Parte I
1963 - 1966
Por Gonzalo Lahoz
Recojo en esta primera parte de “Remembering Caballé”, que no pretende sino ser un humilde y somero repaso por entregas a la carrera de una gran artista, base del bel canto y última prima donna assoluta, los años en que pasó de ser “la Montse” como a ella le gusta decir, a convertirse en “La Superba”.
SALIR DE ALEMANIA
Nos encontramos en 1963 (en próximas entregas avanzaremos y retrocederemos en el tiempo). Para entonces Caballé bregaba, luchaba por hacerse un nombre y una carrera a través de las principales casas de ópera europeas. Abandonada ya Basilea por Bremen, la catalana había sido rechazada por Georg Solti en unas audiciones en Frankfurt y Josef Krips acababa de ofrecerle un contrato en la Ópera de Viena para formar parte de la compañía mientras le decía “su voz no está hecha para sentarse y esperar, ¡vuele!, no espere a reemplazar a las primeras cantantes y piense muy bien si firmar este contrato o no; un teatro de ópera no hace grande a un cantante, son los cantantes los que hacen grande a un teatro de ópera”.
Por otra parte, la catalana, aunque muy joven, ya comenzaba a dar muestras de un temperamento único por todos conocido: en aquel tiempo por ejemplo ya había urdido junto al tenor Sandor Kónya, cantar en el italiano original una Bohème prevista en alemán, sin dar parte a nadie, director incluido, y para mayor euforia del público de Bremen; porque a ella, eso de un Puccini en alemán, no terminaba de cuadrarle. Es conocido también que además llamó estando en México a Giuseppe Di Stefano para “obligarle-convencerle” a presentarse en la Manon que tenía que estrenar en el Palacio de Bellas Artes cuando todo el mundo la aseguraba que no aparecería (durante los ensayos Di Stefano estaba... ¡en su casa de París!).
Es pues una Caballé que, junto a la fiel guía de su hermano (al menos en sus inicios) ya sabe lo que quiere y empieza a comprender que deberá salir de Alemania si quiere que de veras su carrera despegue como ella merece. El contraste entre la fría Bremen y la familiar Barcelona (que visitaba para cantar al llegar el invierno) hace caer en una depresión a la soprano y, como de las crisis surgen las oportunidades, en apenas dos años verá como su carrera da un giro tan inesperado como positivamente asombroso.
Al llegar el verano de 1963 tiene lugar una de las grandes funciones de Montserrat Caballé en toda su trayectoria: una Madama Butterfly en el Festival de La Coruña en la que conocería a su marido y amor de su vida, el tenor zaragozano Bernabé Martí, al que, hay que decirlo, Montserrat ya había fichado, al menos por su voz, cuando le escuchó cantando con anterioridad en un Rigoletto. Ella misma decía que acostumbrada a escuchar a “tenores bacalao” en el norte de Europa, al llegar a Barcelona y escucharle, quedó prendada de su “voz tan viva”.
BEL CANTO
Se acercaba 1965 y para entonces Montserrat había grabado varios vinilos para la casa Vergara: Mompou, Toldrá, zarzuela, dúos junto a Bernabé... Para la siguiente grabación se prepararon una serie de arias y escenas de ópera: Otello, Un Ballo in maschera, Louise y Tosca bajo la dirección de Carlo Felice Cillario, auténtico artífice, apoyo de sabias y fundamentales decisiones de la soprano en estos momentos de su carrera. Aún quedaba espacio para un aria más y Caballé pensaba en el verismo, tal vez Cilea o Leoncavallo; pero para su sorpresa Cillario le propuso algo novedoso que en un principio a la joven cantante no terminó de convencer, máxime cuando era la Callas el espejo en el que mirarse: un aria de bel canto. “En los próximos años recordarás lo que te digo ahora: tu voz ha nacido para el bel canto. Estudia la Anna Bolena”.
He aquí la primera incursión real y seria de Caballé en el bel canto. Es también Cillario quien termina de convencer a Caballé para que acepte participar en la Lucrezia Borgia de Nueva York, en su aclamado debut en Estados Unidos, que le sirvió como espaldarazo definitivo de una carrera que, en todo caso, bien parecía abrirse paso sí o sí por sí sola, debido a su extraordinaria voz.
Así pues, en 1965 y aunque Caballé ya había cantado como decía con Di Stefano y tenía firmadas unas representaciones con Franco Corelli en Filadelfia, surge la oportunidad que la soprano estaba esperando. La historia ya es conocida, pero no por ello está de más volver a ella.
Años 50. María Callas se adentra en el bel canto cuando aún pesaban, en todos los ámbitos, los vestigios del verismo. La Callas es un meteoro que todo lo abrasa y, en su estela, un pequeño puñado de consagradas sopranos: Joan Sutherland, Leyla Gencer, Beverly Sills... y por descontado Montserrat Caballé.
A finales de la década, la Callas es vetada en el Metropolitan de Nueva York por Rudolf Bing, por lo que el empresario Allen Sven Oxenburg, a través de la American Opera Society, la invita a cantar Il Pirata en el Carnagie Hall. El éxito, obviamente, es apoteósico. Pocos años después vendría otro culminación más que significativa: en el mismo lugar y con la misma organización, llega el clamoroso debut de Joan Sutherland y Marilyn Horne con Beatrice di Tenda y, un poco después, en 1965, llegaría el turno de Montserrat. Tras la baja por indisposición de la Horne, que por aquel entonces aún se prodigaba como soprano y que se encontraba en un avanzado estado de gestación, el empresario trató sin éxito de contactar con Joan Sutherland o Leyla Gencer ¡y gracias que no lo consiguió! El resto de la historia formará por siempre parte del mito.
De esa representación surgió la firma del contrato con la RCA, en principio para empezar grabando la Lucrezia Borgia entera junto a Alain Vanzo (quien fue sustituido por Alfredo Kraus), aunque finalmente la discográfica tuvo a bien registrar un disco de "presentación" dedicado al bel canto: “Presenting Montserrat Caballé”, que recoge arias y escenas de Norma, Il Pirata, Lucrezia Borgia, Roberto Devereux, Belisario, Maria di Rohan y Parisina d'Este. Y entonces, con todos ustedes, el bel canto!
Así, para muchos melómanos el primer lanzamiento discográfico de Montserrat Caballé se titula “Presenting Montserrat Caballé”, y aunque esto no es cierto pues con anterioridad, como ya he comentado, la catalana grabó algunas de sus mejores intervenciones en el sello Vergara - su disco dedicado a Mompou es, y he aquí una expresión que voy a usar mucho en estos textos: de reclinatorio- , sí que fue, a efectos prácticos, el debut discográfico en Estados Unidos (se vendieron 75.000 copias en menos de una semana) y, por ende, la presentación oficial de la catalana en la industria discográfica.
Al día siguiente de su triunfal debut, tras llegar a Glyndebourne, donde debía cantar la Mariscala de El caballero de la rosa, el director John Pritchard intentó echarla del reparto, alegando que no se sabría su parte a tiempo para el estreno. Curiosamente en Nueva York le acusaban de lo mismo cuando la sorprendían ensayando Strauss. Las nuevas formas, el nuevo entendimiento que suponía la voz de Montserrat Caballé, aun resultando una necesaria nueva sabia para el público, suponía algo demasiado “diferente” para muchos adalides de la vieja escuela y en la temporada siguiente fue otro director de orquesta, Fernando Previtali, quien pretendió echar a la Caballé del reparto de Turandot en el Colón de Buenos Aires, reprochándola que cantaba el rol de Liù... ¡sin voz! El director del Colón instó entonces a Caballé a abandonar Buenos Aires, pues iba a ser reemplazada por otra cantante. Destrozada, Caballé recibió una nueva llamada del director del teatro, pidiéndole que se acercase al Colón. En su despacho le informaron de que finalmente no iba a ser reemplazada y que podía cantar su Liú a su manera. Birgit Nilsson, quien cantaba el rol protagonista, había amenazado: “O canta ella y como ella siente, o no cuenten conmigo”.
Durante aquellos años, tras el éxito del Carnagie Hall, Montserrat Caballé concedió una entrevista en la que anunciaba su próximo debut en el viejo Metropolitan de Nueva York, así como que se le concedía carta blanca por parte de Rudolf Bing para cantar lo que quisiese en el nuevo Metropolitan. Puede sonar pretencioso, pero así fue.
De hecho, el intendente del Met ofreció directamente a Caballé su debut en el nuevo Met, pero el simbolismo de la antigua casa, por el que tantas grandes e históricas figuras del canto habían pasado, era demasiado atrayente para la soprano, quién imploró cantar sobre el viejo escenario. Así se hizó, y el 22 de diciembre de 1965, Montserrat Caballé debutó con Faust de Gounod junto a John Alexander, Justino Díaz y Sherill Milnes (quien también debutaba), bajo la dirección de Georges Prêtre.
Para las próximas temporadas, Bing ofreció a Caballé un bufé libre de protagonistas entre las que elegir, desde Pamina hasta Gioconda, pasando por Leonora de Il Tovatore, Desdemona, Violetta o Norma. Desde luego Mozart y Ponchielli se encontraban fuera de sus coordenadas vocales por aquel entonces y, si bien Norma podría encajar, la soprano no se encontraba preparada en aquel momento para afrontarla. Así, los comienzos de Caballé en el Metropolitan debían pasar por Verdi.
Con todo, tras rechazar La Gioconda por ser demasiado pesada para su voz, se fue a cantar a Filadelfia nada más y nada menos que la Maddalena de Andrea Chénier, en lo que puede suponer quizá una de las muchas incoherencias que inundan las carreras de cualquier diva. El caso es que el protagonista era Franco Corelli, primera figura del star system de la lírica y parecía demasiado arriesgado el perder la oportunidad de cantar a su lado (años más tarde vendría aquel prodigioso agudo final sostendio por encima de todo y todos, Corelli incluído, en un Don Carlo del que hablaré más adelante). Se cuenta por cierto que cuando Caballé llegó a su camerino, alguien, (supuestamente la mujer de cierto tenor), le había destrozado todo su vestuario, peluca incluida y tuvo que sustituirlo por el de La traviata en el último momento.
Ya en abril, participó en la gala de clausura del viejo Metropolitan, donde cantó el trío de Der Rosenkavalier junto a Rosalind Elias y Judith Raskin, y días más tarde interpretó Il Pirata en el Carnagie Hall, donde apenas siete años antes había redescubierto la partitura la mismísima Maria Callas.
Cantó entonces junto a su marido y cantó años después, en los estudios de grabación, para llevar al disco esta partitura en la que desde entonces y hasta ahora, y por lo que se vislumbra, por mucho más tiempo, será la voz indiscutible de su protagonista, Imogene, al igual que Norma, Lucrezia o las Elisabettas, donizettiana y verdiana.
Curioso resulta respecto a esta grabación que Caballé firmó contrato con EMI y no con Deutsche Grammophon, quien la cortejó al mismo tiempo que el sello inglés, por las vueltas que siempre da la vida. Montserrat, siempre pasional y emocional, rechazó el contrato del sello alemán porque entre su directiva de aquel entonces, finales de los sesenta, se encontraba quien fue el director administrativo de la ópera de Bremen cuando ella formaba parte de su compañía. Un día el padre de Montserrat hubo de ser operado de apendicitis y al pedir esta un adelanto de su sueldo para poder sufragar la operación, aquel se lo negó. Enfurecida, la Caballé rompió la mesa al lanzar un tintero y al salir, de un portazo, reventó el cristal de la puerta. (A esta historia se le da una vuelta en el documental autoproducido “Caballé: beyond the music”, donde ella misma afirma que esta actuación se debió a que no la dejó ir a ver a Maria Callas... ¿Por qué intentar agrandar un mito que ya no puede ser más grande?).
Pero de todo esto hablaremos más adelante...
Para finalizar esta entrega y para cerrar 1966, Montserrat ofreció un recital en la Salle Pleyel que supondría su debut en París y, a su vez, el primer registro videográfico que se conserva de la soprano. En el programa: Roberto Devereux, Anna Bolena e Il Pirata, junto a Falla (La vida breve) y Granados (Goyescas).
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