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Crítica: «Cavalleria rusticana» y «Pagliacci» en el Teatro del Liceo de Barcelona bajo la dirección de Henrik Nánási

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Autor: Raúl Chamorro Mena
16 de diciembre de 2019

El último tenor divo

Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona, 13-XII-2019, Gran Teatro del Liceo. Cavalleria rusticana (Pietro Mascagni). Roberto Alagna (Turiddu), Elena Pankratova (Santuzza), Gabriele Viviani (Alfio), Elena Zilio (Mamma Lucia), Mercedes Gancedo (Lola). Pagliacci (Ruggiero Leoncavallo). Roberto Alagna (Canio), Alexandra Kurzak (Nedda), Gabriele Viviani (Tonio), Duncan Rock (Silvio), Vincenc Esteve (Beppe). Orquesta y Coro del Gran Teatro del Liceo. Director musical: Henrik Nánási. Dirección de escena: Damiano Michieletto.

   Los autores de Cavalleria rusticana (Roma, Teatro Constanzi, 1890) y de Pagliacci (Milán, Teatro dal Verme, 1892) no concibieron en ningún momento que se representaran juntas, pero su corta duración, elementos en común y condición de buques insignia de la Giovane Scuola, que irrumpió en el melodrama italiano a finales del siglo XIX, forjaron la tradición de reunirlas en programa doble, lo que se reveló como un éxito absoluto y una prueba del peso de la tradición en la ópera y que la misma no es algo negativo como últimamente nos quieren convencer algunos. Cierto es que hemos visto ambas obras maestras programadas junto a otras óperas (incluso ballets), también ocurre con las que forman Il Trittico de Puccini - que sí se pensó como un todo a representar conjuntamente- pero la dupla Cavalleria rusticana-Pagliacci mantiene su vigencia aún en plena crisis de voces y de arrinconamiento del llamado género verista. En el Liceo esta dupla se representó por última vez en 2011 con una espléndida producción de Liliana Cavani.


   Esos puntos en común que tienen ambas obras, entre los que destacan la localización en el Sur de Italia (Sicilia y Calabria), celos exacerbados, venganza, pasiones incandescentes, personajes populares, importante presencia de la religión católica, crudo realismo y, sobretodo, tratarse de dos creaciones paradigmáticas de la llamada escuela verista - plasmación en la música del realismo naturalista literario- permiten al director de escena veneciano Damiano Michieletto unificar ambas óperas y crear una de sus mejores puestas en escena, procedente de la Royal Opera Londinense y galardonada con el premio Laurence Olivier. Bien pensada, inteligente, trabajada y mejor desarrollada, estamos, ante uno de esos casos en que las ideas (buenas y bien concebidas) cristalizan y se encauzan adecuadamente sobre el escenario. La escenografía de Paolo Fantin, habitual colaborador de Michieletto, se basa en un decorado giratorio que en Cavalleria es la fachada e interior del obrador (en lugar de taberna) que regenta Mamma Lucia y en Pagliacci del gimnasio habilitado para la función que ofrecerá la troupe de artistas ambulantes capitaneada por Canio. La representación será en la misma ciudad que ha transcurrido Cavalleria rusticana, una localidad del Sur de Italia, plasmada con gran veracidad, ubicada temporalmente a finales del siglo XX. Al comienzo de la obra de Mascagni se anuncia con pasquines y carteles la función de Pagliacci y en el intermezzo presenciamos ya la relación entre Silvio y Nedda, que desencadenará la tragedia en la obra de Leoncavallo. A su vez, durante el intermezzo de esta última observamos que un sacerdote confiesa y perdona a una Santuzza, embarazada, que también recibe el perdón y un abrazo de Mamma Lucia. Movimiento escénico muy trabajado, personajes impecablemente caracterizados sellan un gran trabajo teatral con magníficos detalles como el del final de Pagliacci, cuando la acción abandona por unos momentos el teatro y se traslada al camerino de Canio, quién imagina la escena de Nedda con su amante, la misma que ha presenciado al final del primer acto y que provocará su definitiva disociación entre teatro y realidad que le llevará al doble asesinato que sella el trágico final.


   Roberto Alagna es por timbre, carisma y personalidad el último divo tenoril genuino surgido en las últimas décadas. A los 56 de edad y 30 de carrera y desde unos medios en origen esencialmente líricos, tiene mucho mérito afrontar un reto como cantar en la misma velada Turiddu y Canio. Todo un tour de force. Desde el comienzo de Cavalleria, Alagna afrontó con desahogo la exigente siciliana, que incide totalmente en la zona de pasaje. El timbre ha perdido algo de brillo y lozanía, pero aún conserva muchos quilates de belleza y esplendor, con un centro bien armado, con grano y terciopelo. Incólume permanecen, por supuesto, su carisma y temperamento, igualmente el fraseo cálido e intenso, muy efusivo y con gran poder comunicativo, al que se unen acentos vibrantes sobre una articulación del idioma de gran nitidez. El brindis «Viva il vino spumeggiante» resultó genuino, toda una referencia, y entregadísimo se mostró en la escena con Alfio y el «Addio alla Mamma» . Un gran Turiddu. Hace unos 20 años ví a Alagna cantar Pagliacci en Santander. En aquella ocasión la obra maestra de Leoncavallo se representó junto a Gianni Schicchi de Puccini. Un Alagna radiante de voz, aunque demasiado lírico no terminó de definir el personaje. Esta vez, Alagna diferenció perfectamente ese joven impetuoso y un tanto inconsciente que es Turiddu, de un Canio del que resaltó el lado patético frente al brutal. En lo vocal, después de dos primeras intervenciones, «Un grande spettacolo» y «Un tal gioco credetemi», modélicas, comenzaron los problemas. Ya sea por un resfríado (cierto es que en la Cavalleria detecté algún estornudo), por cansancio vocal o porque Alagna se empeñó con el Si natural agudo no escrito de «Ma poi ricordatevi a ventitreore», que atacó muy forzado y totalmente abierto y pudo hacerse daño, el caso es que a partir de ese momento cada agudo fue un suplicio. De todos modos y a pesar de «rascar» los ascensos en «Sul tuo amore infranto» fue el «Vesti la giubba» más conmovedor que he escuchado en vivo. La entrega de Alagna fue tal, que a pesar de los problemas vocales en el segundo acto, no escatimó ningún agudo, aunque resultaran quebrados, ni se acomodó en octavas bajas, con una gran sinceridad y fervor, como ya he subrayado más arriba compuso un Canio patético y conmovedor.


   Alfio en esta ocasión no es carretero e irrumpe en escena en coche. En realidad, parece un comerciante de éxito. Gabriele Viviani, con un timbre de escaso interés, prestó adecuados acentos y la apropiada rudeza al personaje, que esta vez, «pasaporta» a tiros a Turiddu. Si como Alfio, Viviani salió airoso, el prólogo de Pagliacci puso en evidencia sus carencias técnicas y la vulgaridad de su canto, por lo que se escucharon notas de paso duras y forzadas, agudos retrasados como el la bemol 3 de «al pari di vuoi» que resultó totalmente fallido. Mejor fueron las cosas en el aspecto interpretativo, pues el Tonio de Viviani tuvo plausible autenticidad.

   Faltaron pasión, garra y acentos, que no entrega, a la Santuzza de Elena Pankratova, que llenó la sala con su timbre de gran calidad, ancho,voluminoso, robusto y de importante extensión, pero la rusa, está lejos, de momento, de dominar el lenguaje verista. La articulación del italiano es claramente mejorable e incluso la tesitura de un pasaje tan fundamental como «Turiddu mi tolse l'onore» la planteó problemas.

   Encontré a una Alexandra Kurzak más hecha en lo vocal (centro y grave más guarnecido) y con mayor madurez como intérprete. Cierta acritud en los agudos no empañó una Nedda vital y sensual, de indudable interés.

   Entre los secundarios destacar en Cavalleria rusticana el atractivo timbre de Mercedes Gancedo en una Lola sensualísima y la Mamma Lucía de la veterana Elena Zilio, que puede impartir lecciones de colocación y apoyo a mucho cantante joven de los que se exhiben en los teatros hoy día. En Pagliacci, muy flojo el Silvio de Duncan Rock, cantante de emisión retrasada, timbre paupérrimo y sin proyección, además de un italiano pésimo. No se entiende que se contrate a alguien de fuera para una prestación que mejoraría cualquier barítono local de mínimo nivel. Discreto, por su parte, Vincenc Esteve como Beppe.

   El húngaro Henrik Nánási se mostró elegante, atento, serio, bien organizado y detallista en Cavalleria rusticana (bien tocado el, justamente famoso intermezzo, pero sin magia) y algo más vehemente y enardecido en Pagliacci, aunque en su dirección musical faltó ese punto de incandescencia que piden estas obras. Asimismo, obtuvo un aceptable rendimiento de la orquesta, si asumimos que unos metales excesivamente invasivos no empastan con el resto de la formación, así como la endémica debilidad de la cuerda. El coro sigue sin sonar bien empastado, pero le encontré más entonado que las últimas veces, suficientemente vigoroso y encarnando con fidelidad la voz del pueblo llano y auténtico.

Foto: A. Bofill

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