Artículo de opinión de Aurelio M. Seco sobre «lo bruckneriano» y la versión de la Novena sinfonía de Bruckner de Leonard Bernstein
El mejor bruckneriano
Un artículo de Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Con frecuencia se entiende mal «lo bruckneriano» y se sustancializa. La Cultura, y la música en general, la sinfónica en particular como parte brillante de ella, ha generado algunas inercias míticas y perjudiciales que, sin embargo, están asentadas a fuego en la conciencia del presente, incluso en los discursos más presuntamente sesudos. Cuando se pregunta sobre los mejores directores brucknerianos, aparece de alguna forma ya asentada cierta idea o prejuicio de especialista, nombrando casi siempre a los mismos: Celibidache, Eugen Jochum, Gunter Wand, cuando no Furtwangler, Herbert von Karajan, Georg Solti, Carlo Maria Giulini y Otto von Klemperer, entre otros; grandes maestros que, por cierto, poseen el don de la lentitud, una cualidad difícil de encontrar en un director de orquesta. Entre los recientes se suelen citar a Herbert Blomstedt, Christian Thielemann, Daniel Barenboim... pero sin objetivar los criterios. Menos veces se habla de Leonard Bernstein, de Colin Davis o de Lorin Maazel como grandes intérpretes de esta música. Como norma general, se afirma que una versión es «mejor» o «peor» que otra pero no sabemos muy bien por qué.
Hace tiempo que nos sentimos fascinados por la Novena sinfonía de Bruckner dirigida por Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Viena, una versión grabada en 1990 en el Musikverein y lanzada al mercado en 1992 por la Deutsche Grammophon. Pocos críticos considerarán a Bernstein entre los directores más genuinamente brucknerianos de la historia. Y sin embargo, a nuestro juicio, lo es, con tanto o más derecho que los demás. O a Lorin Maazel o a Colin Davis, maestros que entendieron como pocos esta partitura.
Consideramos la versión de Bernstein una de las más sustantivas, y por ello más importantes, que existen. Sin duda Celibidache llega a parecidas conclusiones respecto al sentido inmanente de la partitura, siendo su versión más extrema al contener la lentitud como un precepto de base, una idea que el rumano pudo permitirse gracias a sus enormes cualidades psicológico-etológicas, cualidades que Bernstein también poseía, pero dirigidas por otra especie de materialidades. En Celibidache hay algo exagerado que llama tanto la atención que a veces perjudica el mensaje, como si las ideas de lentitud, de transparencia y de, vamos a decir, sumisión a la figura del director, fueran llevadas a una estilización límite. Si la música es, de alguna forma, la voz del hombre, la que muestra Celibidache a través de Bruckner nos parece, no siempre, una especie de fenómeno milagroso algo excéntrico.
Los límites entre diferentes secciones de la Novena sinfonía, en Bernstein, Celibidache, Karajan y en Lorin Maazel se muestran con claridad. Parte de la profundidad a la que llega Bernstein con la partitura es posible por sus conocimientos de compositor. Qué importante es que un director sepa escribir música. Cuando en la citada versión de Leonard Bernstein llegamos al final del primer movimiento, tras un fragmento marcado por las flautas de forma tan enigmática como genial, justo cuando surge un conocido pasaje que se repite tres veces, en una dialéctica entre las cuerdas y el metal de unas consecuencias alegóricas descomunales, la tercera repetición nos llega a través de un crescendo que nos pone de bruces ante una idea de desesperación, de enfado, de frustración o de incomprensión, tan clara y evocadoramente que puede considerarse una referencia insuperable en la historia de la música, una idea que, en cualquiera de sus posibles formatos alegóricos, desde luego pasan por alto, o mejor dicho susurran, músicos como Manfred Honeck, Paavo Jarvi, Thomas Dausgaard y Karina Kanellakis.
Lo que nos sucede con Karajan, por comparación, es que, entre otras cosas, observamos en su forma de dirigir como un barniz o una pátina brillante y homogenea de búsqueda de cierta armonia y supeditación que nubla otros aspectos que sí están presentes en Bernstein. Estas ideas de límites entre secciones y de frustración ante el dolor y el misterio de la vida, se muestra también en la versión de Celibidache, pero envuelto en el concepto sonoro de un maniático genial que dirigía haciendo filosofía. También está en Furtwangler, desde luego, pero, de forma parecida a Karajan, con una idea de fondo tan potente que no nos resulta igual de fácil ver la sofisticación alegórica que sí ofrece Bernstein. Leonard Bernstein nos desvela su dolor con un magisterio, franqueza, vulnerabilidad, humildad y ternura tan reveladores que nos resulta asombroso verlo. Toca con sus dedos vírgenes los recovecos ideológicos de la partitura, las posibilidades alegóricas que subyacen detrás de esta obra genial, con una lentitud concebida a escala humana. Es imposible sustraerse a esta grandiosa y trascendente versión, de un atractivo divino que hace temblar el campo artístico.
Cuando además de magisterio hallamos ternura y vulnerabilidad en una versión musical o en cualquier aspecto de la vida, nos parece, hoy más que nunca, un milagro de consecuencias artísticas y humanas brucknerianas.
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