Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. 8/3/2016. David Geffen Hall. Temporada de abono de la Orquesta Filarmónica de Nueva York (NYPO). New York Choral Artists, dirigidospor Joseph Flummerfelt. Camilla Tilling, Matthias Goerne. Director musical: Christoph von Dohnányi. Un Réquiem alemán, Op. 45,de Johannes Brahms.
Johannes Brahms solo tenía 20 años cuando conoció a Robert Schumann, por mediación del famoso violinista Joseph Joachim. Se convirtió en amigo y mentor, y tras su muerte en 1856, a Brahms le comenzó a rondar la idea de componer un Réquiem. Los primeros esbozos son de 1857, y posteriormente en 1861 vuelve a ellos. Pero es definitivamente en 1865, tras la muerte de su madre cuando se vuelca en la obra. Es una época en que compone bastantes obras corales. Él había sido director de coros en Detmold y en Hamburgo, y en esos momentos, ya instalado en Viena, estaba bastante familiarizado con este tipo de repertorio. Los tres primeros movimientos del Réquiem se estrenaron en Viena en 1867 y medio año después otros tres en Bremen. Posteriormente le añadió el quinto movimiento con la soprano, y la obra en su forma definitiva se estrenó en 1869 en Leipzig.
Brahms compone un réquiem que es bastante novedoso. Primero porque abandona conscientemente el latín para componer la obra en alemán. Segundo porque abandona la liturgia latina de la Misa de Difuntos para utilizar textos de la Biblia, elegidos por él, que se “olvidan” del castigo para los pecadores, del juicio final o del infierno. Por último, se enfoca en consolar a los afligidos y darles esperanza. Es decir, da más importancia a los aspectos humanos de la muerte que los propiamente religiosos. Busca más la misericordia que el castigo. Entiende la vida en la tierra como una parada intermedia en la promesa de la vida eterna.
En esta búsqueda de la concordia (se anticipa en 20 años al de Fauré, otro réquiem humanístico y bellísimo) y del mensaje universal, casi ecuménico y válido para cualquier creencia, el peso de la obra recae sobre todo en el coro, más que en la orquesta. Su tratamiento e importancia es fundamental. Participa en los siete movimientos, y hay cabida para todos los registros.
La interpretación el martes en el David Geffen Hall fue de una belleza fuera de lo común. Con orquesta, coro y director en estado de gracia, sólo la pobre prestación de los solistas vocales nos impidió tener una velada perfecta.
Christoph von Dohnányi, a sus 86 años, está hecho un chaval. Con una presencia que ya quisiéramos muchos si llegamos a su edad, demostró una vez más su magisterio. Lejos queda ya la primera vez que le vi, hace más de 20 años, dirigiendo la Salomé de Richard Strauss en el Covent Garden londinense, en la preciosa producción de Luc Bondy. Con los años se ha ido amansando, ganando en hondura lo que en parte, y solo en parte, ha perdido en perfección. Ya no “impresiona” tanto como años atrás, sino que “convence” más. Ralentiza algo más los tempi, consiguiendo que la interpretación "respire", y que las emociones salten a la luz. Dirigió el movimiento inicial con recogimiento y lirismo. En el segundo, marcando un tempo algo más lento de lo habitual, fue construyendo los dos clímax lentamente, sin prisa pero sin pausa, con un control absoluto de tempo y sonido. En el tercero, volvimos a ver al Dohnányi enérgico de hace años. Cuarto y quinto, remansos de paz, fueron dichos con calma pero sin la más mínima pérdida de tensión, sobre todo en el precioso acompañamiento de la soprano. En el sexto, tan dado a los “fuegos artificiales”volvió el Dohnányi brillante y controlador. En el último, con una hondura y recogimiento insuperable, nos puso los pelos como escarpias.
La orquesta respondió al reto de manera admirable. Las cuerdas, tan importantes en esta obra, sonaron compactas y empastadas, con unos pianísimos de quitar el hipo. Exquisito el acompañamiento del chelo a la soprano en su intervención. El resto de secciones cumplieron a la perfección.
Los “New York Choral Artists”, preparados por su director Joseph Flummerfelt demostraron ser un coro con mayúsculas, de mucha calidad y con muchos ensayos a sus espaldas. Tenores y sopranos estuvieron si cabe aún mejor que el resto. Conjuntados de principio a fin, con un sonido bello e intenso, y por momentos una claridad diáfana, nos mostraron toda la gama dinámica que el Sr. Dohnányi les demandó.
La soprano Camilla Tilling tiene una voz ligera, clara, con volumen mínimo, un timbre ausente de color, y una emisión muy problemática. Aunque su interpretación fue digna, echamos en falta una voz con cuerpo, que contrastara de verdad con la orquesta.
El barítono Mattias Goerne disfrutó de la velada. Durante la mayor parte de la interpretación del coro se le veía moviendo los labios simulando que cantaba con ellos. Lástima que ofreció poco más en sus dos momentos solistas. En la parte positiva podemos destacar su musicalidad, su conocimiento del medio “liederístico”, y cierta variedad en su canto. El problema es de origen. La voz es fea y no está bien emitida, los graves son inexistentes, el centro es gutural, y no hay agudo ya que todo lo que supera la zona de paso se convierte en un falsete engordado, con lo que el sonido emitido nunca es pleno ni intenso. Está estrangulado y no corre. Así es muy difícil cantar Brahms.
El público respondió con entusiasmo dirigiendo sus mayores ovaciones al Coro y al veterano director.
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