Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 20-I-2019. Auditorio Nacional. Ciclo Orquesta Nacional de España. Concierto para violín (Esa-Pekka Salonen), Leila Josefowicz, violín. Sinfonía nº 2, WAB 102, versión 1877 (Anton Bruckner). Orquesta Nacional de España. Dirección: Christoph Eschenbach.
Resulta muy especial escuchar una obra interpretada por el artista dedicatario de la misma, pero aún lo es más, si la composición es tan fascinante como el concierto para violín de Esa-Pekka Salonen (Helsinki, 1958) y dicho artista es del nivel de la violinista canadiense Leila Josefowicz, que en su interpretación combinó su intrínseca calidad como virtuosa del violín con unas impresionantes entrega, fuerza y convicción manifestada también en los momentos que no intervenía como solista, mediante un lenguaje gestual muy intenso y expresivo. Después de la escucha del concierto, el que suscribe le invadió la sensación de estar ante toda una obra maestra, además de una composición perfectamente asequible para el gran público. Una obra, que data de 2009 -justo cuando el gran director de orquesta y compositor finlandés concluía su titularidad con la Filarmónica de Los Angeles-, plena de creatividad y equilibrio, que contrasta de manera subyugante dos movimientos plenos de energía y destacado virtuosismo con otros dos recogidos, de intensa y evocadora intimidad.
El solista se ve ya muy exigido desde el comienzo del primer movimiento, Mirage, todo un tour de force de notas rápidísimas en el que Josefowicz demostró su gran técnica y dominio del arco. Realmente deslumbrante la aparente facilidad con la que la violinista canadiense resolvió los tremendos saltos interválicos y la interminable cascada de notas vertiginosas sin descanso para el solista, que en una nota mantenida da paso al segundo movimiento Pulse I presidido por una atmósfera estática en la que el sonido amplio, bello y de gran riqueza tímbrica de la Josefowicz se expandió franco por la sala y se conjuntó admirablemente con una expresión íntima, introspectiva de admirable sugestión. Contraste total con el tercer movimiento, Pulse II en el que Salonen nos expone la música urbana, los sonidos de la gran ciudad simbolizados en una enérgica, arrolladora, prestación de la percusión y los metales ante los que debe medirse el violín en una agresiva pugna que aceptó sin dudarlo una volcánica, más bien, titánica, Leyla Josefowitz. El cuarto y último movimiento, el más largo, Adieu, presidido por un intenso lirismo y un tono nostálgico, melancólico, evocador, de gran carga emocional y poder trascendente perfectamente traducido por Josefowicz con una entrega genuina, sincera y auténtica, tanto como su virtuosismo de la mejor ley. Todo al servicio de la música y en este caso, de la composición que le fue dedicada. Una espléndida nota final aguda en pianissimo mantenida varios compases, puso fin al fabuloso concierto. Notable prestación de la orquesta nacional con Christoph Eschenbach al frente, quien tuvo como principal virtud acompañar adecuadamente a la solista y hacer justicia a la rica orquestación de Salonen. Ovaciones del público que ocupaba dos tercios, como mucho, del auditorio nacional en esta mañana de Domingo. Josefowicz ofreció como propina otra composición del propio Salonen de endiablada dificultad (un extracto de la chacona para violín Lachen verlernt), que parecía una especie de capricho de Paganini versión siglo XXI.
Si la primera parte del concierto alcanzó la cima, la segunda nos llevó a una honda sima. Efectivamente, la mezcla de ilusión y expectación por poder escuchar la Segunda sinfonía de Bruckner, una de las menos programadas del músico de Ansfelden, se tornó en soporífero aburrimiento y profunda decepción porque no se aprovechara el buen momento que volvió a demostrar la orquesta, de la que se obtuvo lo mínimo. Si la batuta de Eschenbach renunció a la exigencia, que podemos decir de la absoluta desorganización, de la ausencia de matices, de la falta de claridad expositiva. Desde el primer movimiento pudo comprobarse la ausencia de sentido constructivo y de transiciones, la falta de contrastes. En lugar de diferenciación de planos orquestales tuvimos «planos» planos orquestales y los abundantes silencios de esta composicón resultaron bruscos, antimusicales y ahondaron la sensación de ejecución totalmente deshilvanada, en la que hablar de algo parecido a una «arquitectura» musical sería una pura entelequia. Apenas algunas frases sueltas interesantes producto de la intuición musical que sin duda atesora Eschenbach, no bastaron, desde luego, para rescatar una interpretación tan deslavazada como tristemente anodina, aburrida y mortecina. Eso sí, es justo -y conviene insistir- en que la orquesta nacional, a la que no se extrajo ni se exigió el rendimiento que puede dar, estuvo a su buen nivel actual, que se mantiene a pesar de las marejadas internas.
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