Presten atención a la situación que, el pasado domingo, tuvo que soportar un crítico en el Teatro Real de Madrid, coliseo principal de España, donde se supone que la gente acude con la educación de buena familia por delante. A la derecha una pareja, detrás otra, mucho más elegante en el hablar y en el vestir. A la izquierda dos ancianas. Delante, un hombre de mediana edad.
A la señora de la derecha: ¡Señora, haga el favor de apagar el móvil y deje de enviar mensajes!¿Acaso no se da cuenta de que está molestando? La señora no responde y sigue mandando mensajes, eso sí, con mucha más intención-. Al hombre situado inmediatamente detrás: Disculpe, ¿podría dejar de dar patadas a mi butaca? Respuesta: No, no, yo no he sido -Hasta el final de la ópera no volvió a molestar-. Al hombre de delante. ¿Podría sentarse pegado al respaldo de la butaca? Entienda que, si se separa tanto, no puedo ver bien la función- Respuesta: -Sin respuesta, y otra vez hacia delante-. Ancianas de la izquierda. ¿Señoras, no se dan cuenta que están poniendo sus abrigos encima de mis piernas, y su bolso donde están mis pies? No hay respuesta, tan sólo una mirada de reproche, como si las maleducadas no fueran ellas.
Termina la función. La mujer de la izquierda grita bravos como pocas, detrás echan pestes en bajo para que se les oiga cerca, sobre buena parte del reparto, para que se sepa que saben. Delante un nutrido aplauso. Las ancianas no aplauden, sólo miran al crítico, a ver quién se cree que es.
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