La agrupación suiza, una de las más destacadas en el panorama mundial del historicismo, volvió a triunfar en el coliseo madrileño con un exquisito drama «handeliano» que fue presentado por un elenco vocal de excelente altura y la siempre dramática dirección musical del clavecinista italiano
Como en casa
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 15-XII-2024, Teatro Real de Madrid. Alcina, HWV 34 de George Frideric Handel. Elsa Dreisig [soprano], Sandrine Piau [soprano], Juliette Mey [mezzosoprano], Jasmin White [contralto], Alex Rosen [bajo], Stefan Sbonnik [tenor], Bruno de Sá [sopranista] • Il Pomo d’Oro | Francesco Corti [clave y dirección].
Creo que es la mejor [ópera] que ha hecho nunca, pero he pensado lo mismo de tantas, que no diré positivamente que es la mejor, pero es tan buena que no tengo palabras para describirla […], hay mil bellezas. Mientras el Sr. Haendel tocaba su parte, no pude evitar pensar que era un nigromante en medio de sus propios encantos.
Mary Pendraves, en una carta a su madre [12-IV-1735].
Me encantaría no tener que señalar para comenzar esta crítica que, a pesar de sus notables avances en las últimas temporadas, la presencia de la ópera barroca sigue siendo una mera anécdota –un ornamento, si se prefiere– dentro de la programación del Teatro Real. Sí, por supuesto que hay algunos títulos cada temporada específicamente dedicados a la música escénica de los siglos XVIII y XVIII, pero los especialistas en este repertorio nos vemos abocados a tener que acudir casi de forma exclusiva a estas funciones únicas en formato concierto de algunos dramas, por otro lado, bastante conocidos dentro del repertorio. ¿Se va a apostar de verdad por este repertorio de una vez? Y no, la respuesta de que cada temporada, con suerte, puede disfrutarse de un título escenificado no parece la más idónea. La deuda es innegable y el desequilibrio patente, si se compara con el grueso de esa «gran ópera» de los siglos XIX y XX que se sigue defendiendo como el período dorado del género operístico. Todo esos reaccionarios que entienden que apenas existe ópera antes de Mozart deberían revisar la excepcionalidad de la producción de muchos compositores del Barroco europeo –y no, no sólo de Handel se vive–, que hicieron mucho por dar vida a un género que siguió haciéndose grande siglos después, pero que tiene un germen claro en el drama barroco.
Así las cosas, regresaba la agrupación suiza Il Pomo d’Oro, dirigida por el excepcional clavecinista y director italiano Francesco Corti, a la que parece ya su casa, pues en las últimas temporadas han visitado el coliseo madrileño en no pocas ocasiones, aunque siempre sin la oportunidad de desarrollar un trabajo más concienzudo sobre las tablas, casi de paso dentro de la gira europea con la ópera de turno. Está fantástico, pues se trata de una agrupación de primer orden mundial, pero estaría genial poder apreciar su trabajo en otras circunstancias y quizá con un número de efectivos algo más abundante. Quien sabe si para la próxima.
Handel tomó de Ludovico Ariosto la trama para su ópera Alcina, tomando el Orlando furioso [1516] como fuente –que ya le había servido de inspiración en dos óperas previamente: Orlando [1733] y Ariodante [1735]–. La ópera adapta el libreto anónimo que Riccardo Broschi –hermano de Carlo Broschi, es decir, «Farinelli»– [c. 1698-1756] utilizó para su ópera L’isola d’Alcina [1728], basada en los cantos VI y VII del del texto del poeta italiano. Con Alcina, el compositor se reestrenó con la Royal Academy of Music en el paso del King’s Theatre al recientemente construido Covent Garden Theatre londinense, donde se estrenó el 16 de abril de 1735. Handel, uno de los más audaces compositores para cantantes de la historia, contó en el estreno con un elenco de imponente nivel: Anna Maria Strada del Pò [soprano, como Alcina], Cecilia Young [soprano, como Morgana], Giovanni Carestini [castrato alto, como Ruggiero], Maria Caterina Negri [contralto, como Bradamante], John Beard [tenor, como Oronte], Gustavus Waltz [bajo, como Melisso] y William Savage [niño soprano, como Oberto].
El musicólogo y especialista en ópera «handeliana» Winton Dean comenta lo siguiente acerca de esta ópera: «Como nos informa el argumento del libreto, ‘la historia está tomada de los cantos sexto y séptimo del Orlando furioso de Ariosto, pero alterada en parte para una mejor conformidad dramática’. Ariosto aporta el elemento central de la trama, la seducción de Ruggiero por Alcina y su huida final, y una escena en particular en la que Melisso, disfrazado de Atlante, abre los ojos de Ruggiero a la verdadera naturaleza de Alcina por medio del anillo mágico. Estos tres son los únicos personajes importantes en el relato de Ariosto. Melissa [sic] es una maga benévola, guardiana de los intereses de Bradamante, que no solo planea de Ruggiero, sino que devuelve a los amantes de Alcina su forma humana. Bradamante permanece en segundo plano; Morgana se menciona de pasada como una hechicera no menos que su hermana, Oronte y Oberto en absoluto. […] De las treinta y cuatro arias de Broschi –incluidos el dúo y el trío–, Handel conservó el número excepcionalmente elevado de veinticuatro, diecinueve de ellas para los mismos personajes y cinco –con algunos cambios textuales– para personajes diferentes en situaciones distintas. De los diez textos no conservados, seis desaparecieron y tres fueron sustituidos, dos de ellos por arias más fuertes y positivas para la propia Alcina […] Alcina completa el trío de sus óperas de Ariosto, y es su última ópera de contenido mágico. La magia no es un mero andamiaje para sostener la trama; el sabor del encantamiento (en más de un sentido) impregna toda la partitura. Como en Orlando, Handel se inspira en la visión del mundo natural y sobrenatural de Ariosto. En ambas óperas, y en Ariodante, se tiene constantemente presente el trasfondo de la naturaleza y el aire libre. Esta combinación atrajo la imaginación de Handel, evocando una cualidad que podríamos calificar de romántica. Sin las ataduras del racionalismo o la moralidad, en la medida en que se extendían a la convención operística, era libre de describir las seductoras delicias de la isla de Alcina con extraordinaria viveza. Fue capaz de explotar los nuevos recursos –ballet, coro, los espectaculares efectos escénicos asociados a las pantomimas de John Rich– adquiridos con el traslado a Covent Garden, con el resultado de que, en una buena representación, Alcina atrae por igual a la vista, el oído y la imaginación, formando una fusión profundamente satisfactoria de las artes que componen la ópera: música, drama, danza y espectáculo. Burney pensó que, si alguna ópera de Haendel tuviera que ser reestrenada en el escenario en su totalidad, Alcina sería una candidata idónea», sentencia».
Portada de la ópera Alcina, de Geroge Frideric Handel, editada por John Walsh en 1735.
Y continúa explicando: «La disposición está cuidadosamente planificada, tanto en el libreto como en la música. Las arias están colocadas de tal manera que, además de hacer avanzar la trama y desarrollar los personajes, se ponen en relieve unas a otras, contribuyendo en gran medida a la ironía dramática que impregna la partitura. […] Mientras que al principio y al final de la ópera la textura es atractivamente variada por coros y danzas, a primera vista sorprende descubrir que las arias se ajustan más de lo habitual a un estricto plan da capo. No hay ni un solo dal segno en las nueve arias del acto I y solo seis en la ópera (aunque incluyen al menos dos ejemplos sobresalientes) frente a diecinueve con da capo exacto (veinte con el trío). Pero no hay riesgo de monotonía formal. Tres arias tienen secciones B contrastadas en tempo y métrica, así como en tonalidad, y cuatro se dirigen a dos personajes alternativamente o en parte al público. Se percibe un plan tonal definido. El acto I está firmemente asentado en si bemol (la obertura y tres arias, incluida la última) y la tonalidad regresa en el trío culminante; el acto II pasa de sol menor (dos de los solos de Ruggiero) a la relativa menor de sol mayor; el acto III de dos movimientos en re menor a sol mayor. Todas las danzas (excepto la pantomima del final del acto II, que pasa del mi menor del aria de Alcina a mi mayor) y todos los coros menos uno están en sol menor o mayor; el cuarto está en su dominante. Aunque el escenario es mítico y el curso de los acontecimientos se presta a perturbaciones sobrenaturales, el rasgo distintivo de los personajes es su intensa humanidad. Las grandes óperas de Handel suelen tener un tema dominante que les confiere su ‘particular tinta’, por tomar prestado el término de Verdi; el amor sexual desinhibido en Giulio Cesare, la fidelidad conyugal en Rodelinda, los lazos entre padre e hija en Tamerlano, la traición de la inocencia en Ariodante. En Alcina, el amor tiene muchas caras: la pasión que consume a la propia Alcina, una relación más superficial en Oronte y Morgana (al menos hasta su última aria), lazos conyugales en Bradamante, filiales en Oberto, casi paternales o al menos tutelares en Melisso. Incluso hay un toque maternal en la escena del segundo acto de Alcina con Oberto, donde invoca su ‘materno amor’. El escenario mágico parece haber agudizado, como en sus otras óperas mágicas, la percepción de Handel de la debilidad y la locura humanas. Alcina puede ser una bruja, pero sus emociones y deseos son los de una mujer mortal elevada al grado más alto. Su música no deja lugar a dudas de que está desesperadamente enamorada de Ruggiero, mientras que él es víctima de una obsesión, ya que está atado por un hechizo. Significativamente, no tiene música de amor directa, lo que debe ser raro para un héroe castrato. Alcina es la más desarrollada de las hechiceras de Handel y una de las grandes heroínas trágicas de la ópera. Su carácter, dibujado con maravillosa sutileza, evoluciona radicalmente en el transcurso de la acción. […] Los movimientos corales y de danza y las espectaculares transformaciones escénicas contribuyen no poco al impacto de Alcina en el teatro. El coro, más que en otras óperas de Handel de la temporada de 1734/35 o posteriores, desempeña un papel integral en la acción, primero como cortesanos de Alcina, después como sus víctimas. Como cabía esperar de la participación de Marie Sallé, las danzas reflejan la influencia francesa; de ahí la lengua francesa de la mayoría de sus títulos».
Para concluir, un asunto siempre necesario cuando se habla de la producción musical de Handel: como indica John Roberts en Handel Sources, «la ópera registra nueve préstamos, principalmente de Reinhard Keiser y Giovanni Bononcini. Ninguno de ellos supera unos pocos compases. Uno o dos –admite Roberts– son tenues y pueden ser coincidentes: el resto podría ser el resultado de que la memoria de Handel retuviera, tal vez inconscientemente, un fragmento de la obra de otra persona y lo utilizara como punto de partida para una nueva composición». Sin embargo, Dean añade en un apéndice en su estudio de las óperas a tres autores más citados por Handel [Georg Philipp Telemann, Francesco Gasparini y Giovanni Antonio Cesti], además de varios autopréstamos de algunas composiciones previas.
Buena parte del éxito de la velada se debió el excelente hacer general del elenco solista, especialmente de las voces femeninas, todas ellas rozando la excelencia o, cuando menos, muy notables en su cometido. Menos interesantes, aunque bastante correctos, los solistas masculinos, de los que se hablará más adelante. Hay que comenzar necesariamente por la protagonista del drama, la maga Alcina, hermana de Morgana y enamorada de Ruggiero, sobre la que pivota buen parte del drama. Cuando cantantes no especialistas puramente en repertorio barroco asumen estos roles, lo más complejo sea probablemente adaptar su voz al estilo; y esto, se tiene o no se tiene, es decir, las imposturas rara vez suelen funcionar y convencer. No fue el caso de la excelente soprano franco-danesa Elsa Dreisig, una cantante que se mueve con mucha comodidad en el bel canto del Clasicismo y pleno Romanticismo operístico. No está, por tanto, excesivamente alejada de algunos aspectos de este repertorio Barroco tardío, pero realizó una labor tremendamente inteligente que es de justicia alabar, exquisitamente en estilo, con una hermosa naturalidad canora y loablemente artística a lo largo de toda la velada. Tuvo numerosas arias, comenzando con «Di’, cor mio, quanto t’amai», en la que ya demostró muchas de sus múltiples cualidades: posee un timbre de preciosas coloraciones, si bien no tremendamente personal, sí con brillo en el agudo, cálido y redondo en la zona media, cuidada emisión, poderosa proyección, una dicción bien trabajada, haciendo gala de un vibrato elegante y bien escogido, fraseando con enorme musicalidad y dramáticamente correcta –aunque estas versiones en concierto tampoco favorecen este aspecto a los solistas–. En «Sì, son quella! Non più bella», acompañada de un solvente obbligato de violonchelo a cargo de Ludovico Minasi, manejó el fraseo y la tensión de su línea con elocuencia expresiva, gestionando los momentos álgidos con perspicacia, e incluso ofreció un da capo de exquisita naturalidad, muy fluido en las ornamentaciones y muy solvente en el agudo. Supo mantener la tensión dramática en «Ah! mio cor!», destacando aquí el extraordinario manejo de la densidad de texturas y las dinámicas por parte del aparato orquestal. No es habitual que solista y orquesta sean capaces de mantener el dramatismo en arias de exigencia por igual, pero la compenetración entre Dreisig –que estuvo aquí bastante verosímil– e Il Pomo d’Oro a lo largo de la noche resultó admirable. Excelente manejo prosódico en el accompagnato «Ah! Ruggiero crudel», de luminosa energía en voz y acompañamiento orquestal, dando paso a una de sus grandes arias «Ombre pallide, lo so», precedida de una transición en la cuerda algo desajustada –de los pocos momentos en los que el pilar fundamental de Il Pomo d’Oro no estuvo al excelente nivel acostumbrado–. Se mostró excelsa en el manejo de la melismática escritura, muy fluida en medida y cuidando con mimo las agilidades. Grácil en «Ma quando tornerai», volvió a sorprender su admirable adaptación al estilo. Imponente el dramatismo adquirido en el acompañamiento orquestal, destacando una cuerda de imponente registro grave. Concluyó su participación con «Mi restano le lagrime», mostrando que es también de moverse con exquisita sutileza en arias de escritura más calmada, sin floreos ni excesiva pirotécnica; de hecho, destacó sobremanera en este registro de mayor lirismo, acompañada con notoria finura por la agrupación suiza. Sin duda, todo un descubrimiento y una de las grandes triunfadoras de la noche.
No menos excepcional resultó el concurso de la mezzosoprano francesa Juliette Mey, otra cantante joven que está deslumbrando en sus recientes apariciones sobre los escenarios del mundo, a la que habrá que seguir –al igual que a Dreisig– muy de cerca, porque les espera una fulgurante carrera. Más acostumbrada al repertorio Barroco, que es uno de los pilares sobre los que está fundamentando su carrera desde el inicio, encarnó a un Ruggiero [guerrero sarraceno y amado de Bradamante] en plenitud vocal, en sus hasta siete arias, comenzando por «Di te mi rido», de una presencia vocal de gran recorrido, bien proyectada, aposentada en una zona media consistente, no tanto así un grave de poca presencia, registro homogéneo en la zona de paso, aquilatado fraseo, naturalidad en las agilidades y un timbre de coloraciones no especialmente obscuras, bastante calibrado entre brillo y redondez. Destacó el bonito color de las cuerdas aquí, con articulaciones muy bien definidas, especialmente en los pasajes de coloratura, en la que la solista cumplió con notable solvencia. En «La bocca vaga, quell’occhio nero», Mey pudo mostrar nuevamente la solidez y buen equilibrio entre sus registros y estuvo, por lo demás, muy convincente desde la perspectiva dramática. En los ariosos «Col celarvi» y «Qual portento mi richiama» lo más destacable resultó la naturalidad en su línea de canto, moviéndose con suma fluidez en el fraseo legato. Sin duda, «Mi lusinga il dolce affetto» es una de sus grandes arias, reflejada aquí con asombrosa naturalidad en el lirismo de su melodía, exquisita en el fraseo, tímbricamente arrebatadora por momentos, muy sólida y expresiva. Estuvo acompañada con excepcional naturalidad y flexibilidad por la agrupación orquestal, y junto firmaron un da capo absolutamente deleitoso en sus ornamentaciones, en unos de los momentos de mayor belleza de la velada. En «Mio bel tesoro» logró una captación sobresaliente de los matices expresivos del personaje, aportando además una fascinante gracilidad en su línea de canto. La sutileza del acompañamiento, con el siempre cálido timbre de la flauta de pico, hizo el resto. Otro de los grandes momentos de esta ópera es su aria «Verdi prati, selve amene», absoluta genialidad salida de la pluma «handeliana» para deleite de todo aquel con un mínimo de sensibilidad. Planteó el fraseo como debe ser aquí, elegante, levemente flexible, dulce, pero decidido, rebosante de detalles en las ornamentaciones de los da capo; lo hizo acompañada por un Il Pomo d’Oro dúctil, muy hábil en la concertación, destacando una interesante línea del bajo, a la que lamentablemente le faltó mayor presencia de la tiorba y ser un poco menos abruptos violonchelos y contrabajo en las transiciones entre secciones. En su última aria, «Sta nell’Ircana pietrosa tana», con correcta presencia de unas trompas barrocas puramente española [Javier Bonet y Pedro Blanco], volvió a brillar en las agilidades, definiendo la coloratura con asombrosa facilidad, mostrando una solidez técnica importante. Vibrante, por lo demás, una sección de cuerda esplendorosa en sonido y articulaciones.
Se contó todavía con otra jovencísima cantante, la contralto estadounidense Jasmin White. Junto a Dreisig y Mey protagonizó el único número de conjunto de todo el drama, exceptuando los coros, el terzetto «Non è amor, né gelosia», razoblemente construido a nivel de escucha, con líneas claras y balance suficiente. Tres voces con características bastante definitorias, que las hace muy distintas, pero que consiguieron ensamblar bien en afinación, acompañadas por la luminosidad sonora y energía de Il Pomo d’Oro. Su Bradamente [paladina cristiana y amada de Ruggiero] resultó notablemente atractivo, más desde lo vocal que en lo dramático. En sus tres arias, «È gelosia, forza è d’amore», «Vorrei vendicarmi» y «All’alma fedel», exhibió algunas de sus cualidades más destacadas, imponiéndose sobre las demás un timbre de coloraciones obscuras, con mucho peso, carnoso en la zona media-grave, muy atrayente. Estuvo cómoda también en las incursiones en la zona alta, bastante fluida en las agilidades, con una facilidad de línea notable, muy buena proyección e impostación, con una coloratura firme y de cierto brillo. Aunque de presencia más breve, resultó otro de los descubrimientos más interesantes de esta velada «handeliana».
Entre tanta joven promesa –o realidad– se erigió una vez más –y ya hemos perdido la cuenta– la figura de la soprano francesa Sandrine Piau, que a sus casi sesenta se sigue mostrando en absoluta plenitud vocal. Su Morgana [maga y hermana de Alcina; enamorada de Oronte] resultó absolutamente referencial, en todos los aspectos. Es una ópera que conoce bien –ya ha encarnado a Alcina en otras ocasiones, con extraordinario éxito–, y se movió con plena naturalidad y mano firme en sus arias, algunas de las cuales se encuentran entre lo más destacable de la ópera. Su timbre, siempre tan amable y elegante, sigue destilando finura, y su capacidad para moverse por el registro agudo con total facilidad no deja de asombrar. Fue la encargada de iniciar las arias, con «O s’apre al riso», muy bien proyectada, con un trabajo de dicción impecable, sostenido aquí por un bajo continuo de poderosa contundencia, amplificado con la presencia de dos claves. Además, a nivel dramático resultó sin duda la más implicada y creíble, muy natural, gestualmente certera, con pocos recursos utilizados, pero tremendamente efectivos. «Tornami a vagheggiar» es otro de los momentos esperados por todos aquellos que conocen esta ópera, y con razón, pues Handel despliega aquí todo su genio melódico, en un aria que es imposible quitarse de la cabeza una vez se escucha. Magníficamente tratados los pasajes homofónicos entre cuerda y solista, con una Piau que se manejó en la coloratura con absoluta organicidad, luminosa y nítida en el agudo, pero también certera en las articulaciones, muy diestra a nivel de métrico. Además, fue capaz de construir un da capo regado de ornamentaciones fluidas y de gran refinamiento. «Ama, sospira», acompañada por un sólido solo de violín a cargo de la excelente Zefira Valova –brillante en afinación, muy limpia en sus articulaciones y de sonido redondo y luminoso–, destacó por la capacidad de ambas para imbricar sus líneas, con Piau sosteniendo las notas tenidas con cuidada emisión y sin perder la tensión de sonido. Impresionante, por lo demás, la cadenza del violín solista que cierra el aria. En «Credete al mio dolore», que presenta otro solo instrumental, esta vez de violonchelo, su agudo no logró tanto peso, pero el sonido general y su afinación resultaron admirables una vez más. Tan sutil en el fraseo y expresiva como nos tiene acostumbrados, su partenaire en esta ocasión no estuvo tan resolutivo como su colega violinista, y aunque tuvo algunos momentos muy destacados, le faltó algo de finura y limpieza. Sorprendió, por lo demás, su recurrente uso del vibrato expresivo.
Entre los cantantes masculinos, luces y sombras, comenzando por lo más interesante, el bajo estadounidense Alex Rosen, que defendió un Melisso [mago y tutor de Bradamante] vocalmente consistente, de grave poderoso, timbre de coloraciones argénteas, ágil en la coloratura y de energía bien gestionada, tiene una proyección notable y la zona grave presenta un recorrido adecuado. Su rol tan solo presenta un aria [«Pensa a chi geme d’amor piagata»], que defendió con gracilidad en las agilidades, una zona media y grave aposentada, aunque algo tenso en sus escasas subidas a la zona alta, además de una afinación muy correcta. Manejó, por lo demás, los recitativos con marcada expresividad, buen trabajo prosódico general y fue, sin duda, un sólido secundario.
Bastante menos destacable resultó la presencia del sopranista brasileño Bruno de Sá, que sin duda resulta un cantante interesante dadas sus características vocales, especialmente el registro en el que suele mover y que no es muy habitual en la actualidad –desde luego es bastante mejor sopranista que su colega venezolano, un producto de la mercadotecnia falta de todo interés puramente musical–, pero cuya presencia se vuelve dudosa cuando comparte elenco con cantantes de primer orden. Teniendo en cuenta que el papel de Oberto [hijo del paladín cristiano Astolfo] fue estrenado por el niño soprano William Savage, su tesitura y prestaciones vocales resultaron muy apropiadas para el mismo. Hay que destacar, no obstante, que en sus tres arias [«Chi mi insegna il caro padre», «Tra speme e timore» y «Barbara! Io ben lo so»] ofreció algunos momentos de interés, sobre todo en el manejo de la coloratura –se mueve excepcionalmente bien en este ámbito–, con una proyección poderosa, algo no siempre habitual para un falsetista, impecablemente acompañado por el violonchelo obbligato de Minasi en la primera de las arias. Sin embargo, faltaron presencia y peso en el agudo, que resultó un tanto hueco y tímbricamente no siempre se recibe con agrado, además de que en varios momentos llegó con excesiva tensión, si bien es cierto que esto no afectó de manera general a la afinación.
Por su parte, el tenor alemán Stefan Sbonnik asumió un Oronte [general de Alcina; enamorado de Morgana] de bastante regularidad, sin alardes, pero cumplidor y sin cargar las tintas en el agudo –algo habitual en este papel en los últimos años, que ha resultado casi siempre poco agraciado–. Tuvo tres arias, comenzando por «Semplicetto! A donna credi?», algo falto de presencia en el agudo, sin cuerpo ni personalidad marcada, pero agradable, sin tensar el agudo y bastante elegante, que no es poco. Se movió cómodo en las agilidades, aunque faltó un poco limpieza en la zona media, y estuvo acompañado por unos violines y oboes exquisitamente empastados; en el da capo estuvo más intenso, aunque menos natural en la emisión del agudo. Algo mecánicas las articulaciones en la coloratura del aria «È un folle, è un vil affetto», tampoco muy estricto en tempo, alcanzó contas más altas en su aria más bella, «Un momento di contento», a pesar de su fraseo algo artificial, pero mostró un timbre de cierta calidez y un discurso en absoluto forzado en el agudo, con una dicción bien elaborada y una zona media sólida.
Por supuesto, como siempre que se trata de Il Pomo d’Oro, gran parte del éxito en el resultado final conviene atribuírselo a esta agrupación, que continúa ampliando su historia a cada temporada que pasa, con más grandeza, si cabe, cuando se pone a las órdenes de un talento descomunal como el de Francesco Corti. La orquesta, a pesar de contar con una plantilla no especialmente numerosa [5/4/2/2/1 para la cuerda, con 2 oboes, 2 trompas y el habitual continuo], sonó como es habitual en ella: empastada, equilibrada, muy afinada [casi siempre], colorista, firme, con empaque, enérgica y muy expresiva. Sin llegar a las cotas que Minkowski alcanzó con aquella imponente Les Musiciens du Louvre –una orquesta que Corti conoce bien– en el CNDM la temporada pasada con esta misma ópera, la teatralidad que fueron capaces de implementar por momentos resultó tan necesaria como encomiable. La sección de cuerda sigue siendo el valor fundamental de la agrupación, liderada con mano firme por Zefira Valova como concertino al frente de los primeros violines –por cierto, con notable presencia española en los nombres de Cristina Prats y Jesús Merino– y Nicholas Robinson en los violines II, contando con la siempre certera –y nunca bien ponderada– presencia de las violas barrocas de Giulio D’Alessio y Archimede De Martini, así como los violonchelos barrocos del ya mencionado Ludovico Misani y Natalia Timofeeva. Excelente trabajo general de los oboes barrocos a cargo de Gabriele Pidoux y Anabelle Guibeaud, el primero de los cuales, junto al fagotista barroco Ángel Álvarez –que estuvo excelente en sus labores de continuo– se desempeñaron muy correctamente en las flautas de pico. Es necesario volver a destacar aquí la siempre exigente labor de empaste y afinación entre oboes y violines cuando hay pasajes en unísono. Que se trata de una orquesta muy bien trabajada se percibió en momentos como el fugado central de la Obertura, por ejemplo, o en algunos de los otros momentos puramente orquestales de esta ópera –y eso que Corti decidió no interpretar todas las danzas que Handel introdujo a lo largo de la obra–. Las sinergias que se crearon en algunos momentos están sólo a las alturas de las más grandes agrupaciones, e Il Pomo d’Oro sin duda lo es. Por supuesto, no es posible dejar de lado el otro gran pilar, que es el continuo, sustentado aquí por el contrabajo barroco de Jonathan Álvarez –que impone siempre profundidad de sonido y un carácter rítmico vibrante–, además de la tiorba de Nacho Laguna –correcto, pero al que le faltó mucha presencia– y el clave de Arianna Radaelli –majestuosa en su trabajo de tutti, pero especialmente relevante en la sustentación general de los recitativos y la mayor parte de las arias, siempre dúctil, poderosa en presencia sonora y excelente en el desarrollo del bajo, adaptándose muy bien al carácter específico de los diversos momentos–.
En estas labores la acompaño Francesco Corti, que ejerció una vez más de verdadero maestro al cembalo –una rara avis, porque no es habitual ver a un director moverse con tanta soltura entre la dirección y el clave–, ofreciendo una vívida versión, enérgica, con una carga dramática bastante ajustada, aunque sin excesos, muy atenta al detalle, referente claro en entradas y finales, con un gesto diáfano y efectivo. Logró balancear muy bien las líneas, sobre todo entre los solistas y la orquesta, con una concertación certera en su planteamiento. Asumió el carácter bastante francés de las danzas con notable naturalidad, insuflando en la orquesta un impulso rítmico notable. Además, el trabajo dinámico, sin resultar muy profundo, aportó interesantes dotes sonoras y expresivas en varios momentos del drama, cuando era más necesario y muy acorde al carácter de la escritura. Logró incluso equilibrar bastante bien los coros, que aquí tienen mayor presencia y relevancia de lo habitual en otras óperas de Handel. Él comprende bien a la orquesta y esta responde como tal a su dirección, logrando una de las relaciones más fructíferas y artísticamente destacables de la actualidad. Una vez más, Corti e Il Pomo d’Oro han logrado quedarse con el corazón del público madrileño y del Teatro Real, en el que se encuentran ya absolutamente como en casa. Volverán pronto, así que estaremos atentos a sus visitas…
Fotografías: Javier del Real/Teatro Real.
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