Por Álvaro Menéndez Granda
Madrid. 10-XII-2016. Temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. Ciclo Sinfónico "Locuras". Pablo Ferrández, violonchelo. Christoph Eschenbach, director.
Cuando uno acude a un concierto en el que se van a interpretar obras que conoce bien siempre experimenta una mezcla de sensaciones en la que se combinan la emoción por escuchar de nuevo esas obras adoradas y la expectación por la manera en que los intérpretes las harán sonar. Así estábamos ayer tarde en el Auditorio Nacional de Música, en el que iba a interpretarse el Concierto para violonchelo del alemán Robert Schumann, obra que conocemos bien, que hemos escuchado en muy distintas versiones y que consideramos una de las cumbres de su autor. El solista, Pablo Ferrández. El director, Christoph Eschenbach. Y la orquesta, nuestra respetada Orquesta Nacional de España.
Schumann escribió su Concierto op. 129 para violonchelo y orquesta seis años antes de su muerte, aunque nunca llegaría a presenciar el estreno. Se trata de una obra bellísima, escrita en tres movimientos –los cuales se suceden sin solución de continuidad–, y que transpira una constante melancolía interrumpida por accesos de rebelión e incluso de ira. Son constantes las ocasiones en las que el solista parece conducirnos al inevitable clímax que sigue a toda acumulación de tensiones pero, súbitamente, Schumann varía el discurso y nos deja en vilo, esperando. Su orquestación, todavía hoy considerada débil por algunos, es discreta pero efectiva al arropar al solista y lo bastante contundente en las partes enérgicas como para sugerir las turbulentas ideas que fluyen por la mente, ya enferma, del compositor.
Todo ello lo pone Schumann a nuestra disposición en la partitura. Sin embargo, ni solista ni orquesta se entendieron el sábado en el escenario. El solista, el talentoso Pablo Ferrández, demostró tener un control casi absoluto del violonchelo. Es cierto que pudimos escuchar algún mínimo problema de sonido durante su actuación y que su concepto del tempo en este concierto no concuerda con el nuestro, pero todo ello fue insignificante frente a su fuerza expresiva, una fuerza que le está llevando a abandonar el terreno de las jóvenes promesas para adentrarlo en el de los intérpretes consagrados.
Cosa bien distinta fue el trabajo de Christoph Eschenbach y de la Orquesta Nacional. Desafortunadamente en el concierto de anoche no vimos implicación entre las partes. No podemos saber si el problema tuvo su origen en falta de ensayos previos, si es que se trata de una obra poco frecuentada por la agrupación, o si el director cambia de ideas de un día para otro –pues la obra se había interpretado ya la noche antes–. Sea como fuere, incluso el oyente menos sagaz pudo percibir evidentes fallos de sincronía entre unas secciones y otras de la orquesta. Los vientos fueron, durante un momento, medio compás adelantados respecto al resto de grupos. La cuerda no siempre fue todo lo sincrónica que debería, especialmente en las delicadas entradas pizzicato. Los tempi y sus cambios no estaban claros, y no escuchamos una orquesta envolvente que arropa al solista cuando hace falta, sino una permanente lucha entre ambos que derivó en pasajes en los que el violonchelo fue prácticamente inaudible. Aclaremos que nosotros somos unos fieles defensores de la Orquesta Nacional, hemos escrito en otras ocasiones refiriendo su excepcional buen hacer y su solvencia interpretativa, pero ayer simplemente no tuvieron el día. Damos por hecho que el concierto de Schumann no es una de las obras que más a menudo interpretan y que, probablemente, no hubiese mucho tiempo para moldear una versión perfecta; pero al final, da igual la causa, fue una lástima no poder escuchar a sus maestros en todo su esplendor. Lo habríamos agradecido. El solista recibió el cálido aplauso del público madrileño y, en agradecimiento, éste nos regaló la Sarabande de la Cuarta suite para violonchelo de Bach.
Compuesta por la Sinfonía nº 9 op.95 de Antonín Dvorák, la segunda parte supuso un cambio importante en cuanto a unidad orquestal, seguramente debido a la frecuencia mucho mayor con la que se programa esta obra. No obstante seguimos notando algo, una sensación que es difícil definir, pero que podríamos resumir sencillamente diciendo que la orquesta no parecía cómoda con la dirección de Eschenbach. Quizá nos equivoquemos y fuera sólo nuestra impresión, pero había algo que parecía no terminar de funcionar del todo, y eso se sintió en una interpretación que fue imprecisa en algunos momentos y contundente en otros pero que no mantuvo un nivel uniforme. En cualquier caso, el público del Auditorio –que a veces es irrespetuoso pero nunca deja de ser agradecido– brindó de nuevo su caluroso aplauso a los maestros de la Orquesta Nacional y a su principal director invitado. Nosotros esperamos sinceramente volver a escucharlos en este repertorio, especialmente el Schumann, con un poco más de acierto interpretativo y, concretamente, con un poco más de acuerdo entre las partes.
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