Por Fernando Remiro
18/12/14 Madrid. Teatro Real. Obras de Britten. Ian Bostridge, tenor.
Britten fue un prolífico compositor de canciones (bien sea para piano, orquesta o arpa, y casi siempre para Peter Pears), un género que le permitió dar rienda suelta a su imaginación musical sin las ataduras narrativas de la ópera. El resultado es un corpus fascinante, de enorme diversidad, que dibuja con gran precisión su íntimo viaje de exploración artística. Las dos obras ofrecidas en el Teatro Real, que ocupan un lugar privilegiado en la obra de Britten, son un refinado acompañamiento a las representaciones de Death in Venice, ya que por su gran complejidad musical y vocal no es frecuente escucharlas en las salas de concierto. El concierto de anoche, con un solista excepcional y unos acompañantes a la altura, consiguió mantener en todo momento la atmósfera de las grandes ocasiones: un verdadero regalo para los amantes de Britten.
Ian Bostridge, que cumplirá en unos días 50 años, está en un momento de plenitud artística. Después de 30 años de carrera ha pulido una aproximación personalísima a las obras de Britten, de gran profundidad interpretativa, pero sobre todo de sorprendente originalidad. Cantar las obras para tenor de Britten obliga bailar en la sombra de Peter Pears, pero Bostridge es uno de los pocos tenores (como Philip Langridge, aunque con un alcance menor) que ha logrado hacer suyas las obras de Britten, ofreciendo siempre una lectura artificiosa y manierista, de una sofisticación que ayuda al espectador a comprender con apasionado distanciamiento lo que está escuchando. La voz nunca fue ni rica ni sugerente, pero en la intimidad musical de las canciones, Bostridge es capaz de jugar a placer con su instrumento y con la colocación, logrando una extensa gama de color que se pliega al significado del texto, aunque sacrifique línea y lirismo. Sin duda estamos ante uno de los pocos tenores actuales capaz de afrontar con éxito rotundo la apabullante dificultad de los Canticles y el Nocturne.
Más que un ciclo de canciones los Canticles son cinco especie de cantatas compuestas para diferentes ocasiones y en dos etapas distintas de su carrera musical: los tres primeros en 1947, 1952 y 1954, respectivamente; y los dos últimos en los 70, basados en sendos poemas de T. S. Eliot (Britten siempre supo elegir sus fuentes literarias). Bostridge empezó algo frío en las agilidades y los complicados intervalos de My beloved is mine and I am his, con un detallista Julius Drake al piano, pero en el extraordinario Abraham and Isaac ya se mostraron los mimbres de una gran noche. Compuesta para Pears y la contralto Kathleen Ferrier, es una cantata que ilustra con miniatura medieval la historia del sacrifico de Isaac, rol interpretado esta vez por el contratenor Anthony Roth Constanzo. La voz de Dios, que aparece al comienzo y al final, es interpretada por ambos cantantes al unísono, creando un efecto de escalofriante riqueza cromática. El tercer cántico, Still falls the rain, para piano y trompa, es un oscurísimo poema de Edith Sitwell, que recuerda a la desolación post-bélica del War Requiem y donde Britten, por cierto, usa el mismo recurso que en el cántico anterior, fundiendo tenor y trompa en la parte final para hacer hablar a Dios. Bostridge alcanzó en la tenue expansión lírica de los versos de Sitwell uno de sus mejores momentos del concierto.
The Journey of the Magi es una cantata a tres voces (tenor, contratenor y barítono, Duncan Rock, en este caso) que narra, con toques de sarcasmo y en un tono oscuro que se aleja de la tradición, el traumático viaje de los tres reyes a Belén. La obra, compuesta casi 20 años después del segundo cántico, refleja la enorme evolución del compositor, que ya incorpora aquí la experiencia musical de otras obras de tema bíblico, como las Church Parables, el Noye's Fludde o The Burning Fiery Furnace. El último cántico, The Death of Saint Narcissus, es también el más misterioso y evocador. Compuesto mientras se recuperaba de la operación de corazón a la que se sometió tras terminar Death in Venice, Britten vuelve a coquetear con la idea de una muerte sublime y autodestructiva. Eliot convierte el reflejo de Narciso mitológico en la idea de Dios del San Narciso cristiano (con tintes de San Sebastián, his flesh was in love with the burning arrows), en un texto alucinado que Britten, ayudado del arpa, convierte en ascético delirio fatal.
El Nocturne, compuesto en 1958, es la cumbre de los ciclos de canciones orquestales de Britten. Encontramos a un compositor en plena madurez estilística, con una seguridad artística apabullante, señor de un universo musical propio, íntimo y secreto. Se compone de ocho secciones, hilvanadas sobre un mismo motivo orquestal somnoliento y ondulante, cada una con un instrumento obligato, lo que invita a un viaje onírico por toda la paleta cromática de la orquesta (una sólida Orquesta Titular del Teatro Real, dirigida por Alejo Pérez, más cómodo aquí en la evasión lírica que en las profundidades de la laguna veneciana). La obra obliga al tenor a nadar entre castillos de arena orquestales que se derrumban y vuelven a nacer constantemente, del lirismo juguetón de Sleep and poetry a la pesadilla de But that night when on my bed I lay que no logra despertar al durmiente. Bostridge no sólo estuvo a la altura del reto (a pesar de algunas estrecheces por arriba y en los conjuntos orquestales) sino que desgranó los secretos nocturnos con inspiración magnética, ofreciendo una lectura fascinante de esta obra maestra.
Foto: Javier del Real
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