Por Alejandro Martínez
22/07/2014 Müncher Opernfestspiele: Bayerische Staatsoper. Mozart: Le nozze di Figaro. Gerald Finley, Véronique Gens, Kate Lindsey, Erwin Schrott, Hanna-Elisabeth Müller y otros. Dan Ettinger, dir. musical. Dieter Dorn, dir. de escena.
De nuevo Mozart centraba la atención en el Opernfestspiele de Múnich. Tras La clemenza di Tito que ya comentamos aquí, llegaba el turno de Le nozze di Figaro, reponiendo para la ocasión la producción de Dieter Dorn, que tiene ya más de quince años. Estamos ante un trabajo que se antoja inteligente e ingenioso sin necesidad de aspirar a ser original. Es un trabajo de teatro “clásico” puro y duro. Clásico porque no intenta llevar a cabo otra cosa que un desarrollo pormenorizado del libreto, eso sí, en el único espacio escénico que representa una caja en blanco, esto es, cuatro paredes con sus respectivas puertas y un austero atrezzo. El reto y el atractivo de la propuesta son notables, y el resultado convence en líneas generales, sobre todo por una espléndida dirección de actores y una inteligente resolución de los continuos enredos, haciendo buena la elocuente virtud de quienes saben contar mucho con pocos recursos. El cuarto acto es quizá el punto más débil de la producción, ya que originalmente se desarrolla en un jardín prácticamente a oscuras, dependiendo el enredo de esa parcial iluminación. Dorn lleva aquí hasta sus últimas consecuencias su decisión de escenificar las Bodas en una caja en blanco y presenta este último acto en las mismas condiciones, de un modo más radical incluso, ya que prescinde de las puertas y unas sábanas blancas dispuestas en el suelo con el único atrezzo con el que los solistas deben desarrollar la acción. Por un lado, ese exceso de luz desmerece un tanto la escena, pero a cambio digamos que el enredo se desarrolla de un modo doblemente cómico, a la vista de todos, haciendo más patético si cabe el genial desarrollo del libreto de Da Ponte. En suma, pues, la producción de Dieter Dorn sería todo un brillante clásico si matizase de algún modo la iluminación de este último cuadro, lo que en modo alguno desmerece el que es, por méritos propios, un estupendo trabajo teatral por su parte.
Del solvente reparto destacaron las brillantes encarnaciones de Gerald Finley y Veronique Gens para la pareja de condes. El primero cumplió con las expectativas ofreciendo un Conde de línea impecable, elegante, con la dosis justa de temperamento, teatralísimo. Irreprochable. Gens, por su parte, nos sorprendió con una voz con más cuerpo y firmeza, perfectamente dotada para dar voz a una Condesa de acento templado y terso. Con una emisión muy mimada, bordó sus dos principales intervenciones, el "Porgi, amor..." y el "Dove sono...". En escena puede antojarse un tanto patosa, pero lo justo y necesario para añadir un gramo de simpática comicidad al retrato de la Condesa. Por otro lado, Erwin Schrott nos sorprendió con un Figaro estimable aunque un punto chulesco y tonante. Si bien la línea de canto a veces es descuidada en exceso, poco depurada, lo cierto es que el material de partida es bien estimable. Si el solista pusiera más empeño en matizar la emisión e interiorizar un tanto la interpretación, estaríamos ante un cantante sin duda mucho más interesante. Junto a él, muy buen trabajo de la soprano Hanna-Elisabeth Müller, habitual de este teatro bávaro, en la piel de Susanna. Si bien el agudo es un pelín estridente por momentos, compuso una criada muy convincente, con ese punto de picardía y temperamento que tan bien caen a sus ropajes. Fue una Susanna quizá más ligera de lo habitual, pero muy solvente. Espléndido trabajo teatral y muy buena resolución vocal la ofrecida por el Cherubino de Kate Lindsey. Prescindible labor esta vez de los comprimarios (Ulrich Ress y Heike Grötzinger), a excepción de Elsa Benoit como Barbarina y Kevin Conners como Don Curzio, magníficos ambos.
Volvía a actuar en el foso la batuta de Dan Ettinger, cuyo desigual trabajo con Guillermo Tell ya glosamos en estas páginas hace un par de semanas. Nos gustó mucho más en este caso su labor, si bien desde un enfoque algo pasado de romanticismo, empuje y decibelios. Las suyas fueron unas Bodas más a lo Böhm o a lo Karajan que a lo Jacobs o a lo Harnoncourt, por entendernos y salvando las amplísimas distancias. Quizá no pueda ser de otro modo con los mimbres que dispone esa orquesta (¡qué transparencia melódica en la cuerda!), que ofreció una prestación de lujo aunque, como decimos, más anclada en los presupuestos “romantizantes” con los que se ejecutaba a Mozart hace más de medio siglo.
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