El intérprete ruso, especialista en la interpretación histórica de los instrumentos de tecla de los siglos XVIII y XIX, rinde tributo a la figura de Clementi, en un instrumento tan poco frecuente como evocador.
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid. 20-I-2018. Fundación Juan March. Rarezas instrumentales [Conciertos de los sábados]. Obras de Muzio Clementi, Franz Joseph Haydn y Wolfgang Amadeus Mozart. Alexander Melnikov [piano de mesa].
No es la primera vez que la Fundación Juan March le dedica un ciclo a eso que han venido a denominar Rarezas instrumentales. Ya en 2015 dedicaron cuatro conciertos para acercar al público instrumentos como las ondes Maternot y la armónica de cristal, una serie de virginales y clavicordios de los siglos XVI y XVII, el violoncello da spalla, así como el piano-pédalier. Pues bien, tres años después de aquel ciclo, la Fundación detiene de nuevo su atención en otros cuatro instrumentos de los que cabría decir no se encuentran entre los más conocidos, escuchados y, menos aún, interpretados en directo. Excepción hecha de las flautas de pico –protagonistas del concierto que cerrará el ciclo allá por febrero–, que sí tienen un cierto predicamento sobre los escenarios españoles, el resto son instrumentos que transitan entre lo ignoto, como este piano de mesa que inauguró el ciclo o el claviórgano –tercer concierto del ciclo–, y los pocos habituales –la mandolina que protagonizará el segundo de los conciertos–.
El piano de mesa o piano cuadrado se trata, sin duda, de uno de los instrumentos de tecla más infrecuentes de aquellos que se desarrollaron en la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. La particularidad definitoria de este tipo de fortepiano, parece que inventado en Inglaterra en 1766, es la presencia horizontal de sus cuerdas, dispuestas en diagonal en una caja de resonancia rectangular. Fue Johannes Zumpe uno de sus máximos desarrolladores en sus inicios. Zumpe, que había sido ayudante en el taller de Gottfried Silbermann –al que algunos atribuyen su invención–, viajó a Inglaterra para establecer su propio taller, donde construyó algunos de los mejores ejemplares de este y otro tipo de instrumentos de tecla. Estos pianos de mesa poseían diversos tamaños, algunos de ellos realmente pequeños, de modo que, dadas sus dimensiones y precios ciertamente asequibles, estos pianos de mesa se hicieron muy pronto realmente populares. De esta forma, ese cambio de paradigma musical –en el que la domesticidad logro hacerse un hueco entre el mundo nobiliario y de las cortes– se hizo evidente, llevando a muchos hogares instrumentos de este tipo, con los que poder hacer música en sus salones sin necesidad de pertenecer a una clase social acomodada.
Es a finales de siglo XVIII cuando el instrumento inicia un proceso de evolución con el que intentar llegar a un nivel técnico más refinado y con el que aumentar su registro, que pasó de las tres –lo ejemplares más reducidos– o cinco octavas iniciales a las seis e incluso siete de algunos ejemplares muy evolucionados del primer tercio del XIX. Es aquí donde entra en juego la figura que protagonizó esta velada, la de Muzio Clementi (1752-1832), uno de los mayores representantes del pianismo dieciochesco y decimonónico, pero no solo, sino también un pedagogo fundamental –profesor de algunos de los grandes intérpretes y compositores posteriores–, además de un compositor realmente notable y buen constructor de instrumentos de teclado. El desarrollo del piano de mesa no puede entenderse sin su labor, por lo que es justo decir que este primer recital de las Rarezas instrumentales fue también un –justo– tributo a la persona de Clementi. Él ocupó la gran parte del recital, con la presencia de tres de sus composiciones, dos de las cuales pertenecen a su curiosa colección Musical Characteristics, Op. 19, una serie de preludios y cadencias –como reza el título– en los estilos de seis compositores diferentes, a saber: Haydn, Mozart, Kozeluch, Vanhal, Sterkel y el propio Clementi. Estos breves Preludios son piezas caprichosas, cargadas de pasajes brillantes e interrumpidas por constantes cambios de textura y tempo. Lo cierto es que Clementi los desarrolla a medio camino entre la parodia y una imitación seria de los autores representados. En el caso concreto de Haydn y Mozart parece que se trata más bien de imitaciones en tono serio que paródico, como bien se puede apreciar en los ejemplos interpretados en el concierto: Preludio en Do mayor «alla Haydn» y Preludio en La mayor «alla Mozart».
Sendos breves preludios sirvieron como antesala de dos obras de dichos autores, comenzando por la Sonata en Do sostenido menor, Hob. XVI:36, un brillante ejemplo de la major escritura pianística del genial Franz Joseph Haydn (1732-1809). Compuestas a principios de 1780, las cinco sonatas n.º 35 a 39 inauguraron la larga relación de Haydn con la prestigiosa editorial vienesa Artaria. Dedicados a las talentosas hermanas Franziska y Maria Katherina von Auenbrugger, cuyas interpretaciones pianísticas despertaron la admiración de Leopold Mozart y del propio Haydn, aparecen designadas por primera vez en el título original para clavicémbalo, o forte-piano, por su escritura, que a menudo exige una notable flexibilidad dinámica, parecen más bien concebidas para el segundo de ellos. Las cinco sonatas Auenbrugger son realmente dispares en estilo, siendo quizá la más refinada y llevada al extremo de sus posibilidades esta n.º 36, en la que se además se yuxtapone de forma brillante un estilo severos con otros más «popular».
Por su parte, el Adagio en Si menor, KV 540, de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), fue terminado el 19 de marzo de 1788 y compuesto entre los estrenos de Don Giovanni en Praga y Viena. Se trata de una de las pocas obras en esta tonalidad, la que además debe tener un significado especial si comprobamos que en la lista de obras de su catálogo personal figura, como único caso, dicha tonalidad al lado del título de la obra. A pesar de su brevedad, Mozart logra crear una atmósfera de gran tensión y emocional a través del conmovedor uso de retardos y séptimas disminuidas.
La última de las obras interpretadas, la Sonata en Sol menor, Op. 34, n.º 2, es para muchos especialistas en su obra uno de las mejores de su extensa producción sonatística, pues en ella se encuentra un tratamiento modélico del tono menor, además del uso de formas estilísticas aparentemente no relacionadas que se ensamblan en un conjunto perfecto de gran poder expresivo, como en la magnífica apertura del movimiento inicial, Largo e sostenuto, que se convierte en un fugato cromático abrasivamente disonante cuyo tema se transforma en el primer material del Allegro con fuoco. Su escritura resulta en muchos momentos realmente idiomática y absolutamente moderna.
Tenía bastante interés en escuchar en directo el piano de mesa, pues uno no tiene apenas –por no decir nunca– oprtunidad de escuchar un ejemplar de este tipo, ni tan siquiera en grabaciones. Pero lo tenía también por ser Alexander Melnikov el encargado de tañerlo. El ruso es uno de los máximos exponentes en la actualidad en la interpretación del fortepiano y de otros instrumentos históricos de tecla, especialmente para el repertorio clásico-romántico, por lo que la oportunidad era doble. El instrumento ante el que se sentó, un piano Clementi de 1801, ha sido restaurado admirablemente –en palabras del propio Melnikov– por Eduardo Muñoz. Pertenece a la Colección de pianos históricos Serrato. Es un instrumento de gran belleza, con un sonido tan apagado como es habitual en estos modelos, pero de una elegancia y un refinamiento fascinantes. Melnikov, que antes de comenzar leyó unas palabras en un más que notable español, en las que rindió tributo al bueno de Clementi, poniendo en contexto a los oyentes sobre el instrumento, además de disculparse por interpretar de espaldas al público –exigencia técnica para facilitar la audición ya de por sí complicada de este instrumento–, ofreció una velada ejemplo de que a veces menos es más, o que no siempre son necesarias tantas evoluciones técnicas como el ser humano se empeña siempre en perseguir. El de Moscú, que es un intérprete técnicamente muy dotado, afrontó con éxito algunos desajustes propios de las complicaciones del instrumento, que sufrió notables desafinaciones a lo largo del recital –alguna de las cuales hubo que subsanar–, además de algunos problemas con una tecla indisciplinada. Por lo demás, su capacidad expresiva fue sin duda la gran triunfadora de la velada, logrando extraer una importante emoción de sus interpretaciones, especialmente contando con la absoluta imposibilidad de jugar con los rangos dinámicos en el instrumento. Melnikov fue muy hábil en el tratamiento del fraseo y la articulación, la única herramienta con la que pudo acometer una visión delicada y elegante de composiciones de gran calibre. Es más que loable lograr una excelencia tal en un instrumento con carencias tan patentes.
Una velada de gran encanto, con un público en general bastante silencioso y respetuoso –aunque no faltaron el móvil y las toses de turno en los momentos más inoportunos–. Además, la Fundación tuvo a bien emitir en una pantalla sobre el intérprete un primer plano del teclado, con lo que poder apreciar de manera fascinante el ir y venir de las manos de Melnikov sobre el mismo, lo que le aportó otra dimensión al recital. Desde luego, todo un ejemplo de la visión que tiene de la programación musical esta institución, en la que lo poco trillado, lo diferente y lo que los demás ojos no se molestan en vislumbrar es lo que se convierte aquí en centro absoluto de la concepción artístico-musical. Desde luego, Clementi y el piano de mesa se merecían un homenaje como este.
Fotografía: march.es
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