Por Alejandro Martínez
17/02/2014. Nueva York. Metropolitan Opera. Borodin: El príncipe Igor. Ildar Abdrazakov, Oksana Dyka, Anita Rachvelishvili, Mikhail Petrenko, Stefan Kocán, Sergey Semishkur y otros. Gianandrea Noseda, dir. musical. Dmtri Tcherniakov, dir. de escena.
Quién hubiera dicho, en tiempos del telón de acero, que el Met iba a verse conquistado por semejante cantidad de artistas rusos y eslavos, y que una de sus nuevas producciones más esperadas de la temporada iba a ser precisamente un título del repertorio ruso tan poco representado como El príncipe Igor de Borodin. Rusia vive una expansión cultural sin precedentes, al tiempo que experimenta una regresión sin igual en materia de derechos sociales. Pero lo cierto es que nunca antes el Bolshoi y el Mariinsky habían gozado de tan buena e internacional reputación. Desde Gergiev a Netrebko pasando por Abdrazakov, Borodina y muchos otros solistas, una larga nómina de profesionales del este de Europa inundan los carteles de los principales auditorios y teatros de ópera del mundo.
La obra de Borodin que nos ocupa llegó al escenario del Met por vez primera hace casi cien años, en 1915, con Pasquale Amato encarnando el rol titular. Desde aquella tanda de funciones no había vuelto a representarse en Nueva York. De ahí el añadido atractivo de esta producción, en colaboración con la ópera de Amsterdam. El año pasado este título pudo verse en Zúrich, este mismo abril se escenifica en Hamburgo y se representa con relativa frecuencia en los teatros rusos, pero no es desde luego un título popular. De hecho, al margen de las consabidas danzas polovtsianas y de algún fragmento más de cierta popularidad, como el monólogo de Konchak, estamos ante una partitura francamente desconocida por el gran público.
Lo cierto es que El príncipe Igor es una obra muy estimable, no cabe duda, aunque adolece de una falta general de cohesión e integridad; se echa de menos en todo momento una sensación mayor de continuidad en su desarrollo dramático. No es menos cierto que esta cuestión se explica en buena medida a causa de su irregular proceso compositivo, ya que Borodin dejó la partitura inacabada al fallecer en 1887, siendo completada y orquestada por Glazunov y Rimsky-Korsakov. El resultado es una partitura extensa, con notables altibajos y con una personalidad no del todo definida. En este sentido, en el propio programa de mano editado por el Met se explica cómo cada nueva puesta en escena de esta obra requiere prácticamente la elaboración de una nueva versión, según los cortes y versiones que escoja el director musical. En esta ocasión han sido Noseda y Tcherniakov, asesorados por musicólogos, quienes han definido la nueva propuesta, optando en esta ocasión por incorporar incluso una alteración sobre el orden propuesto en su día por Glazunov y Rimsky. Así, en el Met el acto polovtsiano va después del prólogo, en lugar de suceder al primer acto ruso, aquí haciendo las veces de segundo acto. Noseda y Tcherniakov afirman haber restituido toda la música posible, en busca de la versión más extensa posible de la partitura, para lo que solicitaron incluso la orquestación por vez primera de algunos pasajes inacabados por Borodin. Una tarea que corrió a cargo de Pavel Smelkov, director musical y compositor vinculado al Mariinsky.
Sea como fuere, el más temible de los rusos no es en estos momentos, sin embargo, un khan, uno de esos líderes acaudillados como el que nos presenta El príncipe Igor. En estos momentos, el más temible de los rusos, si se nos permite la broma, es el director de escena Dimtri Tcherniakov, al que ya entrevistamos en estas páginas hace unos meses. Se trata, sin duda, de un personaje controvertido, y que parece estar abarcando más de lo que está a su alcance, habida cuenta de su deslucida propuesta para esta nueva producción del Met, que podrá verse también en Amsterdam. Tcherniakov ha sido el responsable de una importante revitalización del repertorio ruso en los principales teatros occidentales. De su mano, por ejemplo, pudimos ver también La novia del zar en Berlín, a las órdenes de Barenboim, en una producción que se repone estos días en la Scala. Suya es también la puesta en escena de La leyenda de la ciudad inviable de Kitezh que en abril llega al Liceo. Tcherniakov ha buscado siempre distanciarse de ese historicismo de corte realista, meramente decorativo, en busca de propuestas a menudo radicales, o valientes, según se mire, con las que un repertorio poco representado ha podido ganar la renovada atención del público de nuestros días. La palabra que define nuestras sensaciones al observar su Príncipe Igor no es otra que decepción. Y mucha, ya que Tcherniakov presenta una dirección realmente hueca, sin ambición, sin una propuesta dramática convincente y en la que apenas destaca la vistosa estampa de un prado de amapolas rojas, con la que ilustra las danzas polovtsianas, interpretadas además con el coro desde lo alto del segundo piso de la sala. Más allá de eso, la nada absoluta, reducida su propuesta a una dirección de actores convencional en una escenografía convencional. ¿Dónde estaba Tcherniakov? Nada nos hacía creer que este trabajo llevase su firma.
Ildar Abdrazakov es un cantante siempre eficaz pero nunca memorable. Ya hemos hablado en varias ocasiones de él en estas páginas, a cuenta de sus partes verdianas a las órdenes del maestro Muti. En esta ocasión, su protagonismo del príncipe Igor fue destacable, sin llegar en todo caso a ofrecer un retrato inolvidable. Tiene el color, tiene el fraseo pero a su material le falta presencia y facilidad en los extremos, donde queda corto irremediablemente. En escena es siempre esforzado y comprometido y consigue convencer, pero no hay un derroche vocal de medios a la altura de sus intenciones dramáticas.
Oksana Dyka y Anita Rachvelishvili fueron sin duda las dos voces más destacadas del cast, con voces bien timbradas, con empuje dramático y con logradas dosis de lirismo en sus intervenciones solistas. La primera, ucraniana, hacía su debut en el Met con estas funciones. La segunda, georgiana, Mihail Petrenko fue un príncipe Galitzky insostenible, con un timbre deslavazado, una emisión hiriente y un retrato tabernario de su personaje. Mucho mejor Stefan Kocán como Khan Konchak, mostrando un timbre más redondo, timbrado y extenso, aunque por lo general tosco en el fraseo. Irregular el tenor Sergey Semishkur en la piel de Vladimir, más convincente por la línea de canto y el fraseo que por la emisión.
Noseda es un concertador solvente, aunque de tiempos confusos y arbitrarios: acelera en demasía cuando no viene a cuento y dilata sin tensión cuando se esperaría lo contrario. El contraste por el contraste no lleva a ninguna parte y por más que lograse exponer una versión ordenada, de sonido limpio y eficiente, faltó emoción por doquier en su batuta, más pendiente de epatar que de comunicar. La orquesta del Met respondió solvente aunque modesta. No nos hacemos cargo a veces de la fortuna que tenemos de disponer en Europa de semejante cantidad de formaciones orquestales de nivel sobresaliente, muchas de ellas claramente por encima del foso del Met.
Foto: Cory Weaver / Metropolitan Opera
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