Muchas son las enhorabuenas que hay que dar acompañando al estreno en España de Doctor Atomic de John Adams. La primera dirigida al Teatro de la Maestranza que ha apostado por poner en escena una obra del S. XXI y demostrar que se puede hacer con gran calidad. La segunda es para la extraordinaria Real Orquesta Sinfónica de Sevilla que ha se ha mostrado como una de las mejores formaciones que bajan a un foso en España. Pocas orquestas del país (por no decir ninguna, si exceptuamos a la Orquesta del Palau de Les Arts) son capaces de tener las prestaciones suficientes como para ofrecer un sonido tan brillante, una conjunción tan ejemplar y unos grupos orquestales que rozaron todos la perfección (aunque es justo destacar entre todos ellos, los vientos, especialmente el solista de trompeta que lo dio todo en esta arriesgada partitura).
Pero a quien hay que dar la enhorabuena y, sobre todo, agradecer que hayamos oído un excelente Doctor Atomic es a Pedro Halffter. Durante muchos años el que firma ha acudido a Sevilla como aficionado exclusivamente a oír las óperas que el Director Artístico del Maestranza ha traído a la capital hispalense. Obras que el público interesado no podía ver en ningún otro teatro de España. Obras maestras del repertorio, sobre todo del s. XX, que se salen de lo más trillado, de lo siempre repetido. Hemos visto desde rarezas de Puccini o Strauss (La Fanciulla del West, La mujer silenciosa) a obras maestras de Busoni o Zemlisky (Doktor Faust, doble programa con La conjuración florentina y El enano). Y siempre presentadas con una gran calidad, con una dirección impecable y con una orquesta rindiendo siempre a gran nivel. No sé los problemas que pueda haber entre orquesta y director y que tanta tinta ha hecho correr, pero desde fuera lo que se ha visto es un maestro que ha buscado ofrecer un repertorio fundamental para conocer la evolución de la Ópera, que lo ha servido con una calidad impecable y que ha hecho que el Maestranza fuera referencia ineludible para todo aquel que quisiera ver algo más que el repertorio italiano del s. XIX.
Doctor Atomic fue estrenada en San Francisco el 1 de octubre de 2005. John Adams y su libretista Peter Sellars (también un afamado director de escena) recrean los días previos a la primera prueba de la bomba atómica (el llamado test Trinity) en el desierto de Nuevo Mexico. Más que la situación histórica (que también está presente) lo que interesa a sus creadores es la vivencia psicológica y personal de los protagonistas de esta prueba científica fundamental para la historia de la humanidad. No son muchos los personajes que intervienen pero están muy bien definidos: En primer lugar Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, y espina dorsal de la obra. Este científico, que además era un notable intelectual con una cultura muy vasta, se nos presenta como un hombre firme en su idea de que el proyecto atómico debe seguir adelante, pese a las dudas de sus compañeros científicos. Piensa que las cuestiones morales que se puedan plantear las deben resolver los políticos, pero en el fondo también él sufre esas dudas, esa desazón por el futuro que espera al hombre después de la prueba. A su lado está su mujer Kitty, que ama a su marido, pero que aislada en su casa de Los Álamos, también se pregunta sobre cuestiones como la vida, el futuro de su familia o la muerte. Los otros científicos que aparecen, mucho menos convencidos que Oppenheimer, presentan actitudes que van desde el cinismo de Edward Teller al pacifismo del nervioso Robert Wilson. El jefe militar del proyecto, el general Leslie Groves, es el contrapunto rígido al grupo de científicos dubitativos. Él sólo se rige por las órdenes de Washington y lo único que le interesa es que la prueba se realice, aunque también tiene su lado humano que los creadores nos presentan a través de sus problemas de peso y su lucha con de las dietas para adelgazar. Un personaje extraño, que une lo humano y lo divino es el de Pascualita, la criada india navajo de los Oppenheimer. Ella conectará el mundo real con el mundo de las sombras, onírico y sobrenatural, que siempre planea sobre la obra.
Los textos de Sellars mezclan el relato fluido de los acontecimientos (sobre todo en todo aquello que tiene que ver con los preparativos militares y científicos de la prueba) con los sueños, pensamientos y reflexiones de los dos protagonistas principales, el matrimonio Oppenheimer. Aquí el libretista americano despliega un piélago de referencias que van desde los poetas muy queridos por Oppenheimer (Donne, Baudelaire) a textos del hinduista Bhagavad Gita. También las intervenciones de Pascualita están llenas de ese lenguaje chamán que nos avisan del desastre que significa la era nuclear. Todo hace que el espectador, que anda subyugado por la música de Adams, se vea transportado constantemente de la realidad del campamento militar a las inquietudes espirituales y anímicas de Robert y Kitty, o las reflexiones agoreras de Pascualita.
Y es que Adams también despliega una paleta musical impresionante. En su partitura se pueden descubrir influencias que van desde el musical clásico americano (muchas de las intervenciones de Kitty, el dúo del segundo acto donde intervienen Pascualina y Wilson, cada uno con su discurso propio) hasta Britten (el tratamiento, tan enraizado con el teatro griego, del coro o los intermedios musicales que nos retrotraen a Peter Grimes) pasando por la música electrónica. Pero Adams tiene un lenguaje propio que lleva al oyente al estado anímico que él desea: de la tensión de todo el ambiente pre-prueba al lirismo de los solos de Oppenheimer o su mujer (bellísimas las dos arias de cada uno en el primer acto). Una partitura magnífica, llena de aciertos, muy exigente con la orquesta y los cantantes pero que encandila desde el primer compás.
No es fácil poner escena esta ópera que mezcla constantemente escenarios y situaciones y que si no está bien narrada puede confundir al espectador. Yuval Sharon firma esta producción que proviene del Badisches Staatstheater de Karlsruhe. En el primer acto se nos presenta un gran panel que ocupa todo el escenario sobre el que se van sucediendo multitud de proyecciones (hay que felicitar a los autores que firman la creación del video, Benedikt Dichgans y Philipp Engelhardt), casi siempre dibujos en blanco y negro que imitan al mundo gráfico y del comic de los años 40. Sobre ese panel, se van abriendo pequeños espacios, constantemente cambiantes, donde se desarrollan las diversas escenas. El ritmo es fluido y el espectador se mantiene atento y concentrado. Sólo, quizás, habría que objetar un exceso de efectos lumínicos que a veces molestan a la vista. En el segundo acto el concepto es totalmente distinto. Una gran hoja cuadriculada ocupa todo el espacio escénico y sobre ella se desarrolla toda la acción. Solamente la utilización de figurantes que se mueven constantemente por el espacio hace fluir el desarrollo dramático (poco dinámico en este acto, por otra parte) pero también el recurso agota en algunos momentos. Lo que es indudable es que Sharon hace un titánico despliegue de movimiento al que contribuyen no sólo los figurantes, sino también un coro del Maestranza perfectamente disciplinado. Un trabajo de indudable calidad y que aparte de algún toque un poco extraño (el indio navajo que repta por el escenario) demuestra un indudable dominio de su oficio. Completan el apartado artístico un muy correcto vestuario de Sarah Role y una iluminación muy trabajada (aunque a veces, como hemos dicho, reiterativa) que firma Juan Manuel Guerra.
El complicado papel de Robert Oppenheimer lo asume el joven barítono Lee Poulis. Algo más dubitativo al principio, según fue pasando la representación demostró dominar el papel, siendo su momento más destacado el aria que cierra el primer acto donde cantó no amplificado (diremos que las voces están amplificadas por indicación del propio Adams) los maravillosos versos del número XIV de los Sonetos Divinos de Donne desde la primera fila de platea. Su voz posee bello timbre y muestra las características plenas de un barítono, lo que permite atacar cualquier nota que le propone Adams sin dificultad. Jessica Rivera es una veterana en este papel que ha cantado en varias ocasiones. Su voz, que tanto nos recuerda a las de las cantantes de musicales americanos, se encuentra más cómoda en la parte central de la tesitura, pero aunque algún agudo suena ya sin el brillo necesario se defiende sin dificultad todo el papel. Impresionante el timbre de la mezzo (que parecía a veces más una contralto) Jovita Vaskeviciutè como Pascualina. El director de escena prescindió de presentarnosla como la sirvienta de los Oppenheimer y la vistió de chamán indio que es lo que en el fondo su papel representa. Muy bien Jouni Kokora y Beñat Egiarte como Edward Teller y Robert Wilson, respectivamente. También muy buena la intervención de Peter Sidhom como general Groves, al que dio esa ambivalencia que el personaje necesita. Correctos Christopher Robertson como el metereólogo Frank Hubbard y José Manuel Montero como James Nolan, uno de los médicos del campamento.
Destacar también (sería nuestra cuarta enhorabuena) la actuación del Coro de la Asociación de Amigos del Teatro de La Maestranza que dirige Íñigo Sampil. Estuvo espléndido en todas sus intervenciones, especialmente en el primer acto, donde tiene más participación. El coro femenino, especialmente, destacó por su ductilidad y conjunción en esta partitura que no es nada fácil para el conjunto coral. Y destacar también su buen trabajo escénico en el segundo acto.
Ya hemos hablado al principio la maestría de la dirección de Pedro Halffter. Mantuvo en todo momento la tensión que exige Adams, sobrecogiendo al espectador especialmente en los momentos finales tanto del primer como del segundo acto. Una lección de dirección orquestal que le da justo valor a la batuta del maestro madrileño. Y no queda más que volver a poner en relevancia la apabullante actuación de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, en una de las mejores prestaciones que el firmante le ha escuchado.
Una noche para recordar por muchos motivos: El estreno en España de una obra del s. XXI que desmiente a los agoreros que siempre predicen la muerte del género operístico. Adams y Sellars demuestran que la Ópera sigue viva, que cambia y evoluciona, y que puede seguir haciendo disfrutar al público si es bien servida como lo ha sido esta vez en Sevilla.
Compartir
Aviso: el comentario no será publicado hasta que no sea validado.