Por Pedro J. Lapeña Rey
Bayreuth, 1-VIII-2019, Festpielhaus. Tristan e Isolda (Richard Wagner). Stephen Gould (Tristan), Petra Lang (Isolda), Georg Zeppenfeld (Rey Marke), Greer Grimsley (Kurwenal), Christa Mayer (Brangania), Armin Kolarczyk (Melot). Orquesta y coro del Festival de Bayreuth. Dirección Musical: Christian Thielemann. Dirección de escena: Katharina Wagner.
Nunca había tenido la oportunidad de ver un Tristan en Bayreuth, y a priori, la presencia en el podio del director musical del Festival, Christian Thielemann, pesaba más que las críticas negativas que la producción de la biznietísima Katharina Wagner ha recogido desde su estreno en la edición de 2015. La función del 1 de agosto era la premier en este festival. La única alteración al elenco previsto fue la presencia del italiano Armin Kolarczyk en el papel de Melot, que sustituyó al inicialmente anunciado Raimund Nolte.
Si en la crítica de los Meistersingers hablé de la maravillosa producción de Barrie Kosky como la mejor que he visto nunca en Bayreuth, ésta de Katharina Wagner opta sin duda a la peor, o al menos, a una de las peores. En esta ocasión tampoco fue necesario tener libro de instrucciones. No porque hubiera muchas ideas, sino porque las pocas que hubo fueron mas que evidentes y no permitieron dar rienda suelta a la imaginación.
En el mundo de Katharina, el amor puro que ensalzan Tristan e Isolda se transforma en amor carnal. Isolda ataca a Tristan en cuanto puede y en cuanto toman el filtro, aquello es un desenfreno. La escenografía de Frank Philipp Schlössmann -responsable en su día del controvertido Ring de Tankred Dorst- y Matthias Lipert nos devuelven al feísmo y al oscurismo imperante. En el primer acto, la acción transcurre en el interior de un barco tipo petrolero, lleno de escaleras metálicas que se abren y cierran según interesa, transformándolo en un puro laberinto, y que cada vez que se cierran te dejan sordo. En el segundo acto no terminamos de entender si estábamos en el centro de una cárcel o de un campo de concentración -todo oscuro, muy oscuro, con vigilantes en la parte superior que apuntan con linternas y cañones de luz que no paran de moverse y buscar prisioneros. La aparición de un Rey Marke macarra y fanfarrón, vestido con abrigo y sombrero amarillos que disfruta haciendo daño y que se lleva a Isolda como trofeo tanto aquí como al final del tercer acto es otra idea brillantísma. El tercer acto fue casi todo negro. Se inició con un Tristán muerto y rodeado de sus fieles, que de repente resucita, y que, en su plegaria, la bisnietísima y el Sr. Schlössmann le obsequian con apariciones de Isolda en una especie de altares tetraédricos. Tristán los persigue, pero cuando está a punto de alcanzarlos, desaparecen. En fin, cualquier cosa menos Tristan e Isolda. Al fin y al cabo, lo que escribió el compositor está muy visto y obsoleto, y en realidad, todos sabemos que el público no viene a Bayreuth a ver a Wagner -Richard- sino a Wagner -Katharina- y a Schlössmann.
En estas circunstancias, solo queda abstraerse del esperpento del escenario y recogerse en la música. Pero tampoco fue un día extraordinario que lo compensara. A Christian Thielemann le hemos visto tardes mejores. En esta ocasión, el berlinés se refugió en el hedonismo orquestal, en la floritura técnica y en la riqueza sonora que alguien de su talento es capaz de extraer de una orquesta soberbia. No hubo matiz, giro o filigrana que pidiera que la orquesta no le dieran. La cuerda empastada y cálida, las maderas precisas y limpias, y los metales redondos y apabullantes le siguieron en esa orgía sonora que salía del foso. En el debe, sin embargo, hubo carencias narrativas y caídas de tensión. A una obertura lírica y cristalina, que nos hizo presagiar una gran tarde, siguió a continuación un discurso bastante lánguido y falto de intensidad. Sabemos que el amor es belleza, pero también es pasión, y ahí fue donde el Sr. Thielemann pecó. Hubo tanta belleza orquestal que nos quedamos ahí. La música fluía de manera natural, pero en la mayor parte del primer acto, la garra y la tensión orquestal brillaron por su ausencia. No tuvimos un solo momento en que se te erizara el vello de los brazos. Eso, con esa orquesta y en este escenario, es difícil de entender. El segundo acto empezó mejor, y creímos que las aguas volvían a su cauce con un dúo de amor espléndido donde por fin sí, la lujuria orquestal estuvo acompañada por una fuerza y un lirismo arrebatadores. Tocábamos la gloria con las manos. Sin embargo, en la posterior escena del Rey Marke, el Sr. Thielemann volvió a las andadas con la enésima caída de tensión. Solo remontó en parte tras la última entrada de Tristán comentando que parte «hacia el país que no brilla nunca el sol». El tercer acto fue más homogéneo y estuvo mejor en líneas generales, aunque la chispa no terminó de saltar. Es evidente que lo que veíamos en escena no ayudaba en absoluto, pero sinceramente, esperaba más del Sr. Thielemann.
Vocalmente, los dos puntales de la función fueron el Tristan de Stephen Gould y la Brangania de Christa Mayer. A sus 57 años, el tenor americano sigue manteniéndose con solvencia en el olimpo wagneriano. A lo largo de su carrera ha alternado mejores y peores momentos, y ha acometido personajes que le van, y otros que le van mucho menos. Sin embargo, su timbre atractivo por el que parece que no pasan los años, la emisión siempre correcta y bien proyectada, la homogeneidad de su voz -principalmente con un centro ancho y redondo, y unos extremos solventes- y las tablas que le dan tantos años de profesión le hacen salir con soltura de casi cualquier compromiso. Ésta fue una tarde mas. Es verdad que se reservó en parte en el primer acto, pero no hay nada que objetarle a partir de ahí. Su dúo de amor tuvo empuje, prestancia, intensidad, y también algún agudo algo tirante, pero su monologo del tercer acto fue irreprochable, con un lirismo embriagador absolutamente hermoso.
La otra cara de la moneda nos la dio la Isolda de Petra Lang. La soprano de Frankfurt no pasa por su mejor momento vocal, y se notó casi desde el principio. Empuje y tesón no la faltan, pero el canto no es homogéneo, el registro grave cada vez es más áfono, y su franja aguda, siempre débil, está ahora es un momento muy delicado, al borde del grito en casi todas las intervenciones.
Excelente la Brangania de Christa Mayer, de voz atractiva, consistente y puntualmente turbadora -sus avisos del segundo acto, perfectamente arropados por el mejor Thielemann de la noche fueron excelsos- que cantó con enorme gusto de principio a fin, y a muy buen nivel también el Rey Marke de un Georg Zeppenfeld, siempre en forma, de canto noble y fraseo variado y natural. Si tuviera una voz algo mas atractiva y algo mas de carisma en escena, estaríamos hablando de un cantante de primera. A pesar del personaje desagradable en que lo convierte Katharina Wagner, el Sr. Zeppenfeld fue capaz de abstraerse y sacar a flote la nobleza que desprende su personaje. En el papel de “Kurwenal”, Greer Grimsley ahondó los problemas que le vimos recientemente en el Oro del Rhin del Teatro Real. Su canto es poco homogéneo, su voz es poco rotunda y cada vez es mas visible un preocupante vibrato en el registro agudo. Digno y cumplidor el Melot del italiano Armin Kolarczyk.
En los aplausos finales, volvimos al Tendido del 7 del día anterior. Hubo merecidas ovaciones para Stephen Gould, Georg Zeppenfeld y Christa Mayer. Pero tal y como pasó el día anterior con Klaus Florian Vogt, los «supertacañones» de Bayreuth aclamaron y patearon la penosa actuación de Petra Lang, y la controvertida dirección de Christian Thielemann. En lo que pocos discreparon fue en abuchear sonoramente a Katharina Wagner y al resto del elenco escénico.
Como ayer mencioné, en los días posteriores pude ver un aceptable Lohengrin y un excelente Parsifal. Ésta fue la única función capaz de llevar el nombre de Bayreuth con mayúsculas, con unos inolvidables Andreas Schager, Günther Groissböck y Elena Pankratova, y con una dirección fabulosa de Semyon Bychkov . En resumen, solo una gran función de cuatro parece poco bagaje para esta nueva visita a Bayreuth.
Foto: Bayreuther Festspiele/Enrico Nawrath
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