Por Alejandro Martínez
Nos están dejando huérfanos. Abbado, Mortier, Frühbeck, Maazel… y ahora Carlo Bergonzi. Hay muertes que duelen más porque la deuda con quienes nos dejan no puede cifrarse con facilidad y rebasa ampliamente los límites de la valía profesional para inscribirse ya en los márgenes del afecto personal que se ganan quienes han supuesto tanto para miles y miles de aficionados a la lírica. Y es que con justicia podemos decir que se ha ido el más grande tenor verdiano que la lírica ha conocido desde los tiempos de Aureliano Pertile. No en vano apodaron a Bergonzi como “el catedrático”, por su hacer referencial e incuestionado con las partituras del de Busseto. Nacido en Parma un 13 de julio de 1924, acababa de celebrar sus 90 años, con un concierto en su honor en Busseto, a cargo de Celso Albelo y Desirée Rancatore, entre otros. En aquellos días dejó su última entrevista para la revista Parma Lirica. Recuerdo perfectamente cuál fue la primera grabación de Bergonzi que cayó en mis manos. Se trataba del Rigoletto de Kubelik y me recuerdo como si fuese ayer escuchando, como adicto, una y otra vez, esa forma tan bella y al mismo tiempo tan natural y tan difícil de cerrar el “Parmi veder le lagrime” que dejase el tenor en esa grabación. Así era Bergonzi, capaz de de transformar en sencillo lo que ocultaba detrás un trabajo meditado y exigente.
Tras unos comienzos como barítono (se dice que debutó un 7 de agosto del 47 como Schaunard), con papeles como el Fígaro mozartiano, el Belcore de Donizetti o el Sharpless de Puccini, tomó consciencia de que sus medios eran en realidad los de un tenor y reorientó su carrera.Su debut como tenor se produjo con el rol titular de Andrea Chénier en 1951, en Bari. Ese mismo año, en el 50 aniversario del fallecimiento de Verdi, Bergonzi fue requerido por la RAI par una serie de retransmisiones de sus óperas, lo que nos permite contar con tempranos registros de sus papeles en I due Foscari, Giovanna d´Arco o Simon Boccanegra. Poco después, en el 53, llegaría su debut en la Scala, en el rol titular de la hoy desconocida ópera Mas´Aniello de Jacopo Napoli. Fue también ese año el de su debut en Londres, no en el Covent sino en el Stoll Theatre, como Don Álvaro en La forza del destino. Dos años después llegaría su debut americano, en la Ópera de Chicago, primero, y en el Metropolitan una año después, como Radames, rol con el que se presentaría también en Philadelphia en el 61. Con el Don Álvaro de La Forza del destino se presentó en el 62 en el Covent Garden de Londres y en el 69 en la Ópera de san Francisco. Su debut en el Liceo se produjo en el 58. Actuó también de forma ininterrumpida en la Arena de Verona desde 1958 a 1975. En el Met actuó de forma continuada desde su debut y hasta 1972, regresando después en múltiples ocasiones hasta 1988, fecha de su última aparición allí con Luisa Miller y Lucia di Lammermoor.
A decir verdad, el maestro Bergonzi nunca tuvo una voz genuinamente hermosa, con el sol de un Di Stefano o la simpatía innata de un Pavarotti. Tampoco tenía los medios privilegiados de un Corelli o de un Del Monaco. Y no fue tampoco un obseso de la técnica, que logró hacer tan natural y solvente que no requería mayores artificios en su caso. Pero Bergonzi fue sin duda el paradigma del fraseo, el prototipo del acento, el más acabado compendio de lo que para el canto suponen la la línea, la inflexión, la palabra, en suma, la teatralidad bien medida, el belcanto en su expresión más auténtica. Sólo cabe así arrodillarse ante sus creaciones verdianas, ciertamente innumerables: Radames en Aida, Don Álvaro en La forza del destino, Riccardo en Un ballo in maschera, Alfredo en Traviata, Duque de Mantua en Rigoletto, Manrico en Trovatore, Carlo VII en Giovanna d´Arco, Oronte en I Lombardi, Rodolfo en Luisa Miller, Ernani o incluso el rol titular de Don Carlo, que tan sólo cantó tempranamente en Buenos Aires en el 55, aunque lo grabase después con Tebaldi y Solti para Decca. Y por supuesto innumerables secundarios: Macduff en Macbeth, Foresto en Attila y Gabriele Adorno en Simon Boccanegra.
Pero su extenso repertorio fue mucho más allá. Cómo no emocionarse con su Puccini (Rodolfo, Pinkerton, Des Grieux, Cavaradossi…), cómo no admirar su belcanto (Nemorino y Edgardo en Donizetti o Pollione de Bellini) y, por supuesto, como no recrearse con su genuino y extenso repertorio verista, que cantó con unos medios más modestos que los de sus colegas de cuerda, pero con una sensibilidad y un acento de los que hacen época: Canio en Pagliacci, Turiddu en Cavalleria rusticana, Maurizio en Adriana Lecouvreuer, Enzo en La Gioconda de Ponchielli, Fausto en el Mefistofele de Boito…
Cuánto nos ha dado Bergonzi. Cuánta gratitud le debemos. Hay trayectorias que se granjean un lugar de referencia en la historia de la lírica por su autenticidad, por su pasión, por su verdad en suma. Dicho de otra manera: un tenor que justifica por si mismo el amor por la lírica que tantos profesamos. Adiós maestro y gracias por su arte generoso y auténtico.
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