Por Raúl Chamorro Mena
Valencia. 4-X-2019. Palau de Les Arts Reina Sofía. Le nozze di Figaro - Las Bodas de Figaro (Wolfgang Amadeus Mozart). María José Moreno (La Condesa Almaviva), Andrzej Filonczyk (El Conde Almaviva), Sabina Puértolas (Susanna), Robert Gleadow (Figaro), Cecilia Molinari (Cherubino), Susana Cordón (Marzellina), Valeriano Lanchas (Bartolo), Joel Williams (Don Basilio), Vittoriana de Amicis (Barbarina).Coro de la Generalitat Valenciana. Orquesta de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: Christopher Moulds. Dirección de escena: Emilio Sagi.
No podría comenzar una recensión de un espectáulo del Palau de Les Arts de Valencia sin aludir al reciente fallecimiento de Helga Schmidt bajo cuya égida este teatro y su ciudad se colocaron en el mapa operístico Internacional. Ya nunca sabremos la resolución judicial del proceso en que se vió envuelta, aunque todo parece indicar que fue víctima de enfrentamientos y enredos entre politicastros, pero lo que nadie puede dudar es el extraordinario nivel que alcanzaron las temporadas bajo su dirección artística y su repercusión internacional. Con la participación de músicos de la talla de Lorin Maazel y Zubin Mehta se creó una orquesta de altísima calidad, que se colocó inmediatamente como la mejor de España con mucha diferencia, además de conseguirse repartos muy estimables. El que suscribe no desaprovechó tener tanta calidad tan a mano desde Madrid (no digamos ya, desde que se inauguró el AVE, lo que situaba a Valencia a escasos 100 minutos de la capital) y ha disfrutado todos estos años de magníficas noches de ópera. Por lo tanto, allá dónde esté, muchas gracias Sra. Schmidt.
Un tanto sorprendente para el que suscribe resultó el comienzo de esta función de la magistral creación mozartiana, obra con la que se abre la temporada 2019-2020 del recinto valenciano. En la obertura, la orquesta, que ha perdido quilates, pero sigue siendo de notable calidad, sonó borrosa, el foso situado demasiado alto y la acción del montaje discurría al menos 4 metros más allá del proscenio, es decir que los cantantes debían emitir lejos de la parte delantera del escenario. Durante todo el primer acto uno tuvo la sensación de escuchar una de esas grabaciones que sólo contienen la parte musical de una ópera, pues no era capaz de escuchar las voces, descoloridas, pobres tímbricamente y sin proyección. Ni siquiera a Valeriano Lanchas que demostró que su voz es gruesa, pero mate y limitada de penetración tímbrica, además de no mostrarse nada cómodo con el canto silabato de su aria «La vendetta».
El comienzo del segundo acto demostró que, efectivamente, las voces debían enfrentarse a diversos incovenientes, pero en cuanto María José Moreno entonó el aria «Porgi amor» pareció que habían «subido el volumen», al mismo que tiempo que debieron abrir una ventana por la que entraron rayos de Sol. Siempre ha habido voces pequeñas, medianas y grandes, pero lo fundamental es la proyección, el correcto apoyo sobre el aire, la posición y liberar el sonido para que corra por la sala. La Moreno ha sido Susanna y también Rosina en la versión para soprano de El barbero de Sevilla de Rossini que se basa, asimismo, en texto de Beaumarchais en una acción que trascurre previamente a la de Las bodas de Figaro. Ahora esa Rosina ya se ha convertido en la Condesa Almaviva y padece la rutina de la convivencia y a un esposo, el Conde, que ya no le presta suficiente atención prendado de la rozagante criada Susanna.
El timbre de Moreno, siempre luminoso, mantiene lozanía, frescura y su canto, muy refinado, acreditó esa afinidad con la escritura mozartiana que ha demostrado a lo largo de su carrera. El fraseo, cada vez mejor torneado, ha ganado en matices y el aspecto interpretativo, asentamiento y expresividad. En el segundo acto vemos un Condesa juvenil, que evoca aquella Rosina del Barbero, que se turba ante la belleza juvenil y efusión impetuosa de su pretendiente Cherubino y entra resuelta en el juego seductor que le plantea. En la espléndida aria del tercero «Dove sono i bei momenti» pudo escucharse un legato bien cosido y apreciable fiato, que le permitió sostener las largas frases de canto spianato. Cierto es que pudo echarse de menos un centro más ancho y armado, pero se impuso la musicalidad, el impecable gusto, el juego de dinámicas y limpieza de la línea canora de la Moreno. Asimismo, la nostalgia, la tristeza, en definitiva, el tono patético de la pieza estuvieron impecablemente expresados, pero dentro de la sobriedad que corresponde a una gran señora como es la Condesa Almaviva, Grande de España. La interpretación de dicha pieza recibió la mayor ovación de la noche. Uno sigue sin entender que María José Moreno no tenga una presencia habitual en los teatros.
A mucha distancia se situó la prestación del resto del elenco, del que cabe subrayar su profesionalidad y compromiso escénico ya que, como ya se ha resaltado, predominó la modestia tímbrica y escasa proyección vocal, situándose, se todos modos, el reparto femenino muy por encima del masculino. Sabina Puértolas compuso una Susanna irreprochable en lo interpretativo, desenvuelta, con descaro y desparpajo, aunque en lo vocal, su sonido se quedó en el escenario y apenas corrió por la sala, por lo que fue dificultoso apreciar su canto siempre elegante y musical.
Mis lectores más fieles recordarán, que en mis reseñas del Festival Rossini de Pesaro del pasado mes de agosto expresé mis dudas sobre la proyección vocal de Cecilia Molinari en teatros más grandes y de acústica menos agradecida para las voces que el Rossini de Pesaro. Mis temores se confirmaron, su Cherubino adoleció de muy limitada presencia sonora y es una pena, porque es una cantante sensible y refinada. Susana Cordón, además de perfilar una Marzelline de libro en lo interpetativo aprovechó su aria del último acto «Il capro e la capretta» (que se suprime muchas veces) para obtener un merecido aplauso del público, pues su interpretación reunió desenfado e intención en el decir.
De la pareja formada por Andrzej Filonczyk y Robert Gleadow, Conde y Figaro, respectivamente, poco puedo decir más allá de que ofrecieron una especie de variedad onírica del canto, en el que apelaron a mi sentido de la imaginación, ya que no existió verdadera presencia tímbrica y realidad sonora.
No me convenció la dirección musical de Christopher Moulds por escasamente inspirada, pesante, falta de chispa y vivacidad. No tuvo en cuenta que sobre el escenario predominaban voces de limitado espectro sonoro y es cierto que, después de la obertura, el sonido de la orquesta fue ganando enteros, pero predominaron los decibelios sobre los detalles y el forte constante sobre la sutilidad y las gradaciones dinámicas. El coro demostró que sigue en buena forma en sus cortas intervenciones.
La producción de Emilio Sagi procedente del Teatro Real sigue funcionando bien. La escenografía de Daniel Bianco resulta apropiada y muy grata a la vista –cualquiera que mire al escenario deduce que estamos viendo Las bodas de Figaro- y culmina en un bellísimo acto cuarto. Magnífico vestuario y adecuada iluminación. El montaje discurre con el suficiente dinamismo, ágil movimiento escénico, así como la elegancia y exquisitez propias del director de escena asturiano.
Foto: Miguel Lorenzo, Mikel Ponce / Palacio de las Artes «Reina Sofía»
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