Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. Carnegie Hall 24 y 25 de enero de 2017. Staatskapelle Berlin. Gregor Witt, oboe; Matthias Glander, clarinet; Mathias Baier, fagot; Radovan Vlatkovic, trompa. Director musical: Daniel Barenboim. Sinfonía concertante en Mi bemol mayor para oboe, clarinete, trompa, fagot y orquesta, K. 297b, y Concierto para piano y orquesta nº 22 en Mi bemol mayor, K. 482 de Wolfgang Amadeus Mozart; Sinfonías nº 5 en Si bemol mayor y nº 6 en La mayor de Anton Bruckner.
Dicen los taurinos que “no hay quinto malo”, y el dicho se puede aplicar perfectamente al “Ciclo de las Sinfonías de Anton Bruckner” que Daniel Barenboim y sus berlineses siguen dando en el Carnegie Hall. Si además consideramos que en este caso no hay seis toros sino nueve conciertos, el quinto concierto suponía también el ecuador del ciclo. Tras el descanso del domingo y el extraordinario concierto del lunes, en el programa del martes, junto a la Quinta sinfonía del austriaco aparecía la deliciosa Sinfonía concertante en Mi bemol mayor para oboe, clarinete, trompa, fagot y orquesta.
Fue la primera ocasión en estos días (aún queda otra el próximo viernes) en que el argentino descansaba de su faceta de pianista y pasaba el testigo a los solistas de la Staatskapelle. El resultado fue magnífico.
Daniel Barenboim pudo dedicarse exclusivamente a dirigir y se notó. Él fue quien estableció los criterios de la interpretación y marcó los tiempos. De nuevo una versión de corte prerromántica, “rubateada” de principio a fin, aunque manteniendo la chispa y la gracia de la obra. Los cuatro solistas disfrutaron y nos hicieron disfrutar con una obra, que a pesar de no estar claro que fuera compuesta por el genio de Salzburgo –Mozart la compuso en 1778 en Paris, pero el empresario Joseph Legros se quedó con la partitura y ni se interpretó ni la devolvió– necesita cuatro instrumentistas de bastante nivel. El oboísta Gregor Witt y el clarinetista Matthias Glander “iluminaron”la sala con su sonido claro y alegre, mientras el fagot de Mathias Baier y la trompa de Radovan Vlatkovic fueron su adecuado contrapunto.
La majestuosa Quinta Sinfonía de Anton Bruckner fue terminada en 1876 y a diferencia de sus hermanas anteriores, nunca la revisó. Tampoco llegó a verla interpretada. Para su estreno, su discípulo Franz Schalk la modificó de manera radical, metiendo tijera y cambiando texturas. Así se estrenó en Graz en 1984 y se publicó dos años después, pero Bruckner, ya enfermo no tuvo ni voz ni voto. En el S.XX, la Sociedad Bruckner sacó a la luz la versión original del de Ansfelden que es la que finalmente se ha impuesto y es la que Daniel Barenboim y sus músicos han interpretado.
La obra, de una espiritualidad intensa, es grandiosa en todos sus aspectos.Bruckner ha dejado atrás sus temores e inseguridades y se muestra a estas alturas con un dominio absoluto de la composición orquestal -pocos compositores habían llegado más lejos que en él en el uso del contrapunto- y una madurez innegable. Los efectivos orquestales son de los mayores que se conocen hasta ese momento, sobre todo en la sección de los metales donde nos encontramos con veintidós músicos.
De manera similar al día anterior en la Romántica, Barenboim eligió tempi amplios en el primer movimiento. Ese Adagio inicial, rara avis en la música bruckeriana, en el que violines y violas despliegan el tema principal sobre los pizzicati de los violonchelos, sonó denso y cálido preparando la llegada del primer tutti orquestal y el coral posterior en que los metales nos llevan al Allegro propiamente dicho. Barenboim desplegó cada uno de los temas y sus recapitulaciones de manera muy ordenada, con un estricto control de los planos sonoros, en un admirable crescendo. La orquesta, que cada día suena mejor –brillante y contundente, y con una sección de metales que ha mejorado mucho desde la última vez que la vi-, respondió con prestancia y diligencia al director argentino.
En el Adagio posterior volvimos a disfrutar con un discurso musical apropiado y una excelente interpretación orquestal, con intervenciones de mucho mérito por parte del oboe y de los primeros atriles de las cuerdas. El Scherzo, llevado a un tempo muy vivo, tuvo una fuerza demoledora en su complejo tema inicial, con profusión de ritmos sincopados y con infinidad de acentos en el fraseo. La fuerza se mitigóen el trío intermedio por la exquisita musicalidad de las maderas y posteriormente de las cuerdas. La recapitulación del tema inicial fue el único momento en que la interpretación pareció irse un poco de las manos con algún breve momento de confusión.
Las aguas volvieron a su cauce en el inmenso Finale, auténtica catedral sonora donde Daniel Barenboim, de nuevo con un tempo tranquilo volvió a mostrar su connivencia con la obra de Bruckner. El fraseo, la regulación orquestal y el control de dinámicas fueron el pan nuestro de cada día, y lo más importante en este final, el balance entre secciones -sobre todo con unos metales aumentados a ocho trompas, seis trompetas, seis trombones, la tuba y una tuba baja- fue digno de elogio. Las cuerdas sonaron más empastadas que ninguno de los días anteriores y el resultado final puede calificarse sin duda de magnífico, casi al nivel de la impresionante Cuarta del día anterior.
Tras las excelencias del lunes y martes, el concierto del miércoles, siendo también de buen nivel, no llegó a lo conseguido los dos días anteriores.
En la primera parte tuvimos el Concierto para piano en Mi bemol mayor, K.482. La versión del músico argentino siguió las pautas de las primeras noches, y nos volvimos a encontrar con una ejecución un tanto imprecisa, de tempi rápidos con varios desajustes entre el solista y la orquesta. Las partes orquestales, efusivamente dirigidas, tuvieron su cierta claridad, y las escalas del pianista argentino volvieron a desplegar calor y “rubato” a partes iguales. Pero cuando se encontraban lo hacían en un estado de cierta confusión, de la que solo se salvó el exquisito Andante central. Varias veces me pasó por la cabeza una idea: cómo hubiera sido el concierto con Barenboim al piano y otro director al frente de la orquesta. Al final te queda una sensación agridulce dado que la versión fue musicalmente irreprochable, pero no así la ejecución.
La segunda parte se dedicó a la Sexta sinfonía del compositor de Ansfeldem, una obra de transición entre las tres sinfonías del periodo 1875-1880 -de fuerte contenido romántico y que nos muestran la transformación del eminente organista de sus años mozos en el gran compositor de su etapa de madurez- y la excelsa trilogía final. La obra fue terminada en 1881 y muy contento con ella, nunca fue revisada. Lamentablemente tampoco la pudo oír de manera completa. Los dos movimientos centralesse interpretaron en Viena en 1883 con bastante éxito, pero la obra en su totalidad no se estrenó hasta el 26 de febrero de 1899, cuando Gustav Mahler la estrenó con ligeros cortes junto a los Filarmónicos vieneses. La obra tiene momentos muy bellos como la parte central del Adagio, y muestra sonoridades, ritmos y estructuras que desarrollará con mayor éxito en la trilogía final. Pero a pesar de sus virtudes,cuando la escuchas de manera tan próxima al resto de sinfoníascomo ocurre en este ciclo, palidece frente a Cuarta, Quinta o Séptima.
En el Maestoso inicial, Daniel Barenboim se olvidó de los tempi pausados que tan buen resultado le habían dado en las Sinfonías cuarta y quinta, y apretó el acelerador desde el principio. La orquesta respondió bien en líneas generales aunque el trazo fue más grueso que en días anteriores y el balance orquestal se resintió con unos metales excesivamente contundentes, que las cuerdas, quizás cansadas tras el maratón que llevan encima, eran incapaces de equilibrar.
En el Adagio, el argentino relajó el tempo y la orquesta recuperó su sonido granítico y denso, con el fraseo cálido de las cuerdas y el sonido primoroso de las maderas donde flauta y oboe destacaron por encima de sus compañeros.
El Scherzo fue fogoso, de gran intensidad y muy bien cantado. Los planos orquestales estuvieron correctamente definidos y la orquesta lució empastada. En el Trío, la trompa y las cuerdas brillaron con luz propia.
Por el contrario, en el Finale volvimos a los problemas iniciales. Los metales estuvieron precisos pero algo descontrolados en los tutti, y en ocasiones taparon a unas cuerdas que hacían esfuerzos ímprobos por hacerse oír y donde una vez más se les notaba el cansancio acumulado. La ejecución fue apasionada y enormemente expresiva y obtuvo la aprobación de un público que definitivamente se ha rendido a orquesta y director, pero a nivel global, siendo una versión realmente destacable, quedó por debajo de Cuarta y Quinta.
Tras el día de descanso del jueves, este fin de semanael ciclo llega a su culminación, y por lo visto hasta la fecha, augura grandes emociones.
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