Por Alejandro Martínez
Berlín. 08/07/2015. Kömische Oper. Puccini: Gianni Schicchi. Bartók: El castillo de Barbazul. Gidon Saks (Barbazul), Ausrine Stundyte (Judith). Günter Papendell (Gianni Schicchi), Lavinia Dames (Lauretta), Christiane Oertel (Zita), Tansel Akzeybek (Rinuccio), Christoph Späth (Gherardo), Mirka Wagner (Nella), Ben Fischer-Dieskau (Gherardino) y otros. Dirección musical: Henrik Nánási. Dirección de escena: Calixto Bieito.
Curioso, cuando no extravagante, el programa doble escenificado por Calixto Bieito en la Kömische Oper de Berlín, con Gianni Schicchi de Puccini y El castillo de Barbazul de Bartók. Estrenadas el mismo año, en 1918, separadas por un lapso de apenas seis meses, en Nueva York y Budapest respectivamente, a decir verdad esa coincidencia es lo único que guardan en común estas dos obras, por todo lo demás diametralmente opuestas. Una es una comedia llena de sarcasmo y cinismo; la otra, un estremecedor periplo por lo más oscuro y siniestro del alma humana.
Calixto Bieito ha cosechado una cierta fama de enfant terrible. Y de hecho unos cuantos de sus trabajos, quizá los peores precisamente, avalan de hecho la tesis de que no es mucho más que un provocador. Pero sería injusto reducir su trayectoria a ese cliché. Por encima de todo Bieito es talentoso hombre de teatro, capaz de poner el foco donde nadie antes lo había situado. De modo que cuando acierta de tanto en tanto, nos encontramos sin duda ante propuestas con un halo memorable. En esta ocasión, su trabajo este programa doble adolece de una completa falta de coherencia entre los dos trabajos que lo integran, si bien cada uno de ellos por separado tiene elementos de interés.
El espléndido guiño de transmutar a Gianni Schicchi en un personaje a imagen y semejanza del Torrente de Santiago Segura (han leído bien) sólo puede calificarse como una afortunada excentricidad, sobre la que pivota todo un grotesco trabajo orientado a redoblar el estrambote original del libreto, aquí todavía más plausible si cabe en su histrionismo. La carcajada es inevitable y aunque Bieito bordea con los límites del mal gusto y el exceso, como es frecuente en su caso, consigue mantenerse al límite de lo sostenible, a un paso de convertir Gianni Schicchi en una película de Pajares y Esteso. En cambio, para El castillo de Barbazul, Bieito se limita a recrearse en la inquietante y siniestra relación entre Barbazul y Judith, con unas dosis de violencia y sadismo que no llegan a ser gratuitas pero sí un tanto redundantes. Esa insistencia en la sangre y el sexo, por decirlo claramente, le hace perder de vista a Bieito la densidad del argumento que se trae entre manos, perdiendo la ocasión de hacer algo menos evidente y más reflexivo.
La batuta del titular del teatro, el húngaro Henrik Nánási, un nombre al alza, defendió con igual fortuna ambas partituras, aunque sin brillar especialmente con ninguna de ellas. Eficaz concertador, es cierto que en líneas generales parecía entenderse mejor con la música de Bartòk. como si fuese un lenguaje más afin al suyo. La orquesta titular del teatro se muestra capaz, no memorable, pero sin duda solvente y segura con ambos y dispares repertorios.
Por lo que hace a los cantantes convocados, en el caso de Gianni Schicchi, salvo la interesante labor del barítono Günter Papendelll en el papel protagonista, no hubo voces a destacar; más bien un trabajo coral discreto, digno de compañía de provincias, pero no mucho más. Por lo que respecta a la obra de Bartók, Gidon Saks se nos antojó un Barbazul de emisión imposible, con un sonido grueso y rebuscado, en las antípodas de lo que sería una voz limpia y bien resuelta. Esmeradísimo actor, su desenvoltura escénica no compensa lo deslavazado de su trabajo vocal. Ausrine Stundyte, en cambio, se mostró mucho más desenvuelta y correcta con la parte de Judith, aunque el material no sea de relumbrón.
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