Volvíamos a escuchar a
Alagna algunas semanas después de su
Werther y le encontramos sin duda en mejor forma que las dos ocasiones recientes en que le pudimos ver (
el citado Werther y un anterior Pinkerton). Sobre todo, amén de una emisión más fresca y segura, nos congratulo hallar de nuevo un centro y un pasaje más nítidos y un agudo más desahogado y presente. Un Alagna, en suma, mucho más seguro e incluso confiado en su fraseo, siempre bravo, poético y sentido en cada sílaba, manejando a placer la prosodia de la lengua francesa. En un plano interpretativo, Alagna recrea a la perfección todas las facetas del personaje: desde un Don José enamoradizo y un tanto pueril hasta un Don José pusilánime, pasando por supuesto por un Don José despechado y violento. En el transcurso de su interpretación del aria de la flor se hizo un silencio en el teatro de esos que delatan la autenticidad y perfección de lo que transcurre en escena. Y es que Alagna sigue siendo el mejor tenor de su generación cuando su voz está en plena forma y cuando el rol se ajusta a su vocalidad. La escena final fue memorable. Vocalmente intachable y dramáticamente encendida, pasional, llevada además con excepcional tensión y lirismo por
B. de Billy desde el foso. Minutos de ópera con mayúsculas.
Anita Hartig, que ya había sido Frasquita en esta producción, en 2010, era la responsable esta vez del rol de Micaëla, un papel bombón para una lírica plena de timbre fresco y brillante. No en vano, en las citadas funciones de 2010, el rol lo interpretó
Anna Netrebko. Hartig posee esas facultades en el tercio agudo, que es, por su facilidad, casi el de una ligera, pero adolece de un instrumento corto en el grave, generalmente entubado ya en el centro. La voz es tan resultona como genérica y la intérprete carece de singular personalidad. Su fraseo fue más bien anodino en toda su parte, salvo en un delicado y muy bien delineado '
Je dis que rien ne m´épouvante".
Massimo Cavalletti sustituía finalmente en toda esta tanda de representaciones a un indispuesto
Tézier, en el rol de Escamillo, dejándonos sensaciones encontradas. El instrumento es extenso y homogéneo, pero el timbre es un tanto plebeyo y sus modos escénicos se antojan más bien zafios. Sin embargo, se mostró diestro en el recitativo y vocalmente siempre firme y seguro. Nos gustaría valorar su desempeño en algún rol italiano, belcantista o verdiano, menos ajeno a sus facultades que el de este 'torero de Grenade'. El equipo de comprimarios fue más que solvente, destacando el Zuniga de
Janusz Monarcha y la Frasquita de
Ileana Tonca.
Bertrand de Billy regresaba al foso de la Staatsoper de Viena, donde es casi un segundo titular, habida cuenta de la cantidad de representaciones que dirige al cabo del año. Volvió a demostrar su valía, su profesionalidad, aunque echamos de menos una mayor fantasía e imaginación en el fraseo, en ocasiones apresurado por mor de unos tiempos demasiado marciales. El punto fuerte de su lectura fueron en todo caso los pasajes más líricos y el brillante acompañamiento de todas las páginas vocales solistas. La orquesta de la Staastoper respondió, como es costumbre, con una recreación intachable, de indudable riqueza instrumental y general virtuosismo. Lo mismo cabe decir del siempre solvente coro titular del teatro, tan requerido por esta partitura.
En escena se disponía la ya más que clásica producción de
Franco Zeffirelli, repuesta infinidad de veces en Viena y popularizada por el registro en vídeo de 1978, con
Plácido Domingo, Elena Obratzsova y Carlos Kleiber. Es un ejemplo paradigmático de un modo de entender la escena, donde prima el realismo, la verosimilitud y concreción máximas de lo dispuesto en el libreto. Adolece, en todo caso, de una escenografía irregular y no siempre bien iluminada. Espléndido el marco escenográfico para los actos primero y cuarto, el primero con una amplia perspectiva y el segundo con un hábil plano inclinado. Incluso el segundo cuadro tiene su atractivo, a pesar de estar marcado por cierto horror vacui. Lo más pobre de la propuesta de Zeffirelli es en todo caso la recreación de la roquedad donde se dan cita los contrabandistas en el tercer acto, especialmente mal iluminada en la búsqueda, fallida, de un ambiente tenebroso. Asimismo, la dirección de actores es bastante intuitiva, dejando el protagonismo a la libre expresión de los solistas. En conjunto es una producción solvente, aunque vista con distancia se advierten las costuras del paso del tiempo, habida cuenta de un código dramático un tanto demodé. El vestuario de
Leo Bei presenta algunas variaciones hoy en día respecto al que se podía contemplar en la citada retransmisión de 1978.