Por Luis Alberto Lerma Carmona
León, Guanajuato, México. 15/08/2015. Teatro del Bicentenario. Pietro Mascagni: Cavalleria rusticana. Ruggero Leoncavallo: Pagliacci. Belem Rodríguez (Santuzza), José Manuel Chú (Turiddu), Carlos Almaguer (Alfio), Lydia Rendón (Lola), Eva María Santana (Mamma Lucia). Kristian Benedikt (Canio), Violeta Dávalos (Nedda), Carlos Almaguer (Tonio), Gilberto Amaro (Beppe), Carlos Sánchez (Silvio). Coro del Teatro del Bicentenario y Coro de Niños del Valle de Señora. Dirección musical: Arthur Fagen. Orquesta del Teatro del Bicentenario. Dirección de escena: Mauricio García Lozano.
No es exagerado decir que en los últimos cuatro años el centro de la actividad operística de México se trasladó del Palacio de Bellas Artes, en la capital del país, al Teatro del Bicentenario, en la ciudad de León, en el estado de Guanajuato, por la programación exitosa de títulos del repertorio tradicional que han acercado el arte lírico a los leoneses y que han sido escenificados con frescura e inteligencia adquiriendo absoluta vigencia. Es cierto que la cantidad de estrenos al año es mínima, a lo mucho tres. Sin embargo, la oferta es muy atractiva en un país donde se hace poca ópera, pero existe un amplio público asiduo a estos espectáculos, como el que asistió los días 9, 12 y 15 de agosto de este año a la décima y undécima representaciones del recinto: Cavalleria rusticana, de Pietro Mascagni, y Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo, la dupla verista por antonomasia.
En buena medida el mérito del éxito de estas nuevas producciones de Cav/Pag fue del regista mexicano Mauricio García Lozano, quien decidió contar ambas historias en una misma plaza de un pueblo al sur de Italia, a finales del siglo XIX, una idea ya conocida, pero encantadora por la escenografía de Jorge Ballina; una iglesia, casas y un cielo azul claro componen el paisaje siciliano, de inspiración cubista por el colorido y la simplicidad de sus formas. En Pagliacci un escenario pequeño de la tropa de payasos ambulantes -con una réplica de la misma aldea a los costados-, en medio de la plaza, completa la imagen. Esta recreación resultó dinámica y variada por el cambio constante de lugar de los elementos del montaje, consiguiendo crear un cuadro en perspectiva al situar el templo al fondo y en medio del escenario y a unos costados las viviendas de menor a mayor tamaño. También la iglesia y la taberna cambian de posición y aparecen en un primer plano al reducirse el escenario con los telones. El vestuario de Mario Marín del Río y el maquillaje de Cinthia Muñoz estuvieron acordes con la época umbertina y el ambiente rural en que se desarrollan los melodramas, mientras que la iluminación de Víctor Zapatero no solo evocó la mañana, el día y la noche, sino que dotó de una atmósfera misteriosa a los interludios orquestales, en los cuales García Lozano aprovechó para desarrollar sus propias ideas. Además, el movimiento corporal de los actores, dirigidos por Ruby Tagle, recreó con claridad las actividades cotidianas de los pueblerinos.
Además de ubicar ambas óperas en un mismo pueblo, García Lozano decidió entrelazarlas en un mismo espectáculo creando nexos de unión. Uno de ellos fue incluir un nuevo personaje que sirvió como hilo conductor: un niño aparentemente de la realidad que al recibir un globo rojo de la mano de Canio en el Preludio logra entrar al mundo de la ficción. Este pequeño –interpretado por Jorge González Camargo- no habla ni canta durante toda la función. En Cavalleria hace primero contacto con una niña de la aldea y luego permanece sentado en medio del proscenio, observando la ópera. Y en Pagliacci se integra y participa de la acción. Aunque parezca una mera ocurrencia del regista, el planteamiento se justifica al interpretar al niño como un símbolo de la fantasía infantil ante la realidad sofocante de la sociedad, ante ese “pueblo chico, infierno grande”.
Otra manera de vincular ambas óperas fue presentando los personajes de una dentro de la otra, sin modificar los argumentos originales. En el Preludio de Cavalleria, los protagonistas de ambas en óperas son testigos del momento en que Canio entrega el globo rojo al pequeño. Esta idea, como ya se mencionó, se traduce como la trama vista a través de los ojos de un niño. Y en el Intermezzo de Pagliacci, transcurre la procesión fúnebre de Turiddu, una idea totalmente nueva, pues Cavalleria termina en el asesinato de este personaje. Hay que agregar que un telón con el nombre de la ópera aparece en el interludio de la otra también para ligar las dos obras. El tema del teatro dentro del teatro de Pagliacci fue abordado y ampliado por Mauricio García Lozano, al incorporar el niño de la realidad al mundo de la teatralidad y al llevar los figurantes y protagonistas al plano de la realidad, deambulando entre los asistentes y en el escenario, minutos antes de iniciar la función.
El director musical estadounidense Arthur Fagen, al frente de la Orquesta del Teatro del Bicentenario, fue otro de los responsables del triunfo de esta producción, al ofrecer una versión memorable del díptico. Gracias a un manejo minucioso de los matices, su lectura de Cavalleria resultó equilibrada, porque logró generar tanto esos momentos climáticos, llenos de pasión, sin llegar al estruendo, como evocar el lirismo de los coros, los dúos, el Preludio y el Intermezzo. También consiguió que el ensamble sonara con tal claridad, que fue posible disfrutar del sonido sedoso de las cuerdas, los detalles de los alientos y el acompañamiento del arpa. Y en Pagliacci Fagen reveló los claroscuros de la partitura, como la fuerza dramática de la escena final, el patetismo de Vesti la giubba y el romanticismo del dúo de Nedda y Silvio.
Fue en el aspecto vocal donde aparecieron los altibajos en esta presentación, los cuales, no obstante, no causaron una impresión negativa a los asistentes. En Cavalleria, la mezzosoprano Belem Rodríguez, de timbre bello y oscuro, interpretó a una Santuzza embarazada. Aunque sus graves y centro tuvieron cuerpo y volumen, sus agudos perdían igualdad y potencia en los pasajes más expresivos, como en el aria "Voi lo sapete, o mamma", en que la línea del canto se afectaba por un vibrato excesivo. También su emisión se notó irregular en "Innegiamo, il Signor non è morto", e incluso llegó a la estridencia en "Tu qui, Santuzza?" No obstante, colocó mejor las notas altas en "No, no, Turiddu, rimani y Oh! Il Signore vi manda, compar Alfio!" Y desde el punto de vista escénico, encarnó a una Santuzza más triste y sumisa que vengativa.
El sinaolense José Manuel Chú causó una grata impresión en el papel de Turiddu. De fraseo elegante, su voz cálida, de tenor lírico, logró imponerse y proyectarse con facilidad debido a la solidez de todo su registro. En la Siciliana, superó sin problemas la afinación, sin olvidarse de los matices, y cantó con absoluto dominio del legato el aria "Mamma, quel vino e generoso", asombrando por su subida al agudo, sin squillo, pero intenso. Sin embargo, le faltó carácter y movimiento a su actuación, por lo que su Turiddu no pareció cruel con Santuzza ni retador con Alfio. Aun así, la despedida de su mamá fue conmovedora.
Primero como Alfio y luego como Tonio, el barítono mexicano Carlos Almaguer destacó por su magnífico torrente vocal, voz brillante y timbre oscuro. Con la experiencia obtenida a lo largo de su carrera, cantó con autoridad y sabiduría, sin forzar nunca su instrumento, como en el Prólogo de Pagliacci, donde no quiso arriesgarse y bajó los agudos de tono. Quizás se hubiera esperado un vibrato menos sobrado, pero este detalle pasó desapercibido ante el histrionismo eficaz con que compuso sus personajes.
El lituano Kristian Benedikt cumplió pero no deslumbró como Canio. De timbre oscuro, su instrumento no tuvo el brillo y volumen deseados, resultando casi inaudible en la primera escena. Por fortuna, su voz de tenor dramático creció y estuvo mejor timbrada en la famosa aria Vesti la giubba, donde cautivó por su grandioso ascenso al agudo, lleno de emoción, a pesar de su fiato escaso, por lo que al final no se hicieron esperar los aplausos. Pero su temperamento no fue suficiente para hacer frente a las exigencias dramáticas en No, Pagliaccio non son, encarnando a un Canio más herido y consumido por el dolor que furioso y trastornado.
De timbre oscuro, la soprano mexicana Violeta Dávalos se consagró como una excelente actriz. Su caracterización de Nedda fue creíble y completa: soñadora en su soledad, amorosa con Silvio, cómica como Colombina y colérica con Tonio. Las cualidades líricas de su voz y fraseo seductor fueron ideales en el dúo de amor y en el aria "Qual fiamma avea nel guardo!", mientras que sus registros central y agudo tuvieron el justo peso para enfrentar los pasajes dramáticos. Sus únicos defectos, un vibrato excesivo y una proyección irregular de la voz.
El resto del reparto se mantuvo en el mismo nivel de excelencia. Gilberto Amaro estuvo estupendo como Beppe y cantó con delicadeza el aria de Arlecchino; la mezzosoprano Lydia Rendón fue una coqueta Lola, de timbre cristalino; el barítono Carlos Sánchez lució una voz de barítono lírico en su interpretación de Silvio; y la mezzosoprano Eva María Santana cumplió adecuadamente con la parte de Mamma Lucia. Mención aparte merecen Artús Chávez y Fernando Córdova como la tropa de payasos, quienes hicieron más ligera la comedia.
Por último, el Coro del Teatro del Bicentenario y el Coro de Niños del Valle se escucharon claros y afinados con la dirección equilibrada de José Antonio Espinal. En Cavalleria expresaron el lirismo de "Gli aranci olezzano sui verdi margini" y "Regina coeli", cantaron con entusiasmo sus intervenciones en Pagliacci y llenaron de vitalidad cada una de sus escenas.
Fotografía: Arturo Lavín
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