El contratenor alemán ofreció una exquisita lección de canto, aunque no estuvo acompañado al mismo nivel por su compañera en escena, desluciendo en parte una velada musical en la que también logró brillar la agrupación historicista lusa
El que tiene, retiene…
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 9-XI-2024, Auditorio Nacional de Madrid. Divino Pergolesi. Obras de Nicola Porpora, Giovanni Bononcini, Leonardo Vinci y Giovanni Battista Pergolesi. Andreas Scholl [contratenor], Sarah Traubel [soprano] • Divino Sospiro | Massimo Mazzeo [dirección].
La claridad, simplicidad, verdad y dulzura de expresión [de sus auténticas obras vocales] le dan derecho a la supremacía sobre todos sus predecesores y rivales contemporáneos, y a un nicho en el Templo de la Fama entre los grandes perfeccionadores del arte; y si no el fundador, el principal pulidor de un estilo de com- posición tanto para la iglesia como para la escena que ha sido cultivado constantemente por sus sucesores, y que, a la distancia de medio siglo desde el corto período en el que floreció, todavía reina en toda Europa.
Charles Burney: A General History of Music, iv [London, 1789].
No sería justo decir aquello de «el que tuvo, retuvo». No al menos en el caso de Andreas Scholl, que tan sólo un día antes de cumplir cincuenta y siete años se plantó en la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Música de Madrid para acometer, junto a la soprano alemana Sarah Traubel y la orquesta historicista portuguesa Divino Sospiro, que dirige el italiano Massimo Mazzeo, un hermoso programa de pleno Barroco napolitano, con el celebérrimo Stabat Mater de Giovanni Battista Pergolesi como obra central, de ahí que el título del programa fuera precisamente Divino Pergolesi. Como se ve, todo un crisol de nacionalidades y culturas para una música que definitivamente ha logrado traspasar siglos y fronteras, de tal forma que continúa siendo una de las obras más inspiradoras para intérpretes y público de entre las muchísimas que se compusieron en el siglo XVIII italiano. Y digo que no sería justo acudir a ese lugar común con el que comenzaba este texto, porque si bien es cierto que el contratenor germano no tiene una agenda tan apretada como tiempo atrás, ni su presencia en los auditorios y teatros de todo el mundo es tan habitual como en aquellos años en los que dominó la escena internacional, en absoluto se encuentra en un proceso de retiro, sino que continúa en plena forma canora, como demostró en esta velada al auspicio de Maelicum Conciertos, una de esas instituciones independientes que también conforman la apretada actividad musical que acoge Madrid.
Todos juntos ofrecieron un breve, pero satisfactorio, recorrido por la Napoli sacra allá por la primera mitad del XVIII, comenzando por la figura de Nicola Porpora (1686-1768), con la Obertura de su drama sacro Il trionfo della divina giustizia ne’tormenti e morte di Giesù Cristo signor nostro, estrenado en San Luigi di Palazzo de la ciudad partenopea, el 4 de abril de 1716. Porpora es uno de los máximos exponentes de ese Barroco napolitano exuberante en lo melódico –de hecho, creo que él es uno de los mejores «melodistas» de todo el Barroco italiano–, y aunque es quizá más conocido por su etapa operística londinense, como rival de Handel al frente de la Opera of the Nobility, e incluso como maestro de canto de algunos de los grandes castrati del momento, como Caffarelli y, especialmente, Farinelli –gracias al célebre filme dedicado su figura hace algunos años–, se trata sin duda de uno de los referentes en la ópera seria del Barroco tardío, destacó también en otros géneros vocales como el oratorio y el dramma sacro o la cantata de cámara. Su obertura, a la manera tradicional tripartita, sirvió para comprobar las capacidades de una agrupación orquestal como Divino Sospiro, que acudió en formato de cuerda y continuo, con una plantilla no muy opulenta y significativamente conformada por mujeres. Con una sección de cuerdas no especialmente nutrida [3/3/2/2/1], planteó una lectura compacta, vívida a nivel melódico, de terso y bien empastado sonido en unos violines barrocos liderados por Iskrena Yordanova. Estuvieron enérgicos, pero con elegante fraseo, especialmente en aquellos pasajes en los que la textura orquestal se aligeraba notablemente. Poderoso, pero bien aposentado, el bajo continuo, en el que destacaron la pulsación bien presente y los poderosos rasgueos de Pietro Prosser al archilaúd. La fuga central llegó bien delimitada en las sucesivas entradas del sujeto, con una sección de violas barrocas muy comprometida en manos de Lucio Studer y Elena Gelmi. Muy orgánico aquí el diálogo entre los violines primeros y segundos, de cálida emisión y una afinación muy cuidada. La última sección de la obertura llegó con un tutti de impecable sutileza, excelentemente articulado en unas dinámicas bajas de exquisita expresividad general, antes de dar paso a un solo de archilaúd que enlazó sin solución de continuidad con la primera de las arias de la velada.
Inicio del manuscrito del Stabat Mater, de Giovanni Battista Pergolesi [c. 1736, Sächsische Landesbibliothek, Dresden].
Andreas Scholl estuvo acompañado por Sarah Traubel, y este fue, a fin de cuentas, el principal problema de la velada, pues se trata de una cantante dotada de importantes cualidades canoras, pero muy alejada de este repertorio, en el que ni logró brillar, ni en el que se adaptó a las condiciones de tocar con una orquesta historicista. Gracias al buen hacer de Scholl, un contratenor que tiene una proyección importante –en casi todos sus registros– para lo que es habitual entre los falsetistas, su presencia en los dúos no quedó relegada a un excesivo segundo plano. Aunque colabora con él en algunas ocasiones –incluso ha aparecido recientemente una grabación de ambos en el sello Aparté–, posee un vibrato excesivo para este repertorio –que le cuesta reducir de forma natural, lo que afea la emisión– y un timbre no especialmente amable en el agudo –aunque esto es una cuestión más de gusto personal–. Ella ya evidenció algunos de estos problemas en su primera aria a solo, «Voglio piangere», del oratorio La Maddalena ai piedi di Cristo de Giovanni Bononcini (1670-1747). Se trata del único compositor no puramente napolitano del programa –aunque sí guarda algo de relación con la ciudad–, pues nació en Modena y desarrolló la mayor parte de su carrera en ciudades del norte y centro de Italia, como Bologna y Roma, acabando sus días al servicio de Leopold I en Viena. Fue un compositor verdaderamente cosmopolita, que viajó por diversas ciudades europeas, como London, Paris, Madrid o Lisboa. La divergencia entre el enfoque instrumental y el vocal quedó patente aquí: sutiles y cómodos en estilo unos, forzada y poco delicada la otra, aunque es cierto que gestionó bien algunos recursos, como el fiato, la dicción y una afinación muy solvente. El vibrato excesivo, especialmente en las notas largas, resultó molesto y perdió cualquier sentido como recurso ornamental. Cómoda en registro, mostró un agudo con recorrido, aunque no logró impactar en ningún momento con su discurso, tampoco en lo expresivo, donde estuvo excesivamente neutra. Sin duda, logró más impacto el manejo de la intensidad sonora en las cuerdas y el continuo que la voz solista, lo cual resulta muy significativo.
Entonces apareció el gran protagonista de la velada –que el programa de mano estuviera ilustrado con su fotografía en portada no es una casualidad, pues sin duda se trataba del gran reclamo de este concierto–, y lo hizo para acometer el aria «Chi mi priega», de Le glorie del SS Rosario, un oratorio de Leonardo Vinci (c. 1690/96-1730) estrenado en Santa Caterina a Formiello de Napoli el 6 de octubre de 1722. Este compositor calabrés de nacimiento estuvo muy vinculado a la escena musical napolitana la mayor parte de su vida, aunque también escribió óperas para ciudades como Roma o Venezia. Su música ejerció una influencia directa en muchos compositores de la generación siguiente, sobre todo Pergolesi y Johann Adolf Hasse, pero también lo hizo en compositores anteriores, como Vivaldi y Handel, cuyas obras postreras incorporan elementos del estilo de Vinci y sus colegas napolitanos. Obtuvo algunos cargos de importancia, como maestro di capella en Santa Caterina a Formello y pro-vice-maestro en la Cappella Reale de Napoli. Aunque destacó especialmente en el ámbito de la música escénica, compuso también algunos oratorios y otras obras en géneros vocales como cantatas y motetes, e incluso algunas pocas obras instrumentales. Fue principalmente en sus arias donde Vinci forjó el nuevo estilo que puede considerarse el inicio del Clasicismo, un nuevo estilo se desarrolló primero en la ópera cómica y se introdujo gradualmente en la opera seria, siendo los elementos cómicos del libretista Silvio Stampiglia –con el que colaboró– los que permitieron un desarrollo más coherente. Las bases del nuevo estilo ya estaban establecidas cuando Vinci empezó a colaborar con Pietro Metastasio, cuyos drammi eran ideales para el desarrollo de aquel nuevo estilo. La rivalidad de Vinci con Porpora sirvió sin duda de catalizador, ya que cada compositor intentaba superar al otro escribiendo à la mode. Dado que Porpora y Vinci eran los colaboradores originales de Metastasio, el nuevo estilo se convirtió en un ingrediente importante de la ópera metastasiana cuando esta inició su conquista de los teatros de Europa. El nuevo estilo se caracterizaba por el tratamiento periódico de la melodía. Jean-François Marmontel, en su Essai sur les révolutions de la musique en France, consideraba a Vinci como el creador de estas nuevas maneras: «Pero el verdadero momento de su gloria fue cuando Vinci trazó por primera vez el círculo de la canción periódica que en el puro diseño elegante y pulido presentaba al oído, como un período al ingenio, el desarrollo de un pensamiento completamente rendido. Fue entonces cuando se reveló el gran misterio de la melodía». Y aunque Vinci fuera o no el primero en trazar «el círculo de la canción periódica», sí fue el primer compositor de renombre internacional que cultivó el estilo con constancia, hasta tal punto que se asoció a él y a quienes continuaron en esta línea, que fueron considerados sus discípulos. A fin de cuentas, brillantes creadores de melodías –en el mejor sentido–, como ya se indicaba más arriba. Dice Kurt Markstrom, que «La melodía periódica de Vinci tenía sus orígenes en la danza, y muchas de las arias de sus primeras obras se basan en danzas como el minué, el passepied, la bourée y la gavotte. Sin embargo, como señaló F.-J. Chastellux, esta nueva periodicidad no era la periodicidad estática, basada en la danza, de la música francesa contemporánea, sino una nueva periodicidad dinámica que incorporaba el desarrollo temático, casi como una fusión de la periodicidad tradicional de la danza y el fortspinnung [fraseo continuado o estructura secuencial] barroco. Esta periodicidad dinámica incluye un tercer elemento, la declamación. No sólo se genera el tema a partir de la línea o copla inicial del texto del aria, sino que cada frase posterior está dedicada a una línea o copla y delimitada por una cesura o cadencia». Esta melodía periódica de sensibilidad poética es lo que Burney tenía en mente cuando destacó a Vinci por su «considerable revolución en el drama musical»: «Vinci parece haber sido el primer compositor de ópera que […] sin degradar su arte, lo convirtió en amigo, aunque no en esclavo de la poesía, simplificando y puliendo la melodía, y llamando la atención del público principalmente sobre la parte vocal, desligándola de la fuga, la complicación y la artificiosidad».
Sin quererlo, Herr Scholl dio toda una lección de canto barroco a su compañera, demostrando que más allá de poseer uno de los timbres más personales, amables y cálidos de entre los de su cuerda desde que se tienen registros sonoros de contratenores, el alemán posee un conocimiento del estilo y una musicalidad fuera de toda impostura. Y eso sin ser, seguramente, el más ortodoxo, pues los hay más puristas en cuanto a técnica y acercamiento al lenguaje barroco; sin embargo, él tiene algo especial que no tienen muchos, eso tan difícil de explicar y que no es posible obtener a base de técnica ni de ensayos, lo que hace verdaderamente grandes a quienes lo poseen. Aria con violonchelo obbligato, Rebeca Ferri tuvo algunos problemas para centrar afinación en la primera de sus expuestas intervenciones –en la repetición del da capo logró un sonido mucho más ajustado y expresivo–, Scholl demostró mantener prácticamente intacto ese fulgor tan característico, con un timbre bellísimo, repleto de matices, un exquisito legato, un trabajo prosódico admirable y una afinación a prueba de toda inclemencia. Muy cómodo en registro, moldeó el discurso melódico con total naturalidad en un momento de poderoso intimismo, aunque faltó un mayor empaque en el solo de violonchelo para redondear la interpretación.
A continuación, la obra principal de la velada, el Stabat Mater per soprano, alto, archi e basso continuo compuesto por Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736) en su último año de vida, aunque recientes estudios le atribuyen una fecha dos años anterior. Se trata de una composición de una calidad innegable, que muestra de la evidente capacidad creadora de su autor que, a pesar de abandonar este mundo a una edad tan pronta, fue capaz de legar una cantidad de obras notables, con un estilo realmente particular y reconocible. Pergolesi es, sin duda, uno de los compositores con un lenguaje propio más característico. Que quizá utilizó una serie de patrones muy cerrados y recurrentes en muchas de sus obras, es posible, pero qué bien utilizados y qué magnífico talento compositivo el suyo. La obra fue solicitada al napolitano por la fraternidad de Santa Maria dei Sette Dolori para reemplazar una composición anterior de Alessandro Scarlatti –compuesta en su segunda etapa en Napoli, entre 1708-1717–, que al parecer se había quedado ya algo anticuada en su uso para los viernes en la Iglesia de San Luigi di Palazzo [Napoli]. Esta obtuvo rápidamente una fama extraordinaria, de lo que da buena cuenta que el mismísimo Johann Sebastian Bach hiciera un arreglo sobre ella. Cabe preguntarse, pues, el porqué de que la obra de Scarlatti quedase anticuada en un lapso de tiempo tan relativamente corto, llevando inevitablemente a una comparación entre ambas piezas. La predilección de Alessandro por las texturas extremadamente densas se aprecia con claridad en su obra, con la clara renuncia del maestro de Palermo por adscribirse al estilo melódico que empezaba a estar en boga por aquel entonces, y del que Pergolesi es, por otra parte, uno de sus máximos exponentes. La experimentación de Scarlatti se dirige por derroteros de tipo armónico, lo que no interesa tanto a Pergolesi. Es evidente que la escritura «pergolesiana» resulta mucho más teatral que la de su colega, que se preocupa más por los términos puramente musicales, siendo quizá su principal obsesión que el flujo de la polifonía entre las tres líneas superiores se desarrolle con naturalidad, logrando complejos unísonos entre los dos violines entre sí o entre estos con la voz. La viola se restringe como dobladora del bajo, obteniendo una línea propia, lo que contrasta con el lenguaje de Pergolesi, que dobla instrumentos con asiduidad, reduciendo a veces la textura a dos o tres líneas. Ambos, eso sí, experimentan de manera profunda con la retórica y la imitación, pero utilizando cada uno recursos compositivos realmente distantes. La hermandad napolitana pasaba por dificultades económicas, por lo que las necesidades de plantilla ofertadas –más bien impuestas– no parecían las adecuadas para el evento al que iban destinadas. Sin recaer en demasiados detalles, parece obvio que Scarlatti y su obra pagaron el precio de los cambios de gusto y moda que se producen de manera cíclica en la música, lo que dio lugar a la llegada de esta magnífica creación de Pergolesi, de lo cual hay que regocijarse.
En 1999, el propio Scholl asombró a propios y extraños con una exquisita versión de este Stabat Mater, junto a la soprano Barbara Bonney y Les Talens Lyriques de Christophe Rousset, en el sello Decca. Obviamente, aquel Scholl no era el de esta velada, entre otras cosas porque han pasado nada menos que veinticinco años. Aun así, los asistentes pudimos atender a una versión de altos vuelos en la voz del contratenor, acompañado con excelencia por la agrupación lusa. Cuando se trata de obras de este tipo, tan archiconocidas por parte de intérpretes y público, se corre el riesgo de que, en un intento de mostrar algo diferente al escuchante, se conciban planteamientos que más allá de la propia personalidad que puedan aportar a la versión, vayan en contra de la propia música. La perspicacia de Mazzeo aquí fue precisamente tomar decisiones artísticas que en este caso favorecieron el resultado final. Algunas sutiles, quizá sólo percibidas por aquellos que conocen bien la pieza, otras más evidentes, pero todas en general lograron nadar a favor de la corriente, a pesar de la presencia de Traubel, que fue lo único que deslució notablemente una versión que podría haber resultado memorable. Como es sabido, la obra, en la que todo son arias sobre el texto original en latín, va alternando solos de ambas voces con otras arias a dúo. Más allá de las buenas decisiones, el trabajo de Mazzeo desde la dirección resultó muy pulcro a nivel gestual, eficaz y detallista, con mucho control de la situación general, pendiente de las voces, pero especialmente de las articulaciones, dinámicas, entradas y momentos culminantes de los músicos de su orquesta. No quiso, además, implementar por lo general tempi muy extremos, ni hacia un lado ni hacia el otro, lo que favoreció en muchos momentos el manejo del contrapunto, la calma en las voces y una plasmación sonora eficiente, para nada anodina y alejada de toda vacuidad.
No resultó fácil, en verdad, engarzar ambas voces, tanto en aspectos puramente técnico, pero sobre todo en la manera de concebir el canto y los aspectos artísticos. No sé hasta qué punto hubo injerencia de la dirección aquí, pero es cierto que con las intervenciones de la soprano no se logró acercar en demasía la balanza hacia una perspectiva de lo interpretado por Scholl, así que en muchos momentos, más que concertar, su presencia resultó una amistosa confrontación de dos maneras muy distintas de entender esta música, ya desde el dúo inicial «Stabat Mater dolorosa», por ejemplo: escasa sutileza en las entradas, inflexiones poco elegantes y un planteamiento excesivamente lírico de su línea en el caso de Traubel; dulzura extrema, sumo cuidado en el fraseo y una belleza de emisión exquisita, sin embargo, en la parte de Scholl. Y esta fue la tónica en el resto de la obra. Por supuesto, Mazzeo intentó por todos los medios que Divino Sospiro se mantuviera en la línea del contratenor, y así se hizo, con un planteamiento orquestal por momento exquisitamente refinado. Las articulaciones cortas y marcadas rítmicamente en «Cuius animam gementem» lograron un notable influjo expresivo, especialmente en los finales de frase, del que se contagió Traubel, asumiendo correctamente este carácter, aunque siguió sin adaptarse bien al estilo, lo que se dejó notar con mayor ahínco con la presencia de Scholl en «O quam tristis et afflicta», aunque es cierto que ambos lograron conjugar una afinación muy correcta, una de las pocas cuestiones en las que lograron acordar criterios. Impecable el solo de Scholl en «Qui morebat et dolebat», mostrando una facilidad vocal apabullante, con una dicción mejor labrada que la de su compañera; únicamente en el registro medio-grave hubo que lamentar cierta escasez de sonido, lo que suplió con un vibrante manejo de las articulaciones en los pasajes más destacados a nivel rítmico. Regresó Traubel para el dúo «Quis est homo», de nuevo evidenciando la divergencia de criterio entre ambos, por ejemplo, en el desarrollo de las notas tenidas, así como en el uso del vibrato. Aquí Scholl volvió a pasar un poco desapercibido en sonido en la zona grave, en un balance deficientemente trabajo en los dúos sobre el tutti orquestal. Con «Vidit suum dulcem natum» se llegó al ecuador de la pieza, un aria en la que Traubel se mostró por momentos algo mejor adaptada al estilo, con un inicio de mayor naturalidad y contención, sin forzar, lo que sí hizo en los pasajes en los que su línea acudía más hacia el registro agudo, desbordando aquí en sonido y perdiendo cualquier posible impacto, tanto sonoro como expresivo.
Muy efectivo el fraseo orquestal, así como el control dinámico, por parte de la cuerda y el continuo en «Eja Mater fons amoris», en uno de los pocos momentos en que Scholl mostró algo de debilidad vocal, aunque logró compensarlo con la calidez y belleza de su canto, además de una incomparable musicalidad. Bien implementado la escritura más vigorosa de «Fac ut ardeat cor meum», un dúo energizante plasmado aquí con una mayor igualdad de fuerzas que los dúos precedentes, plasmando además el contrapunto entre las voces y la cuerda con exquisita soltura. Excelente, por lo demás, el carácter adquirido aquí por un continuo de poderosa personalidad en los violonchelos barrocos de Ferri y Leonor Sá, el contrabajo barroco de Matteto Coticoni, el ya mencionado archilaúd de Prosser –qué bonito color y presencia la suya, alternando momentos de rasgueado con lo de punteado–, además del órgano positivo de Riccardo Doni. Muy florida versión de los violines en «Sancta Mater istud agas», uno de los pocos momentos de la velada en la que mostraron desajustes en afinación, no correspondidos con una expresividad prácticamente hierática en Traubel, fuera nuevamente de estilo, que tuvo además recurrentes problemas a lo largo de la velada en el ataque de las dinámicas bajas en los dúos. Una vez más no salió nada bien parada en la comparación con un Scholl brillante y muy inteligente en el manejo de los recursos. Versión rítmicamente poderosa, con articulaciones muy directas, en el aria «Fac ut portem Christi mortem», desarrollando un continuo profuso Doni en el órgano. Acompañaron a un Scholl vívido en la elaboración de las secuencias melódicas y poseedor de una línea de canto impecablemente fluida. Dos dúos más para concluir la obra: «Inflammatus et accensus», en el que de nuevo la presencia del contratenor alemán salvó una versión anodina y excesiva por parte de su partenaire; muy bien construido el diálogo entre los violines I/II en «Quando corpus morietur», con ese ostinato que tanto impacto expresivo tiene en la cuerda, manejando además con criterio el poder de las punzantes disonancias aquí escritas por el napolitano. Precisamente este fue otro de los puntos fuertes de Andreas Scholl, implementar una versión muy marcada a nivel retórico, muy evidente en pasajes como este, pero también en otros previamente. Si Pergolesi pintó sabiamente la crudeza del momento, no menos inteligente estuvo el alto a la hora de plasmarlos en su canto. El «Amen» final, puro ejercicio de floridas agilidades, tuvo bastante con mantener el control entre ambos solistas. Con que todo esté en su sitio es casi suficiente, y así fue.
Una exquisita velada a cargo de una de las más grandes voces que la tipología de contratenor ha dado a la historia de la interpretación reciente, que no tuvo un acompañamiento a la altura en la voz de su colega femenina, aunque sí en los instrumentos de la agrupación portuguesa y en la inteligente y bien proporcionada lectura del director italiano. Sin duda una elección más adecuada de la soprano hubiera brindado una velada para la historia, pero no fue el caso. Mazzeo, que reconoció no tener preparado ningún bis, bromeó algo con el público, aunque fue apenas inaudible. Repitieron el último dúo y «Amen» final, en una versión que, quizá sin la tensión de la primera vez, logró una mayor altura general. Qué suerte tenemos de poder vivir en la misma época que un contratenor absolutamente legendario y de poder escucharle en directo. En un tiempo tan difícil para una vocalidad como la suya, repleto de cantantes mediocres más preocupados por la imagen y aspectos subsidiarios de una carrera musical que son aupados por grandes compañías, encontrar la verdad y honestidad que Herr Scholl destila cuando sube a un escenario es tanto una rara avis como una experiencia totalmente fascinante.
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