La Orquesta Sinfónia de la Radio Checa, a las órdenes de Cornelius Meister, y un recital de Antoine Tamestit en la Primavera de Praga
Deliciosas veladas
Por Pedro J. Lapeña Rey
Praga. Rudolfinum. 18-V-2023. Obecní Dum – Sala Smetana. Orquesta Sinfónica de la Radio checa – SOČR. Jan Mráček (violín). Director musical: Cornelius Meister. Obertura de Hans Heiling, de Heinrich Marschner. Concierto para violín y orquesta en La menor, op. 53 de Antonín Dvořák. Sinfonía nº 1 H.289 de Bohuslav Martinů. Praga. Rudolfinum. 20-V-2023. Antoine Tamestit (viola). Cédric Tiberghien (piano). Obras para viola y piano de Franz Schubert, Robert Schumann, John Dowland, Benjamin Britten y Rebecca Clarke.
Cuando en un festival alcanzas una cumbre como la del concierto de Klaus Mäkelä con la Filarmónica Checa del día anterior, corres el riesgo de pensar que ya está todo el pescado vendido. Nada mas lejos de la realidad. La Primavera de Praga nos ha dado dos conciertos mas, ambos muy interesantes. El primero tenía dos puntos fuertes: un programa muy atractivo, lejos del repertorio trillado, y la visita a la sala de conciertos en sí. El segundo, volver a escuchar, ya en un clima mas personal al artista residente del festival, el francés Antoine Tamestit.
El edificio del Obecní Dum, la Casa Municipal, es uno de los grandes templos de la arquitectura modernista de principios del S. XX. Construido entre 1906 y 1912 en estilo Art Nouveau sobre los terrenos en que en su día estaba situada la residencia de los reyes de Bohemia, fue una especie de museo para los pintores y escultores checos más importantes de la época –Alfons Mucha, Karel Novák o Max Švabinský entre otros–. Su sala principal, la fabulosa Smetanova, es una de las salas de concierto que mas te impresionan al entrar, con su cúpula de vidrio, y las obras de Mucha o Jan Preisler. Su acústica es bastante atractiva, y aquí se dan los conciertos tanto de la Orquesta Sinfónica de Praga –FOK– como los de la Sinfónica de la Radio checa –SOČR–. Precisamente ésta era la responsable del concierto del jueves 18, en un día muy especial. Se cumplían exactamente 100 años de la primera emisión radiofónica que tuvo lugar en el país -el 18 de mayo de 1923-. Su director titular, el alemán Cornelius Meister, juntó en el programa una genuina rareza –la obertura de la ópera Hans Heiling de Heinrich Marschner– con dos grandes obras checas que lamentablemente no están todo lo presente que merecen en las salas de conciertos: la Primera sinfonía de Bohuslav Martinů y el Concierto para violín de Antonín Dvořák.
Heinrich Marschner nació en una familia de origen checo en Sajonia, en un pueblo fronterizo con la actual República. Fue uno de los compositores de ópera romántica más importantes en el periodo entre Carl Maria von Weber y Richard Wagner, y el añorado Ángel-Fernando Mayo siempre nos recordaba la influencia que tuvo en este último. Sus obras hace tiempo que desaparecieron de los teatros –salvo muy puntualmente El vampiro– pero de vez en cuando, sobrevive alguna de sus oberturas. La de Hans Heiling es bastante atractiva. Comienza con un tema lírico a cargo de trompas, cuerdas y maderas, para luego empezar a coger sustancia con una música vibrante, de amplio vuelo romántico, sustentada en la música popular bohemia, donde transcurre la acción. La orquestación es rica en todo tipo de elementos. Cornelius Meister planteó una versión clara de inicio, luciendo a las trompas, para luego ir cogiendo impulso con toda la orquesta.
Cuando oyes el Concierto para violín de Dvořák tal y como lo dieron Jan Mráček y Cornelius Meister, te preguntas por qué esta obra no se toca todo lo que merece. Es evidente que su magnífico Concierto para violonchelo ha eclipsado el resto de sus obras concertantes, y que quizás no esté a la altura de los de Beethoven, Sibelius o Brahms, pero es una obra con muchas virtudes. Las preciosas melodías del Allegro inicial, el lirismo que desprende el Adagio, y el espíritu festivo del Finale, con sus dumkas y sus furiants son activos mas que suficientes para ello. Jan Mráček, el concertino de la Filarmónica checa, demostró técnica suficiente y un sonido brillante, incluso con un punto de dulzura, aunque por momentos, el volumen resultara justo. Arrancó el Allegro ma non troppo inicial fraseando con brillantez y dando a la obra un tono cálido muy bien secundado por el Sr. Meister y la orquesta. Más hondura y profundidad surgió en el Adagio con un fraseo muy bien conseguido por todos, mientras que la luz y el calor volvieron en el Finale, con un preciso control del ritmo, y donde Meister dio más rienda suelta a la orquesta. Mráček volvió a exhibir recursos técnicos y tensión en el discurso, aunque en ocasiones se vio sobrepasado por la orquesta.
Bohuslav Martinů era un compositor veterano cuando parte para América huyendo de los nazis. Por entonces ya había compuesto cerca de 300 obras, entre ellas varias óperas y ballets, obras de cámara, varias piezas concertantes, y mucha música para canto y/o piano. Sin embargo, aún no se había enfrentado al género sinfónico. Fue el legendario director Serge Koussevitzsky quien le encargó la primera, para dedicársela a su esposa Natalie, que había fallecido a principios de 1942. Mientras la componía, el ruso también le contrató para dar clases de composición en Berkshire, su famosa escuela de verano, donde la dejó vista para sentencia. Koussevitzsky y la Sinfónica de Boston la estrenaron en noviembre de aquel año con bastante éxito llevándola de gira después Harvard, a Yale y en un par de ocasiones al Carnegie Hall de Nueva York. La sinfonía es neoclásica, en cuatro movimientos, y utiliza medios de expresión musical característicos del último Martinů: modos, cadencias plagales, síncopas y una parte importante para el piano que ayuda a armar el sonido orquestal.
En los ocho años que Cornelius Meister dirigió la Orquesta de la Radio de Viena, programó y grabó todas las sinfonías de Martinů, así que estuvimos en buenas manos. En el Moderato inicial expuso con claridad meridiana el tema principal, una melodía popular que se va descomponiendo por fragmentos que recoge el piano, con una escala simple que cierra el círculo. Meister acertó en exponer la instrumentación casi etérea, que te cautiva sin parar, y que tras varios desarrollos se difumina hasta desaparecer. El Scherzo, de gran riqueza rítmica, fue entusiasta y brillante, con especial mención al pianista que de nuevo ayudó a crear ese ambiente volátil, casi irreal. Los distintos temas se fueron sucediendo hasta desembocar en el rutilante final, en el que el Sr. Meister no dejó que nada se descontrolara. El Largo posterior, conmovedor, fue muy bien construido, cuidando en especial los diversos cambios de tonalidad menor y mayor, que le dan un sonido casi de órgano de iglesia. Su carácter reflexivo es el que mas nos acerca al motivo inicial de la obra: estaba dedicada a Natalia Koussevitzsky. El Allegro final fue de nuevo admirable, con una rítmica muy cuidada, donde destacaron las preciosas frases de los oboes, y con un final brillante donde el Sr, Meister exigió a la orquesta y esta le respondió de la mejor manera posible.
Muy distinto el recital del sábado 20 en la Sala Dvořák del Rudolfinum, de nuevo con Antoine Tamestit en su tercera aparición en el Festival -le queda una última jornada de cámara junto a Isabel Faust-. El recital, donde estuvo acompañado por su amigo Cédric Tiberghien, nos transportó por buena parte del repertorio para viola de los dos últimos siglos: de Schubert a Britten pasando por Schumann, e incluyendo tanto la pieza original de John Dowland en la que se basó Britten, como la sonata de Rebecca Clarke, quizás la única obra que ha perdurado de la destacada intérprete y compositora romántica británica, que vivió la mayor parte de su vida en EE. UU.
Si ya destacamos el canto de Antoine Tamestit en el concierto con Mäkelä, aquí lo pudimos disfrutar aún más. La elegancia en el fraseo, el lirismo en el sonido, y la aparente facilidad con que la música sale de su viola fueron las características constantes a lo largo de la velada. Según oía la Sonata Arpeggione de Schubert, me venía a la memoria la fabulosa interpretación que hace casi 20 años nos dieron Gérard Caussé y Maria Joao Pires en una noche mágica en el Teatro Real. Con esto creo que está dicho todo. A continuación, de nuevo canto, ensoñación y esa búsqueda continua del amor ideal que parte del ideal romántico. Tanto el Mondnacht - Noche de luna de Robert Schumann como el Nacht und Träume - Noche y sueños de Franz Schubert son dos lieder evocadores de ese mundo, que Tamestit y Tiberghien hacen suyos cantando de manera primorosa. Terminaba la primera parte de nuevo con Schumann, esta vez con su Märchenbilder, op. 113, cuyo primer movimiento, Nicht schnell sigue las mismas pautas. De nuevo un Tamestit elegante e inspirado, muy bien secundado por la pulsación precisa y delicada de Tiberghien. En los dos movimientos centrales, más vivos y animados, sacó sonido con una entrega encomiables y unos recursos técnicos enormes. En el Langsam final, volvió el Tamestit mas lírico y melancólico, ese que canta y no para, de fraseo refinado y claridad meridiana que te arrolla con su musicalidad.
Tras el descanso nos encontramos con la siempre atractiva figura de Benjamin Britten y sus ancestros. Compuso Lachrymae, op. 48a para el legendario viola escocés William Primrose -el primer Harold de la historia del disco- y la estrenó junto a él en su Festival de Aldeburgh de 1950. La obra, una serie de variaciones sobre la canción de John Dowland Flow my tears, viaja desde el atonalismo hasta la propia canción, que solo aparece al final de la obra. Tamestit expuso en primer lugar la canción de Dowland con un lirismo melancólico, para tras una breve pausa, embarcarse en las variaciones con una tremenda personalidad, primero en la exposición, luego en la parte mas virtuosa -donde jugó con el rubato de manera muy apropiada-, y a continuación realizar una transición modélica al melancólico madrigal. Nos dejó sin habla.
Terminó la maravillosa velada con un clásico del repertorio para viola: la Sonata de la angloamericana Rebecca Clarke. Ejemplo típico del romanticismo tardío, está claramente influenciada por los impresionistas franceses y por la corriente neoclásica que empezaba a surgir como respuesta. También encontramos en ella música folclórica escocesa e irlandesa. Tamestit arrancó esa especie de fanfarria con que empieza el “Impetuoso” inicial con poderío y sonido deslumbrante para empezar a fundirse con Tiberghien en las melodías posteriores de clara influencia impresionista hasta desembocar en la fogosa parte intermedia, donde un fuerte colorido y un precioso fraseo nos fueron cautivando, y nos fueron relajando hasta ese final debussiano donde la música se difumina hasta desaparecer. Tamestit elevó su nivel de virtuosismo el Vivace posterior, mientras Tiberghien nos cautivó definitivamente con su claridad en la pulsación, su perfecta articulación y su fraseo siempre al servicio de la música. El Adagio final fue una especie de repaso de todas las virtudes de ambos intérpretes, que con su hermoso fraseo nos van a cercando sin remisión a una transición final hacia el exuberante tema del primer movimiento con el que finalmente termina la obra. El público se rindió a la propuesta de ambos intérpretes ovacionándoles con enorme cariño.
El festival sigue su curso con orquestas propias y ajenas -Orquesta de la Radio Bávara, Klangforum Wien-, y sesiones de cámara hasta el 2 de junio, en que como manda la tradición, terminará en la Sala Smetana con la Novena sinfonía de Beethoven. La espera hasta la próxima edición, que comenzará como manda la tradición con Mi patria de Smetana el 12 de mayo de 2024, se hará larga.
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