Por Álvaro Menéndez Granda
CD."Emil Gilels: The Seattle recital. Deutsche Grammophon. Agosto de 2016
¿Cómo se encara la crítica de un disco en el que el protagonista es uno de los mejores intérpretes de la historia de la música en general y del piano en particular? Ni es tarea fácil ni puede hacerse a la ligera; el crítico debe tomar consciencia de su pequeñez y reconocer que está ante un maestro que, aunque no siga con vida, puede defenderse mejor que muchos intérpretes actuales y así lo hace, con innumerables éxitos de crítica y público, incontables grabaciones, menciones en bibliografía, monografías, artículos, y estudios que avalan su trayectoria artística. Por otra parte, ¿cómo enfrentarnos al comentario de una grabación lanzada al mercado hoy, pero realizada hace cincuenta y dos años? Tampoco los estándares actuales, en los que la perfección técnica ha llevado a la vacuidad musical, nos sirven en este caso. Dicho lo cual, permítanme un cambio en el enfoque de estas líneas: en lugar de una crítica, considérese una simple reseña, apenas un breve comentario.
Fuerza, vigor y, al mismo tiempo, lirismo, definen la interpretación brillante de la Sonata Waldstein que abre el disco. ¿Qué son un par de notas falsas en una obra de tal complejidad técnica y musical? Nada, pues la música habla. Gilels habla con el piano, y lo hace exponiendo un Beethoven contundente pero sin estridencias, sensible pero sin excesos. Su particular visión de la Sonata op. 28 de Prokofiev deja entrever un paisaje oscuro y tétrico en el que, por momentos, parecen abrirse las nubes y triunfar la luz. Debussy pone el contrapunto con el primer cuaderno de Imágenes y la bruma de su lenguaje delicadamente evocador que pasa de la ensoñación a la deslumbrante claridad. La versión de Gilels parecer poner un velo ante nuestros ojos que, poco a poco, se retira y nos descubre toda la luminosidad del movimiento final.
Sigue una selección de Visiones fugitivas de Prokofiev magistralmente ejecutadas, llenas de frecuentes contrastes entre la tímida delicadeza y el incisivo martilleo, entre el pianísimo más sutil y el toque más agresivo. Después de un Beethoven, dos Prokofiev y Debussy llega el turno de Ravel. En su Alborada del gracioso, Gilels da con el tempo giusto en el que la pieza alcanza ese balance perfecto entre virtuosismo y expresividad que permite extraer de ella todo un abanico de posibilidades interpretativas. No obstante, es el único momento en que podría decirse que la emoción sobrepasa al intérprete y precipita la coda, que resulta levemente confusa. La pieza final, un arreglo del majestuoso Preludio en mi menor BWV855a de Johann Sebastian Bach, sirve a Gilels para una última demostración de sus recursos expresivos. Esta despedida cierra el recital dejando en el oyente, por una parte, una nueva prueba de la indiscutible grandeza del Bach –que ejecuta en esta página una sublime combinación de plegaria y de llanto– y, por otra, el agridulce gusto de saber que se acaba el disfrute y que probablemente no queden muchos más fonogramaspor descubrir de este eterno mito del piano que fue, es y será Emil Gilels.
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