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Crítica: «Billy Budd» de Britten en la Ópera de San Francisco

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Autor: David Yllanes Mosquera
5 de octubre de 2019

La inocencia condenada en el mar infinito

Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
San Francisco. 7-IX-2019. War Memorial Opera House. Billy Budd (Benjamin Britten). John Chest [Billy Budd], William Burden [Capitán Vere], Christian Van Horn [John Claggart], Wayne Tigges [Mr. Flint], Philip Horst [Mr. Redburn], Philip Skinner [Dansker]. Dirección escénica: Michael Grandage / Ian Rutherford. Dirección musical: Lawrence Renes.

   Billy Budd no solo es una de las mejores óperas de Britten sino una de las que más claramente expone varios de sus temas recurrentes: la inocencia traicionada; la lucha entre el bien y el mal, entre el individuo y la sociedad, entre la moral y las leyes. Para ello, partiendo de una novela de Herman Melville, se vale de un inestable triángulo protagonista sometido a las extraordinarias presiones de la vida en un navío de guerra británico a finales del setecientos. Las tensiones trazadas por el admirable libreto de E. M. Forster se ven reforzadas por una fantástica y elaborada partitura que dota a esta fábula moral de una mayor complejidad.

   Es 1797 y el HMS Indomitable está comandado por el capitán Vere, un hombre con hechuras —o ínfulas— de filósofo, un notable marino perspicaz e ilustrado pero también débil y atormentado. A pesar de las buenas intenciones de Vere, la situación a bordo es necesariamente difícil. Además de las duras condiciones habituales en un man-of-war de la época —con su draconiana disciplina, su hacinamiento y las implacables press gangs alistando hombres a la fuerza— la Revolución francesa eleva la tensión, por un lado dando ideas a la marinería y por otro alimentando la paranoia de los oficiales. A esta olla a presión se añade Billy, un joven marinero, impecable física y espiritualmente y con el carisma propio de un verdadero líder. Todos lo adoran al instante, incluido el propio Vere, pero el malvado master-at-arms Claggart se empeña en acabar con él por todos los medios. Al final, el capitán deberá elegir entre la letra de la ley y su conciencia y tomar una decisión que lo torturará el resto de su vida —pues la obra se enmarca entre un prólogo y un epílogo protagonizados por un viejo Vere—.


   Con esta obra, acompañada de la más clásica Roméo et Juliette de Gounod, ha decidido la San Francisco Opera abrir su temporada 2019/2020. Y se lo ha tomado en serio, reuniendo un elenco con muy buenos mimbres y presentando la popular producción de Glyndebourne de Michael Grandage —dirigida en esta ocasión por IanRutherford—. Grandage y su escenógrafo Christopher Oram nos ofrecen un marco visualmente impactante, un enorme buque en sección transversal, con cavernosos espacios y atmósfera opresiva. La ambientación es excelente. Ayuda mucho el trabajo con la iluminación de Paule Constable y David Manion a que la acción esté siempre clara y bien enfocada y a que nunca nos perdamos entre la tripulación. Hay, sin embargo, dos importantes problemas en su propuesta. El primero es una cuestión de enfoque. La trágica historia de Billy Budd y la fijación de Claggart por él se pueden interpretar de varias maneras. La más obvia —e intencionada por parte de Forster, aunque Britten no quiso ser explícito— es buscar una componente sexual en la que las acciones de Claggart no son mera maldad sin motivo o envidia, sino pasionales, la expresión de un hombre atormentado. Es posible también hacer una lectura algo más abstracta, como una lucha entre bien y el mal en la que Vere tiene un papel menor. O podemos centrarnos en el capitán y mostrar a Billy y Claggart como personificaciones de su dilema moral o a Vere como un Abraham sacrificando a Isaac —los temas bíblicos son recurrentes en Britten—. No es, por supuesto, necesario optar por ninguna de estas posibilidades explícitamentey de hecho un cierto grado de ambigüedad y misterio pueden ser una ventaja. Sin embargo, la dirección de Grandage es tan equidistante y genérica que llega a perjudicar a los personajes, quienes quedan un poco desdibujados.

   El otro problema es una falta de tensión hacia el final de la obra, en particular con una fallida escena del amago de motín que se produje tras el ahorcamiento de Billy. Así, estamos ante una producción que funciona bien en escenas individuales pero no llega a cuajar en su conjunto. Lo mismo puede decirse de la dirección musical de Lawrence Renes, que es impactante y vigorosa por momentos y consigue crear escenas emocionantes, como el coro «This is the moment», pero que resulta un poco deslavazada. Se hace justicia a la orquestación britteniana pero quizás no a su construcción dramática.


   Como apuntaba anteriormente, el reparto estuvo muy bien elegido y rindió con gran solidez y entrega, además de idiomatismo. La labor de conjunto es crucial en esta ópera, en el que al trío protagonista se añade el coro como un cuarto personaje de casi igual importancia, además de un gran número de secundarios. En este sentido, la función fue un éxito casi sin paliativos, con un coro en plena forma y convincentes interpretaciones por parte de los solistas.

  El principal triunfador fue William Burden como Vere, quien hace un año ya cosechó un notable éxito protagonizando It’s a Wonderful Life  de Heggie sobre las mismas tablas. El tenor estadounidense, de medios muy adecuados para este repertorio, es un artista expresivo y capaz de presentarnos las múltiples aristas de Vere. Tanto cuando este está perdido, melancólico y casi desesperado como cuando debe proyectar una imagen de autoridad y liderazgo, Burden es siempre convincente y canta con estilo y claridad.

   Menos multifacético es el John Claggart de Christian Van Horn, un personaje diabólico que tiene hasta su propio credo en la línea del Iago verdiano: «O beauty, o handsomeness, o goodness! […] I’m vowed to your destruction». En esta concepción del maestro de armas como un absoluto ogro, es necesario contar con un intérprete capaz de resultar verdaderamente temible o se corre el riesgo de caer en una chusca caricatura. Van Horn cumple con creces en este sentido y es totalmente creíble como un tirano que tiene aterrorizados a los marineros. Vocalmente, el papel está bien ajustado a sus medios y lo muestra más cómodo que en otros cometidos recientes, como el Mefistofele de Boito.

   Cierra el trío protagonista el Billy Budd de John Chest. Estamos seguramente ante la voz de menor entidad de los principales, con evidentes problemas de proyección —quizás exacerbados por la complicada acústica de la cavernosa escenografía—. Sin embargo, Chest sí sale airoso en la crucial tarea de crear un personaje totalmente carismático, además de compensar su falta de sonoridad con una gran intención detrás de cada nota y un timbre agradable. Fue de menos a más y alcanzó un nivel notable en su precioso monólogo final «Through the port comes the moon-shine astray!».

   El resto del elenco respondió sin fisuras, desde los oficiales, como el excelente Mr. Redburn de Philip Horst, hasta el más humilde y compasivo Dansker de Philip Skinner. Destacó especialmente Brenton Ryan en el pequeño papel del marinero novato que no tarda en conocer los rigores de la Royal Navy. Su lastimoso dúo tras ser azotado fue uno de los momentos más emotivos de la función.

   El público respondió con gran entusiasmo ante lo que debemos calificar como un éxito para la San Francisco Opera, aunque no sin ciertas reservas.

Photo: Cory Weaver/San Francisco Opera

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