Eugene Onegin, Tchaikovsky. 09/02/2012, Royal Opera House, Londres
Dos años después de haberse hecho cargo de la dirección artística de la Royal Opera House de Londres, Kasper Holten presentaba con este Eugene Onegin la que era su primera producción como director de escena para su propio teatro. El director danés, el más joven, en su día, en dirigir una casa de ópera en Europa (fue nombrado al frente de la Ópera de Copenhague con sólo 27 años), es ahora ya, a sus cuarenta años, un maduro dramaturgo y un meditado gestor. De ahí la expectación que había generado este Onegin, que iba a ponerle cara a cara con su público en su faceta de director escénico. Y lo cierto es que, a nuestro juicio, el resultado no casa en demasía con no pocas críticas vertidas sobre su propuesta. Y es que si bien hay pequeños desajustes y detalles que pueden convencernos menos, Holten propone al fin y al cabo una dirección netamente poética con un eje clarísimo, en torno a la nostalgia, que articula la historia de Onegin y Tatiana como un gigantesco flashback donde la realidad y el recuerdo se van mezclando, escena tras escena, y no sin alguna confusión, generando una densidad sentimental y emotiva que casa a la perfección con la partitura de Tchaikovsky.
Para ello se vale de una escenografía única, a cargo de Mia Stensgaard, levemente modificada con elementos puntuales y proyecciones, y de unos actores, dobles de Onegin y Tatiana, que representan sus años de juventud, más o menos los años reales, de hecho, en los que se sitúa la acción narrativa. De este modo, Keenlyside y Stoyanova son la encarnación posterior de esos personajes; son ellos mismos en su madurez, recordando una historia pasada, en ejercicio de ese flashback que mencionábamos. En algún lugar hemos leído la hipótesis, tan verosímil como provocadora, de que Holten no ha encontrado otra forma que ésta, la de situar a sus dobles de juventud en escena, para articular la dirección escénica de un Onegin con cantantes no precisamente adolescentes sino más bien maduros como Keenlyside y Stoyanova. Sea como fuere, lo cierto es que el resultado general convence y sugiere una serie de juegos sentimentales de gran atractivo. Y es que esa distancia temporal introduce el remordimiento y la nostalgia como dos grandes abismos en los que se reflejan, una a una, las escenas de esta ópera. Esto sucede en varios momentos, pero tiene especial fuerza dramática en la resolución del duelo entre Lensky y Onegin. La propuesta de Holten, mimadísima en su dirección de actores, consigue también un momento de gran fuerza dramática al final de la ópera, con una afectada Tatiana que, tras su último desencuentro con Onegin, en lugar de abandonar la escena, cae al suelo y vuelve a retomar la lectura ensimismada de sus libros, como cuando Onegin la conoció en su juventud. En consonancia con esto, y aunque pueda antojarse incómodo o incongruente en algún caso, lo cierto es que la progresiva acumulación en escena de elementos como esos libros de Tatiana o la rama que recuerda a Lensky dan cuenta una vez más de esa memoria sentimental que Holten pretende que visualicemos con esa escenografía única que hace las veces, en última instancia, de un gran catalizador de nostalgias y remordimientos. Grata impresión, por tanto, en conjunto, la que nos dejó la propuesta de Holten. Meditada, de poética factura y siempre al servicio de la obra.
En términos vocales la noche tenía un gran atractivo, pues reunía a dos grandes cantantes, Simon Keenlyside y Krassimira Stoyanova, en los roles principales. La segunda fue sin duda la gran triunfadora de la noche. Y eso a pesar de que no posee un instrumento suntuoso y denso, de cuerpo más terso y un color más caluroso y oscuro, como los que asociamos a menudo a este repertorio, al modo de una Netrebko. El de Stoyanova es un timbre más bien metálico y brillante, merced sobre todo a una colocación limpísima y que sitúa la voz siempre fuera, proyectada con ejemplaridad y sin atisbo alguno de esfuerzo muscular. Ya nos gustó mucho su Elisabetta de Don Carlo en Viena. Su canto nos recuerdó mucho, en esta ocasión, a los modos, elegantes y técnicamente intachables, de una Mariella Devia, si bien en otro repertorio. La grandeza de Stoyanova, sin embargo, no radica tan sólo en esa ejemplaridad técnica, sino en una capacidad dramática sobresaliente. Su trabajo con el texto, su mimetización teatral con el rol, su atención infinita al detalle, su matiz constante, en lo vocal y en lo escénico... Una grandísima Tatiana, en suma.
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