Por Raúl Chamorro Mena
Bayreuth, 29-VII-2019. Festpielhaus. Lohengrin (Richard Wagner). Klaus Florian Vogt (Lohengrin), Annette Dasch (Elsa von Brabant), Elena Pankratova (Ortrud), Tomasz Konieczny (Friedrich von Telramund), Georg Zappenfeld (König Heinrich), Egils Silins (Der heerrufer der Königs). Orquesta y Coro del Festival de Bayreuth. Dirección musical: Christian Thielemann. Dirección de escena. Yuval Sharon.
Resulta una experiencia la mar de divertida leer en los programas que editan los teatros de ópera, los argumentos que utilizan los responsables de las producciones escénicas para intentar justificar sus ocurrencias.
En este caso, los pintores Neo Rauch y Rose Loy que firman la escenografía y vestuario junto al director de escena, el norteamericano Yuval Sharon, que sustituyó el pasado año -cuando se estrenó esta producción- al inicialmente previsto Alvis Hermanis, nos plantean un alegato feminista, hasta el punto que Ortrud es un personaje positivo, que «abre los ojos» a la oprimida Elsa y «unidas podemos» acabar con un Brabante convertido en una asfixiante sociedad patriarcal. Efectivamente, el montaje nos muestra una especie de sociedad distópica patriarcal en colores azulados (han debido leer por ahí lo del color azul atribuido a Lohengrin) en la que sus miembros portan unas alas de insecto. Parece que han padecido un colapso ecológico y no tienen ni electricidad. A Elsa la van a quemar en una pira, pero aparece Lohengrin, que uno asume no lo presenten como caballero de armadura plateada, pero ¿con mono en plan «Manolo y Benito corporeision»? Claro, para los responsables de la puesta en escena no es ningún héroe, es otro machirulo que viene aquí en plan arrollador a avasallar a Elsa. ¿Qué es eso de prohibirme preguntar nada y menos de dónde vienes y cuál es tu linaje? Y todo porque me hayas salvado el pellejo. Eso sí parece que el caballero trae la electricidad y en el último acto vemos postes, cables y artilugios eléctricos, además de una Elsa de color naranja igual que el lecho nupcial, se supone que para contraponerlo al azul, como símbolo liberatorio. Para remate, Lohengrin "castiga" a Elsa después de hacerle la pregunta prohibida atándola a un poste, mientras Gottfried sale al final de verde (no podía faltar el toque ecológico, claro, venga a cuento o no). De hecho, la supuesta idea que sustenta el montaje, además de no encajar de ninguna manera en Lohengrin, no tiene ni un desarrollo, ni una sólida dramaturgia, con un resultado global tan poco grato a la vista como vacío y aburrido , además de carente de fuerza teatral alguna.
El radiante y cristalino preludio con una cuerda aguda surgida del especial foso del Festpielhaus de Bayreuth y que creó una atmósfera mágica e inmaterial, fue el apropiado pórtico a una hermosísima dirección musical de Christian Thieleman. Una labor orquestal que hizo plena justicia a la culminación de la ópera romántica alemana (Weber, Marschner, Spohr, etc…) que constituye Lohengrin. Diáfanas texturas orquestales, refinamiento tímbrico embriagador, una cuerda aguda rutilante contrastada con la inmensa calidez y terciopelo de la grave. Unas maderas limpias, penetrantes, exactas y unos metales cegadores que empastaron perfectamente y nunca resultan invasivos en ese foso cubierto tan particular. Impecable, asimismo, el contraste entre la nítida claridad de toda la orquestación de la ópera respecto a la única escena oscura, inquitante y plena de misterio, la de Ortrud y Telramund del comienzo del segundo acto. Ni que decir tiene que orquesta y coro gloriosos. Eso sí, más allá de un concertante del primer acto un tanto desajustado, me pareció que en este caso predominó el hedonismo sonoro, la paleta de colores y el esplendor tímbrico sobre la tensión teatral, la magia y emoción del Lohengrin que le presencié a Thielemann en Dresde hace tres años. Eso sí, hay que añadir en esa ocasión estaban sobre el escenario Piotr Beczala, Anna Netrebko y Evelyn Herlitzius.
Soy consciente de que el tenor alemán Klaus Florian Vogt tiene un gran número de seguidores y que en Bayreuth es queridísimo, pues recibió unas ovaciones ensordecedoras, pero yo sigo sin entender nada. El contacto con ese timbre blanco, totalmente infantil y esos acentos blandorros y sacarosos me dejan en shock auditivo. Cierro los ojos y no sé si estoy oyendo a un niño cantor de Viena, la voz blanca de una iglesia, una mujer o un contratenor. Puede colar en la despedida al cisne, que Vogt canta con cierto decoro, pero, aunque el cantante es musical y afinado, tampoco es que el fraseo sea de un aquilatamiento y variedad destacables. Cierto que el papel no pide un Heldentenor genuino y rebosa de pasajes líricos, pero también los hay heroicos, que no existen en la voz y acentuación de Vogt. En su favor, que la voz corre y está bien apoyada hasta más o menos un La bemol 3, a partir de ahí Vogt pena y es incapaz de pasar un La natural y un Si bemol, lo que para un tenor tan ultralírico es pecado. La pareja protagonista se completó en sentido negativo con la Elsa de Brabante de Annette Dasch, que sustituyó a Camilla Nylund tal y como se anunció al comienzo de la función, ante la alegría del público, que se mostró alborozado con el reemplazo y, asimismo, colmó de vítores a la soprano Berlinesa al final de la representación. Yo seguía sin entender nada hasta que reflexioné y encontré una posible explicación.
Deben valorar una “Elsa Konzept” o una creación global, pues Dasch atesora belleza, feminidad y una muy grata presencia escénica, resulta implicada en lo dramático, indiscutiblemente profesional, además de salvar la función con su sustitución. Estamos ante una soprano lírica muy justita con un centrito agradable y, claro, no les deben importar las desafinaciones constantes, el rosario de sonidos fijos, duros, abiertos y calantes, apoyados en la nada y totalmente fuera del concepto impostación. Apabullante vocalmente la Ortrud de Elena Pankratova, una soprano dramática de libro con volumen, robustez, amplitud y unas notas altas que reúnen plenitud y squillo. Estallidos sonoros fueron los agudos de su invocación a los Dioses paganos en el segundo acto, aunque en ese momento y en toda su interpretación le faltó algo de garra, de temperamento, si bien la producción, como ya se ha subrayado, la despoja de sus rasgos malvados y, también, de forma inexplicable, la saca de la escena antes del final de dicho acto, cuando es fundamental, por su gran fuerza teatral, que antes de que Lohengrin y Elsa entren en la iglesia, ésta debe posar su mirada en Ortrud en el momento en que la orquesta reproduce el tema de la pregunta prohibida. El vozarrón de Tomasz Konieczny, además de retumbar en sala, confiríó implacable consistencia a Telramund, pero también demasiada rudeza y vulgaridad, además que uno termina saturado de escuchar un canto tan desaliñado y grosero. En las antípodas, sin tanto decibelio y ayuno de rotundidad, pero con emisión ortodoxa y homogénea, modos nobles y fraseo cuidado, el Rey Enrique el Pajarero del bajo Georg Zappenfeld. Muy discreto el Heraldo de Egils Silins.
Foto: Enrico Nawrath
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