfant terrible de la dirección de escena operística para muchos, un gran hombre de teatro para otros, presentó en Múnich un Boris Godunov en el que apenas se reconocen los rasgos que han hecho de su trabajo una firma reconocible. Y no hablamos de la provocación gratuita que tantos le achacan, a veces con sobrada justificación, otras sin motivo alguno. Partimos de que Bieito es un gran hombre de teatro y nunca ha buscado la provocación por la provocación, como tampoco ha querido alejarse del convencionalismo por denostarlo en sí mismo de antemano. Pero sin duda, si algo cabe esperar de Bieito es una elevada dosis de fuerza dramática en sus propuestas. Algo que en modo alguno, salvo contados instantes, presenciamos en este Boris de Múnich, más bien reiterativo y convencional, donde Bieito no presenta otra cosa que el consabido retrato de un poder codicioso, al margen de las circunstancias concretas de la Rusia zarista, situando de hecho la acción en el entorno contemporáneo de las democracias parlamentarias, a la que la puesta en escena cita en variadas ocasiones. La escena de Rebecca Ringst articula un gran artefacto giratorio, una suerte de gigantesco cubo que se pliega y se despliega para ir recreando las distintas escenas. La solución es ingeniosa y operativa, pero no aporta nada relevante a la dramaturgia. Lo mismo cabe decir del vestuario de Ingo Krügler y las luces de Michael Bauer; profesionalísimo todo, pero un tanto inane en términos dramáticos. La dirección de actores, eso sí, posee el sello genuino de Bieito, con una expresión trabajada, vivísima y llena de contrastes.
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